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Hananel lo observaba todo con atención, pero nadie le miraba a él. La gente pasaba a su lado, le felicitaba, le daba las gracias, le bendecía. Pero no se daban cuenta en realidad de que estaba allí. Muy despacio, volvió a ocupar su lugar en la mesa. Se sentó e intervino en la alegre conversación que sostenían Nathanael y Jasón. Pero sus ojos seguían fijos en mí.

– Mi señor, ya está hecho -anunció el jefe de los criados, frente a la hilera de las tinajas. Yo señalé con un gesto una bandeja vecina con copas, sólo una de las muchas que había dispuestas en las salas.

Oí en mi mente la voz del Tentador en el desierto. «¡Esa manía tuya! ¡Cómo, eso no habría sido un problema para Elías!»

Miré al jefe de los criados. Vi la tensión y casi la desesperación en sus ojos.

Vi el miedo en los rostros de los demás.

– Llena ahora esta copa de la tinaja -dije-. Y llévala a Jasón, el amigo del novio que está sentado al lado del amo. ¿No es él el maestresala de la fiesta?

– Sí, mi señor -respondió el criado en tono cansado. Sumergió el catavino en la tinaja, y dejó escapar un largo suspiro de asombro.

El líquido rojo brillaba a la luz de las velas. Los discípulos vieron cómo el contenido del catavino era vertido en la copa que sostenía el criado.

Sentí en mi piel el mismo frío de la orilla del Jordán, una especie de cosquilleo agradable que desapareció con la misma rapidez y silencio con que había venido.

– Llévasela -dije al criado, y señalé a Jasón.

Mi tío parecía incapaz de reír o hablar. Todos los discípulos retenían el aliento.

El criado se apresuró a entrar en la sala del banquete y rodear la mesa.

Entregó la copa a Jasón.

Atendí para que sus palabras me llegaran en medio del bullicio de la fiesta.

– Este vino acaba de llegar -dijo el criado, temblando, casi incapaz de pronunciar las palabras.

Jasón bebió un largo trago, sin vacilan -¡Mi señor! -dijo a Hananel-. ¡Qué espléndida idea has tenido! -Se puso en pie y bebió un nuevo sorbo de la copa-. La mayoría de las personas espera a que el primer vino haga efecto, y entonces sirve el de calidad inferior.

Tú has guardado el mejor vino para el final.

Hananel lo miró perplejo. Con una vocecilla neutra, dijo:

– Dame esa copa.

Jasón no se dio cuenta de la frialdad de su tono. Quiso reanudar su discusión con Nathanael, pero éste miraba fijamente más allá de la mesa, a las personas agrupadas en el patio junto a las tinajas.

Hananel bebió. Se retrepó en su asiento. Nos miramos el uno al otro, de lejos.

Los criados se acercaban presurosos a las tinajas y llenaban de vino vasos y copas. Una bandeja tras otra circuló en dirección a las mesas del banquete y las alfombras de las tiendas.

Nadie se dio cuenta de que Hananel me miraba, a excepción de Nathanael.

Este se puso en pie muy despacio y vino hacia nosotros.

Con el rabillo del ojo, vi que mi madre abandonaba su escondite en la puerta de la sala del banquete y desaparecía detrás de los tenues velos de gasa.

El joven Juan me besó la mano. Pedro se arrodilló y lo imitó. Los demás se apiñaron para besarme también la mano.

– No, parad -dije-. No debéis hacer eso.

Me volví y, cruzando el vestíbulo, salí al jardín abierto del otro lado de la casa, lejos del bullicio. Caminé hasta llegar al extremo más alejado del huerto tapiado, desde donde alcanzaba a ver las habitaciones de las mujeres, que daban a esa parte. Las arcadas estaban iluminadas por luces oscilantes.

Todos los discípulos estaban agrupados a mi alrededor. Santiago se acercó también, y lo mismo hicieron mis hermanos menores.

Cleofás también vino a colocarse delante de mí.

Jasón, Nathanael y Mateo salieron; Mateo discutía animadamente con el joven Juan y con uno de los criados, un muchacho muy joven que, tímido, se quedó atrás, inclinó la cabeza y se retiró. -¡Te digo que no me lo creo! -decía Mateo. -¿Cómo puedes decir que no te lo crees? -insistió el joven Juan-. Yo lo he visto. Les he visto llevar las tinajas al pozo. Les he visto volver con las tinajas llenas. He hablado con ellos. He visto sus caras. Lo he visto. ¿Cómo puedes quedarte ahí plantado y decir que no te lo crees?

