Toda la procesión bajó la calle, pasando delante de los portales iluminados y los rostros radiantes y las manos que aplaudían. Los niños corrían delante, algunos enarbolando lámparas sujetas a unos palos. Otros llevaban velas, y protegían las llamas de la brisa con sus pequeñas manos.
Las mujeres alzaron otra vez sus tamboriles. De los patios y umbrales de las casas salieron más personas con arpas, cuernos y tambores. Aquí y allá sonaban las notas metálicas del sistro o de unos cascabeles que se agitaban.
Se oyeron voces que entonaban una canción.
Cuando la multitud llegó al camino de Cana, todos pudimos admirar el increíble espectáculo de las antorchas a uno y otro lado, señalando el camino hasta donde alcanzaba la vista. Otras antorchas venían hacia nosotros desde las laderas lejanas y cruzando los campos oscuros.
El pabellón avanzaba ahora desplegado en toda su anchura. Se lanzaban al aire pétalos de flores. La música sonó más fuerte y más rápida, y mientras la novia caminaba en medio de su falange de mujeres, con los hombres colocados a los lados, delante y detrás de ellas, comenzaron las danzas.
Rubén y Jasón bailaban a izquierda y derecha, sujetos el uno al otro por los brazos, moviendo un pie hacia un lado por encima del otro, luego de nuevo atrás, balanceándose, gesticulando, cantando al ritmo de la música, con el brazo libre alzado sobre la cabeza.
Se formaron largas hileras a ambos lados de la procesión. Me metí en una de ellas y bailé con mis tíos y hermanos. El pequeño Shabi, Yaqim, Isaac y los demás jóvenes daban saltos y volteretas en el aire, acompañados de alegres palmadas.
Y a cada paso y cada giro el camino brillaba con una luz rica e invitadora.
Más y más antorchas se aproximaban. Más y más aldeanos se unían a nuestra procesión.
Y así continuó hasta que entramos en las enormes habitaciones de la casa de Hananel.
El se levantó de su canapé en el amplio comedor para recibir a la novia de su nieto con los brazos abiertos. Dio sendos apretones de manos a Santiago y Shemayah. -¡Entra, hija mía! -dijo Hananel-. Entra en mi casa y casa de tu esposo.
Bendito el Señor, que te ha traído a este lugar, hija mía, bendita la memoria de tu madre, bendito sea tu padre, bendito mi nieto Rubén. ¡Entra ahora en tu casa! ¡Sé bienvenida, colmada de bendiciones y felicidad!
Se volvió y abrió el camino entre los candelabros encendidos, para que la novia y todas sus mujeres entraran en el comedor y las habitaciones dispuestas para ellas, en las que podrían festejar y bailar a su gusto. De las numerosas arcadas de la sala del banquete se desplegaron cortinajes de lino orlados de púrpura y oro y adornados con flecos también de púrpura y oro, para separar a las mujeres de los hombres; eran velos que permitían el paso de las risas, las canciones, la música y la alegría, pero dejaban a las mujeres la libertad de convertirse únicamente en pálidas sombras distantes de la estrepitosa diversión de los hombres.
Bajo los altos techos de la casa estalló la música. Los cuernos se entrelazaron con los pífanos, en melodías alegres puntuadas como antes por el ritmo de los tamboriles.
Se habían dispuesto grandes mesas en todas las habitaciones principales, y asientos para Shemayah y todos los hombres de la familia de su hija que habían venido con él, y para Rubén, y para Jasón, y para los rabinos de Cana y Nazaret, y para el grupo de hombres de mérito, amigos de Hananel presentes para la ocasión, a algunos de los cuales conocíamos.
A través de las puertas abiertas vimos grandes tiendas levantadas sobre la hierba verde, así como alfombras tendidas por todas partes y mesas a las que cualquiera podía sentarse, bien en taburetes o bien directamente sobre las alfombras, según la preferencia de cada cual. En medio de todo ello, los candelabros ardían con centenares de pequeños destellos.
Aparecieron suculentas bandejas de comida, y el vapor se elevaba sobre el cordero asado, las frutas relucientes, los pasteles especiados, las galletas de miel y las pilas de uvas, dátiles y nueces.
