Me arrodillé y le tendí mis brazos, y ella los tomó. La ayudé a incorporarse a mi lado. No profirió ningún sonido, pero se abrazó a mí cuando le besé la frente.
– Señor -dijo-. Mi Señor.
El ronco llanto de Ravid fue el único sonido que rompió el silencio que nos rodeaba. Dormitaba.
Les vi y sentí sus manos, pero no opuse resistencia.
Los esclavos me lavaron con grandes cubos de agua. Noté que me quitaban las ropas viejas. Sentí cómo el agua limpiaba mis cabellos y corría por mi espalda y mis hombros.
De vez en cuando mis ojos se movían. Vi la tela dorada de la tienda flamear al viento. El baño prosiguió.
– Un poco de sopa, mi señor -dijo la mujer que estaba a mi lado-. Sólo un poco, porque vienes de un largo ayuno.
Bebí.
– Nada más. Duerme. Y eso hice, bajo la tienda.
Llegó el frío del desierto, pero no me faltó el abrigo de ropas y mantas.
Sopa de nuevo, «tómala y luego duerme». Sopa, sólo un sorbo. Y luego el runrún suave de sus voces Llegó la mañana.
La observé con un solo ojo desde mi almohada de seda. La vi alzarse y empujar la oscuridad más y más arriba hasta que la oscuridad desapareció y todo el mundo fue luz, y la sombra de la tienda se hizo fresca y acogedora.
Ravid estaba delante de mí.
– Mi señor, mi hermana ha pedido entrar a visitarte. Te pedimos que vengas a casa con nosotros, que nos permitas cuidarte hasta que te encuentres bien, que te instales con nosotros bajo nuestro techo, en Magdala.
Me senté. Estaba vestido con ropajes de lino, túnicas orladas con bordados de hojas y flores. Llevaba un manto blanco de tacto muy suave, con una orla gruesa.
Sonreí.
– Mi señor, ¿qué podemos hacer por ti? Nos has devuelto a nuestra querida hermana.
Tendí mis brazos a Ravid. El se arrodilló y me sostuvo.
– Mi señor -dijo-. Ella ya se acuerda. Sabe que sus hijos han muerto, que su marido ha muerto también. Ha llorado por ellos y llorará más veces, pero es nuestra hermana.
Repitió su invitación. Apareció Micha, que también insistió.
– Estás débil, señor, estás débil por más que los demonios te obedezcan -dijo el hermano mayor-. Necesitas carne, bebida y descanso. Tú has hecho ese milagro. Deja que te agasajemos.
Micha se puso de rodillas. Llevaba en las manos un par de sandalias nuevas, provistas de hebillas brillantes, e hizo lo que estoy seguro nunca había hecho antes por otro hombre: me puso las sandalias y las abrochó a mis pies.
Las mujeres se mantenían aparte, María en medio de ellas.
Se adelantó paso a paso, como si temiera que yo le prohibiera acercarse. Se detuvo a poca distancia de mí. Tenía el sol naciente a su espalda. Se había bañado y vestía ropas nuevas de lino, con el cabello bien peinado bajo el velo que ocultaba los arañazos y moretones aún visibles en su rostro.
– Y el Señor me ha bendecido, me ha perdonado y me ha arrancado de los poderes de las tinieblas -dijo. -Amén -respondí. -¿Qué puedo hacer para recompensarte?
– Ve al Templo. Era el destino de vuestro viaje. Volverás a verme. Cuando necesite tu ayuda, lo sabrás. Pero ahora debo seguir mi camino. Tengo que regresar al río.
Ella no sabía lo que significaba aquello, pero sus hermanos sí. Ellos me ayudaron a ponerme en pie.
– María -le dije de nuevo, y busqué su mano-. Mira. El mundo es nuevo. ¿Lo ves?
Sonrió con discreción.
– Lo veo, Rabbí -dijo.
– Abraza a tus hermanos -la insté-. Y cuando veas los hermosos jardines de Jericó, párate a mirar las flores que te rodean.
– Amén, Rabbí -dijo.
Los sirvientes me trajeron un bulto con mis ropas gastadas y mis sandalias rotas. También me proporcionaron un bastón para caminar. -¿Adonde te diriges? -preguntó Ravid.
– Voy a ver a mi pariente Juan hijo de Zacarías, en el río, hacia el norte. He de encontrarle.