– Eso explica que lo creas tú -dijo Jasón-, pero no que nosotros tengamos que creerlo. -Se precipitó hacia mí, apartando a los otros de su camino-. Yeshua, ¿tú aseguras que has hecho esto, que has convertido siete tinajas de agua en vino? -¡Cómo te atreves a hacerle esa pregunta! -saltó Pedro-. ¿Cuántos testigos hacen falta para que tú creas? Nosotros estábamos allí. Su tío estaba allí. -¡Vaya, eso no me lo creo! -exclamó mi hermano Santiago-. Cleofás, ¿tú mismo has sido testigo de lo que cuenta, que todo el vino que están sirviendo ahora era agua antes de que él lo cambiara? ¡Pues te digo que no puede ser!

De pronto, todos empezaron a hablar a la vez. Sólo Cleofás callaba, y seguía mirándome atentamente.

La noche se desvanecía, y en lo alto lucía el azul intenso del amanecer. Las estrellas, mis preciosas estrellas, aún eran visibles. Y en el interior de la casa seguían los cantos y las danzas. -¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó Cleofás.

Pensé un largo instante y luego respondí:

– Continuaré, de sorpresa en sorpresa. -¿Qué estáis hablando? -preguntó Santiago.

Empezaron a reñir otra vez. Jasón hizo gestos vehementes para reclamar silencio.

– Yeshua, te pido que digas a estos bobos crédulos que tú no has convertido el agua en vino.

Mi tío empezó a reír. Como siempre le ocurría, la risa empezaba en tono bajo, como un susurro que después iba ganando en intensidad. Seguía siendo una risa sorda, pero más oscura y más plena.

– Díselo -me pidió Santiago-. Nuestro joven primo se está cubriendo de ridículo con esa historia, y va a conseguir que además todo el mundo se ría de ti. Diles que eso no ha ocurrido.

– Ha ocurrido y todos lo hemos visto -dijo Pedro.

Andrés y Santiago hijo de Zebedeo apoyaron con vehemencia su afirmación.

Entonces mi hermano Santiago se llevó las manos a la cabeza.

– Creo que expulsaste al diablo de esa mujer -dijo Jasón-. Creo que puedes rezar para que deje de llover, y la lluvia para. Esas cosas sí, creo en esas cosas. Pero esto no, no lo acepto.

Cleofás se me acercó. -¿Qué vas a hacer? -dijo en voz baja, pero los demás lo oyeron-.

Cuando eras niño, muchas veces me pedías respuestas. ¿Lo recuerdas?

– Sí.

– Te dije que un día las respuestas me las darías tú. Y también te dije que yo explicaría todas las cosas que sabía.

– Sí.

– Bueno, ahora te digo: tú eres el Ungido. Eres Cristo el Señor. Y debes guiarnos a todos.

Pedro, los hijos de Zebedeo y Felipe asintieron, y dijeron que ellos también lo creían así.

– Debes guiarnos ahora, no tienes otra opción -dijo Cleofás-. Debes ir delante y enfrentarte a cuantos desafíen a Israel. Debes tomar las armas, como han predicho los profetas.

– No.

– Yeshua, no puedes eludir eso -dijo Cleofás-. Yo vi y oí en el Jordán. Y he visto el agua convertirse en vino.

– Sí, has visto esas cosas -dije-, pero yo no conduciré a nuestro pueblo a la batalla.

– Pero mira a tu alrededor -terció Jasón, acalorado-. Los tiempos lo exigen. Poncio Pilatos… bueno, él fue la razón de que Juan marchase al desierto. Fue Pilatos con sus malditos estandartes. Y la Casa de Caifás, ¿qué hicieron ellos para impedir ese desastre? Yeshua, tienes que llamar a Israel a que tome las armas.

– Hermano -dijo Santiago-, es así, sin la menor duda.

– No.

– Yeshua, las palabras de Isaías dicen que debes hacerlo -me recordó Cleofás.

– No me las cites, tío. Las conozco.

– Yeshua, si lo haces -dijo Santiago-, ¿cómo podemos fracasar? Hemos de tomar las armas. Es el momento que esperábamos, por el que rezábamos.