En todas partes, hombres y mujeres acudían a las tinajas repletas de agua para lavarse las manos con la ayuda de los sirvientes colocados junto a ellas.
En cada sala del banquete había siete grandes tinajas en hilera. Y otra hilera de siete había sido dispuesta en el interior de cada tienda.
Los sirvientes vertían agua sobre las manos tendidas de los invitados, les ofrecían paños de lino blanco para secarse y arrojaban el agua usada en recipientes de plata y oro.
La música y el aroma de las bandejas repletas se mezclaron, y por un momento, mientras estaba en el gran patio, en medio de todo aquello, contemplando los diversos grupos de invitados e incluso los discretos velos que nos separaban de las figuras de las mujeres que bailaban, me pareció que me encontraba en un mundo intacto de felicidad pura al que el mal ni siquiera podía aproximarse. Éramos como una gran pradera de flores de primavera mecidas por una suave brisa.
Me olvidé de mí mismo. Yo no era nada ni nadie, salvo una partícula de aquello.
Salí a través de las filas de bailarines, más allá de las mesas magníficamente dispuestas, y atisbé -como hago siempre, como siempre había hecho- las lámparas del cielo, allá en lo alto.
Me pareció que aquellas lámparas celestes eran, incluso aquí, el tesoro hondo y privado de cada alma en particular. ¿Podría yo dejar de morir? ¿Podría no disolverse esta piel, y ascender, como imaginaba a menudo, ingrávido y resplandeciente hasta donde me esperaban las estrellas?
Oh, si sólo pudiera detener el Tiempo, detenerlo allí, para siempre en medio de aquel gran banquete, y dejar que todo el mundo viniera en procesión, en el Tiempo y más allá del Tiempo, hasta este lugar; a sumarse a los bailes, al festín de estas mesas rebosantes, a reír, cantar y llorar en medio de las lámparas humeantes y las velas temblorosas. Si pudiera rescatar todo esto, en medio de esta música hermosa y embriagadora, rescatarlo todo, desde la juventud radiante hasta los ancianos con su paciencia y su dulzura, y sus brotes inesperados y arrebatadores de esperanza. Si pudiera reunidos a todos en un gran abrazo. Pero no iba a suceder. El Tiempo batía como baten las manos la membrana de los tamboriles, como golpean los pies el mármol o la hierba suave.
El Tiempo batía y a veces, como le dije al Tentador cuando me tentó a detener el Tiempo para siempre, en el Tiempo está el germen de cosas que aún no han nacido. Un escalofrío oscuro me recorrió, un gran frío. Pero eran sólo el escalofrío y el miedo que conoce todo hombre nacido.
No lo reprimí, no llegué a arrojarlo de mí en un momento como aquél de misteriosa alegría. Quise vivirlo, rendirme a él, alargarlo, descubrir en él lo que yo debía hacer, fuera lo que fuere, pues estaba apenas en su inicio.
Miré alrededor, las muchas caras sudorosas y sofocadas. Vi a Juan el Joven y Mateo, a Pedro, Andrés y a Nathanael, todos ellos bailando. Vi a Hananel llorar abrazado a su nieto, que le ofrecía una copa para que bebiera, y a Jasón abrazado a los dos, tan feliz y orgulloso.
Mis ojos recorrieron toda la reunión. Sin ser advertido, paseé por las distintas salas. Caminé bajo las tiendas. Crucé el patio con sus grandes velones enhiestos y sus antorchas colgadas en alto. Atisbé por encima del hombro los grupos silenciosos de mujeres reunidas al otro lado de los cortinajes.
Dejé que mi mente saliera fuera de mí y fuera allá donde el hombre no puede llegar.
Abigail, con el velo alzado ya que sólo la acompañaban los niños en la cámara nupcial, tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Ana la Muda estaba sentada en un taburete, a sus pies.
Vi con el ojo de mi mente con la misma claridad y de forma simultánea el instante, en el patio de nuestra casa, donde Rubén le había dicho: «Mi amada, estabas destinada para mí desde el principio del mundo.»
Mi corazón se llenó de dolor; se bañó en dolor.
«Adiós, mi amada bendita.»