Jonny se acercó con afectación al mostrador.
– ¿Puedo ayudarla?
– Busco una pluma para enviarla como regalo a un amigo en Alemania.
Meehan no había oído aquel acento desde que Rolf lo entregó al Consulado Británico. Se volvió y le espetó:
– ¿Sind sie Deutschl?
La mujer levantó la vista, sorprendida y encantada, y se acercó inmediatamente a él.
– ¿Es usted de Alemania del Este? -preguntó Meehan.
Meehan la miraba a los ojos verde mar mientras hablaba, pero su atención estaba concentrada en la periferia. Era alta y rubia, llevaba un elegante abrigo de piel de leopardo con ribete de cuero y un cinturón a juego, ajustado para mostrar su esbelta cintura. Tenía las uñas pintadas de beis y sostenía un par de guantes de gamuza beis a juego con el bolso. Tiraba de los guantes una y otra vez con la mano libre. Era demasiado bella para lo que corría por Glasgow, demasiado portentosa para el mostrador de plumas de Lewis, y eso le hizo sospechar.
Meehan había llegado a esperarlos. Después de la fuga de Albert Blake y de que se descubriera el radiotransmisor en su celda, el Servicio Secreto había vuelto a buscarle y le hicieron repetir la información que les había dado voluntariamente en Alemania occidental después de que Rolf lo entregara. Lo trasladaron tres meses a una celda de aislamiento en la que le daban las comidas por una mirilla y su único contacto humano eran las visitas periódicas del Servicio, que eran alternativamente tranquilas y enojadas, pacíficas y amenazantes. No podía decirles que no tenía lealtades, ni hacia ellos ni hacia el Este, donde los vigilantes no te estrechaban la mano, y Rolf pudo fingir que le caía bien durante un año y medio. Las únicas personas a las que Meehan era fiel eran sus compañeros y su familia, y ni siquiera a ellos los apreciaba tanto.
Lo soltaron bajo fianza, pero lo seguían todo el tiempo. A menudo, se fijaba en tipos bien vestidos que vigilaban la puerta de su casa en los bloques de apartamentos de Gorbals. Habían visto a un desconocido usar una llave para entrar y salir de casa de su madre un día en que todos estaban en el trabajo. El teléfono hizo un fuerte clic después de que lo cogieran. Si Meehan hacía un trato por teléfono, un solitario inmaculado con corte de pelo de policía estaría en el pub, en el club o en la cafetería cuando él llegara, leyendo siempre un periódico pero sin pasar nunca página.
Pero aquella mujer era una belleza, y no era de la policía; definitivamente, tenía que ser del Servicio Secreto.
– ¿Y qué le ha traído por Glasgow? -le preguntó.
– Mi esposo es inglés, del cuerpo diplomático, y estamos destinados aquí-. Su mirada se desvió de la suya al mostrador de cristal, y en voz muy baja añadió-: Su trabajo es muy secreto.
Fue torpe y poco sofisticado, pero ella no se avergonzó como Rolf cuando Meehan se dio cuenta de que lo despreciaba, no se incomodó lo más mínimo. Él quería demostrarle que lo sabía, decirle que sabía quién era y qué había venido a hacer, pero era maravillosa y existía una muy remota posibilidad de tocarla.
Señaló la pluma que había delante de ella.
– ¿ Le gustaría ver una de éstas?
– No, gracias. Sólo estoy mirando por curiosidad. ¿Cómo es que habla usted alemán?
Meehan se encogió de hombros.
– Viví allí una temporada. -Habría dicho que fue en el Este para tener más tema de conversación, pero no sabía dónde lo habían tenido Rolf y sus compinches -. En Frankfurt.
– Sin embargo, su acento parece del Este -dijo a la vez que levantaba sus rejas perfectas.
Meehan trató de no sonreír: no había hablado lo bastante como para que ella pudiera detectar su acento.
– No conozco a mucha gente por aquí que hable alemán -se tocó delicadamente la cabellera rubia, con lo que atrajo su mirada hacia las complejidades de su colorido-. Me encuentro bastante sola.
