Si tú dices que has hecho…
– Oh, sé muy bien lo desilusionados que estáis todos -dije-. Y he visto en mi mente los ejércitos que podría dirigir y las victorias que podría alcanzar. ¿Cómo podéis pensar que no sé esas cosas?
– Entonces ¿por qué no aceptas tu destino? -preguntó Santiago con rencor -. ¿Por qué siempre te echas atrás?
– Santiago, ¿no comprendes lo que yo quiero? Mira las caras de los que te rodean y han visto salir el vino de las tinajas. Quiero dar un mensaje nuevo que incendie el mundo entero. Ese vino es nada menos que la sangre de mis venas. ¡He venido a mostrar el rostro del Señor a todo el ancho mundo!
Quedaron en silencio.
– El rostro del Señor -repetí. Miré intensamente a Santiago, y luego a Cleofás. Los miré a todos, uno por uno-. A todos quiero llevarles el rostro del Señor.
Silencio. Permanecían inmóviles y me miraban, emocionados pero sin atreverse a hablar. -¿No sabéis que todas las batallas que se libran con la espada son en definitiva batallas perdidas? -pregunté-. ¿No veis vosotros mismos que las Escrituras y la historia están llenas de batallas? ¿Qué sale de las batallas? No me habléis de Alejandro ni de Pompeyo ni de Augusto, de Germánico ni de César. No me habléis de estandartes, tanto si se han izado en los muros de Jerusalén como si se han perdido en la Selva de Teutoburgo, en el extremo norte. No me habléis del rey David ni de su hijo Salomón. ¡Miradme tal como estoy aquí! Quiero una victoria que sobrepase en mucho todo lo que ha sido escrito, con tinta o con sangre.
Seguí hablando contra su silencio.
– Y habéis de confiar en mí, y en que lo haré. ¡Ya sea a través de señales y maravillas, o llamando en particular a las personas, o en respuesta a peticiones puntuales., unas triviales y otras enormes! Yo os llamo a que me sigáis. A que lo descubráis a mi lado.
No hubo respuesta.
– Empieza ahora, en esta boda -dije-. Y el vino que habéis bebido es para todo el mundo. Israel era el recipiente, sí, pero el vino fluye de ahora en adelante para todos. Oh, desearía poder señalar este momento como el del triunfo final, esta hermosa mañana con su cielo pálido y tranquilo. Desearía poder abrir las puertas para que todos beban de este vino aquí y ahora, y todo el dolor, el sufrimiento y la inquietud desaparezcan.»Pero no he nacido para esto. He nacido para encontrar la manera de hacerlo a lo largo del Tiempo. Sí, éste es el tiempo de Poncio Pilatos. Sí, es el tiempo de José Caifás. Sí, es el tiempo de Tiberio César. Pero esos hombres no significan nada para mí. He entrado en la historia para todos los hombres. Y no voy a detenerme. Y seguiré decepcionándoos, y no sé a qué pueblo o qué ciudad me dirigiré ahora, sólo sé que iré a proclamar que el Reino de Dios ha venido a nosotros, que todos hemos de volvernos y prestarle atención, y predicaré allí donde mi Padre me diga que debo hacerlo, y encontraré ante mí el auditorio, y las sorpresas, que Él me tiene reservados.
– Nosotros vamos contigo, maestro -susurró Pedro.
– Contigo, Rabbí -dijo Juan.
– Yeshua, te lo ruego -dijo Santiago en voz baja-. El Señor nos dio su Ley en el Sinaí. ¿Qué estás diciendo, que pretendes ir a vagabundear por pueblos y ciudades? ¿A curar a los enfermos amontonados al borde de los caminos? ¿A obrar maravillas como ésta en una aldea tan diminuta como Cana?
– Santiago, te quiero -dije-. Cree en mí. Los cielos y la tierra fueron creados para ti, Santiago. Llegarás a entenderlo.