– Camina aprisa y ten cuidado, mi señor -dijo Ravid-. El rey está muy irritado con él. Dicen que sus días están contados.
Asentí. Abracé uno por uno a los presentes, a los hermanos, a las mujeres, a los esclavos que me habían bañado. Levanté la mano para despedirme de los porteadores, que descansaban a la sombra de las palmeras.
Me ofrecieron oro, me ofrecieron comida y vino para el camino. No acepté nada, excepto un sorbo final y delicioso de agua.
Miré mi nueva túnica y mis espléndidos vestidos. Miré las elegantes sandalias. Sonreí.
– Buena ropa -murmuré-. Nunca me había visto vestido de esta guisa.
Soplaba el viento seco del desierto.
– No es nada, mi señor, es lo mínimo, menos que lo mínimo -dijo Ravid, y los demás corroboraron su opinión y la repitieron.
– Habéis sido muy generosos conmigo -dije-. Me habéis vestido adecuadamente, porque me dirijo a una boda.
– Mi señor, come poco y un bocado pequeño cada vez -dijo la mujer que me había alimentado-. Todavía estás débil y febril.
Le besé los dedos y asentí.
Eché a caminar hacia el norte.
24
Como antes, reinaba la alegría entre quienes se agolpaban junto al río, que la contagiaban a los peregrinos que iban y venían. La multitud era mayor que antes, y el número de soldados había aumentado considerablemente, con grupos de romanos aquí y allá, y muchos soldados del rey observándolo todo ociosamente, aunque nadie parecía hacer caso de ellos.
El río Jordán estaba crecido y fluía con rapidez. Nos encontrábamos al sur, muy cerca del man.
Mi primo Juan estaba sentado en una roca junto a la corriente, contemplando a sus discípulos mientras éstos bautizaban a hombres y mujeres arrodillados.
Juan se irguió de pronto, como si una súbita visión lo arrancara de los pensamientos que lo absorbían. Yo me acercaba despacio, pasando entre la gente con la mirada fija en él.
Puesto en pie, me señaló con el dedo. -¡El Cordero de Dios! -gritó-. El Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.
Fue como un toque de clarín, y todas las cabezas se volvieron.
Mi primo más joven, Juan hijo de Zebedeo, entregó a Juan la concha que sostenía.
Mi mirada se cruzó con la de Juan hijo de Zacarías por un instante. Yo la desvié despacio, con deliberación, hacia el grupo de soldados que había a mi izquierda y luego hacia los de la derecha. Juan alzó la barbilla e hizo una discreta seña de entendimiento. Lo correspondí.
Sentí un escalofrío. Se hizo una oscuridad repentina, como si las lejanas montañas se hubieran alzado hacia el cielo y ocultaran el sol. El resplandor del río desapareció. El rostro radiante de Juan se desvaneció. Mi corazón se enfrió y encogió, pero al punto volvió a calentarse y sentí sus latidos. El sol volvió a caer sobre el agua y la hizo llamear. Juan hijo de Zebedeo y otro discípulo se acercaron a mí.
La multitud mostraba de nuevo una alegría bulliciosa y se oían voces felices. -¿Dónde te alojas, Rabbí? -preguntó Juan hijo de Zebedeo-. Soy pariente tuyo.
– Sé quién eres -dije-. Ven conmigo y lo verás. Me dirijo a Cafarnaum, y voy a alojarme en casa del recaudador de impuestos.
Seguí caminando. Mi joven primo me acosaba a preguntas.
– Mi señor, ¿qué quieres que hagamos? Mi señor, estamos a tu servicio.
Dinos, señor, lo que deseas de nosotros.
Contesté a todo con sonrisas plácidas. Faltaban horas para que llegáramos a Cafarnaum.
Ahora mi hermana Salomé la Menor vivía en Cafarnaum. Había quedado viuda con un hijo pequeño, y vivía con la familia de su marido, que estaba emparentada con nosotros y con Zebedeo. Yo quería visitarla.
Pero cuando llegamos a Cafarnaum, Andrés bar Jonah, que nos había acompañado a Juan y a mí desde el Jordán, fue a contarle a su hermano Simón que había encontrado al Mesías verdadero. Se dirigió a la orilla del mar y yo le seguí. Vi a su hermano Simón, que estaba varando su barca, y con él a Zebedeo, el padre de Juan, que llevaba en su barca a Santiago, el hermano de Juan.