Jonny miró a Meehan y apretó los labios con gesto de aprobación. Se alejó del extremo del mostrador para dejarlos solos. Meehan sacó unas cuantas plumas de debajo del mostrador y dejó que ella las mirara; las levantaba y las iba dejando alternativamente. Sus dedos se tocaron una vez cuando él le entregó una Cross con un plumón caligráfico y le tocó la parte interior de la muñeca con la punta del dedo. Su mano era suave y cálida como la mantequilla, y habría renunciado a su trabajo sólo por acariciarla con los labios. Empezó a sudar.
Era una rubia extraordinaria de veinticinco años, vestida como Miss Universo. Meehan sabía lo que él parecía: medía metro setenta, tenía el cutis con marcas de acné y no estaba nada en forma. Si se arreglaba, no era ningún bombón, pero con aquel blazer de uniforme barato y detrás de un mostrador debía de parecer patético.
– Bueno, ha sido un placer conocerle -dijo ella a la vez que le tendía la mano-. ¿Tal vez pueda volver algún momento y hablarle en alemán?
– Das ware schón -dijo él, y le tomó la mano con la intención de estrechársela con firmeza pero con profesionalidad. La mujer colocó su linda mano en la de él y, al retirarla, dobló los dedos, acariciando así toda su palma y provocándole un ligero babeo. Entonces, giró sobre sus tacones perfectos y se alejó taconeando.
Jonny no tardó un segundo en personarse a su lado.
– Patrick, eres un lince con las damas. Jamás lo habría dicho. ¿Va a volver? ¿Qué ha sido lo que le has dicho?
– Ha dicho que volvería. -Meehan recuperó el aliento-. Y yo le he contestado que sería un placer.
– Ese abrigo… -dijo Jonny mientras captaba una última imagen de ella dirigiéndose a las escaleras de la salida-, de París, por la pinta que tiene.
II
Al cabo de dos meses, Meehan dejó el trabajo sin haberle contado nunca a Jonny la verdad sobre ella. La bella alemana se le apareció sólo otra vez, en el pub en el que estaba a punto de encontrarse con James Griffiths antes de su expedición de reconocimiento a Stranraer.
Habían quedado en verse por teléfono, y Griffiths dijo el nombre del pub. No era muy brillante y fue incapaz de recordar el código. Paddy se conformaba con que no hubiera dicho también por teléfono «robo de la oficina de impuestos» y «Stranraer».
Cuando entró en el pub, la mujer estaba sola. Tomaba una limonada pequeña de pie en la barra. Conversó con Meehan y parecía sorprendida de volverse a encontrar con él, sin problemas para recordar dónde se habían visto antes. Meehan no reaccionó bien: sabía que estaba allí gracias al error de Griffiths y se mostró receloso y preocupado. Fue un poco descortés con ella. La mujer volvía a llevar el mismo abrigo, pero esa vez llevaba tacones más altos, zapatos de salón beis y un fular azul cielo alrededor del cuello. Cuando se marchó, toda la clientela del pub se volvió a mirarla, y se quedó observando cómo la puerta se cerraba y volvía a abrirse por el rebote, para captar así una última visión de su tobillo perfecto.
Más tarde, después de la muerte de Rachel Ross, durante sus siete largos años de confinamiento solitario, Meehan recordaba a la mujer y la manera en que deslizó la mano por la suya, la manera en que movía las caderas dentro del abrigo, cómo sus labios untados de carmín se pegaban el uno al otro cuando hablaba. Jamás había visto a una mujer tan bella fuera de las pantallas del cine. Se preguntaba si podía haber sido suya en otra vida. Si hubiera sido un tipo con estudios, si hubiera nacido unos kilómetros más al oeste o al sur de los Gorbals, tal vez habría sido un tipo rico y encantador, un sofisticado lingüista, un pintor o un poeta, merecedor de una mujer como ella.
Le inventó una historia: era espía, sí, pero la habían obligado a serlo después de que se fugara del Este. Los británicos la amenazaron con volverla a entregar si se negaba a trabajar para ellos. Estaba casada con un hombre guapo que tenía un trabajo en el campo de la ciencia, pero había muerto joven y se había quedado sola. A Meehan, le gustaba pensar que, aunque era guapo, el marido muerto podía haber sido un tipo bajo y con la piel problemática, y que Meehan podía recordárselo un poco. Ella se convirtió en una luz dorada de los años oscuros que lo esperaban. Era lo único bueno que había después del Este, de Stranraer y de los posteriores años de infierno: haber estado atrapado en medio de todo aquello significaba haberla conocido.