– Tengo miedo por ti, hermano -repuso.
– Yo tengo miedo por mí mismo -dije, y le sonreí.
– Estamos contigo, Rabbí -afirmó Nathanael.
Andrés y Santiago hijo de Zebedeo dijeron lo mismo. Mi tío asintió y dejó que los otros se interpusieran entre nosotros, con su clamoreo y sus brazos tendidos.
Mi madre se había acercado en algún momento mientras estábamos allí, y se mantenía apartada, escuchando quizás, o sencillamente observando. No lo supe. Salomé la Menor, mi hermana, estaba también allí, y llevaba de la mano al pequeño Tobías.
Detrás de ellos, y hacia la izquierda, en el extremo del huerto más alejado de nosotros, en medio de un bosquecillo de árboles iluminados por la luz de la mañana, una pequeña figura vuelta de espaldas se movía cadenciosamente a uno y otro lado, inclinando la cabeza cubierta por un velo.
Frágil y solitaria, la bailarina parecía saludar al sol naciente.
Salomé la Menor se adelantó.
– Yeshua, ahora tenemos que volver a Cafarnaum -le dijo-. Ven allí con nosotros.
– Sí, Rabbí, volvamos a Cafarnaum -dijo Pedro.
– Iremos contigo allá donde vayas -declaró Juan.
Pensé unos instantes y luego asentí.
– Preparaos para el viaje -dije-. Y a quienes no venís, tendremos que deciros adiós, de momento.
Santiago estaba apenado. Sacudió la cabeza, y volvió la espalda. Mis hermanos lo rodearon, perplejos y desolados.
– Yeshua -dijo Jasón-, ¿quieres que vaya yo contigo? -Su rostro estaba lleno de una urgencia inocente. -¿Puedes abandonarlo todo y seguirme, Jasón? -le pregunté.
Se quedó mirándome, sin expresión. Luego frunció el entrecejo y bajó los ojos. Se sentía dolido y desgarrado.
Miré de nuevo hacia la pequeña figura del extremo del huerto.
Hice un gesto de que me esperaran allí y crucé el huerto en dirección a la bailarina, que seguía con la cara vuelta a la luz que llegaba de lo alto de la tapia.
Recorrí toda la longitud de la casa, pasando delante de las habitaciones de las mujeres, protegidas con cortinas. Pisé los pétalos caídos sobre los que antes habían bailado los invitados.
Me coloqué detrás de la pequeña figura, que se movía al ritmo de la percusión de unos tambores distantes. -¡Ana! -llamé.
Se sobresaltó y se dio la vuelta. Me miró y luego sus ojos se movieron en todas direcciones, hacia los pájaros posados en las ramas de los árboles, sobre su cabeza, y las palomas que zureaban sobre el tejado. Miró la casa, llena aún de luces, movimiento y ruido, un insistente y hermoso sonido rítmico.
– Ana -repetí, y le sonreí. Me llevé la mano al pecho-. Yeshua -dije. Abrí mi mano y la apreté contra mi pecho-. Yeshua.
Posé con suavidad mi mano en su garganta.
Ella se esforzó, con los ojos muy abiertos, y por fin susurró: -¡Yeshua! -Estaba pálida por la emoción-, ¡Yeshua! -gritó con voz ronca. Y luego, en voz alta-: ¡Yeshua! -Y lo repetía.
– Escúchame -dije, y puse la mano en su oído y luego sobre mi corazón, los viejos gestos-. Escucha Israel -dije-, el Señor es nuestro único Dios.
Empezó a pronunciar las palabras. Yo las repetí, esta vez con los gestos que nos había visto hacer para ella cuando rezábamos todos los días. Repetí una vez más, y a la tercera vez ella recitó las palabras conmigo.
– Escucha Israel. El Señor es nuestro único Dios.
La abracé, y luego me volví para reunirme con los demás.
Y salimos al camino.
Anne Rice