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– Podría hacer de Samantha, tu adorable asistente. -Se dio unas palmaditas al pelo-. Añadir un poco de glamur a la función.

Paddy sonrió aun sin querer. Terry era arrogante; lo había visto aliarse con cierta gente en la redacción, con los listos que elegían las buenas noticias y sabían lo que pasaba. Era descaradamente ambicioso, y estaba ansioso por abrirse un espacio propio en el mundo. Si besaba a una chica, no iba a mostrarse mojigato al respecto. Él no era de los que trabajaban anónimamente con los pobres, ni de los que se negaban a mantener relaciones sexuales hasta la noche de bodas. Él era el anti-Sean.

– Sé dónde vive uno de los chicos. Estuve en su casa.

– Entonces, ¿es pariente tuyo?

Paddy no quería mencionar a Sean, quería mantenerlos separados.

– Un pariente lejano.

– ¿Por eso tienes tanto interés en el caso?

– No, estoy interesada porque la policía se está saltando muchas cosas. Los chicos desaparecieron durante horas. Luego, se llevaron al pequeño más allá de Barnhill, que es donde ellos viven. Allí hay kilómetros de terreno abandonado y lleno de maleza, pero ellos se lo llevaron mucho más lejos, a Steps. Después, supuestamente, cruzaron la vía, perpetraron el crimen y tomaron otro tren de vuelta a la ciudad, pero nadie los vio ni en el tren, ni en el parque de columpios, ni cuando iban de vuelta a Barnhill. Por lo que sabemos, los podrían haber llevado de vuelta en helicóptero.

– Fueron vistos en el tren. El viernes pasado apareció un testigo.

A ella se le encogió un poco el corazón.

– Los testigos se pueden equivocar.

– Éste parece bastante sólido: es una mujer mayor, no es el típico buscador de fama. La policía debe de estar muy segura, porque de lo contrario no habrían dicho nada de ella.

– Ya, bueno. -Paddy sorbió un poco de su té-. Sólo porque estén seguros…

Miraron los ecos de los coches y autobuses que pasaban frente a la ventana empañada. Paddy quería hablarle de Abraham Ross, de cómo la policía se había asegurado de que elegía a Meehan en una rueda de reconocimiento. El señor Ross estaba seguro de que Meehan era el culpable. Se desmayó de lo seguro que estaba, pero cambió de opinión justo antes del juicio. Los testigos podían estar influidos, podían cambiar de opinión. Esa mujer podía ser una idiota.

– Yo tengo coche -dijo Terry de pronto, vacilando porque sonaba como si estuviera fanfarroneando. Se miraron el uno al otro y se echaron a reír.

– Pues qué bien -dijo Paddy-. Yo soy capaz de comerme mi propio peso en huevos duros.

Lo dijo en parte como referencia a su dieta milagrosa, en parte como fanfarronada sin sentido. Terry no entendió ninguno de los dos sentidos, pero le pareció terriblemente divertido, tan divertido que perdió su sonrisa indecisa a favor de una carcajada abierta y sonora. Para ser una primera conversación con el objeto de un enamoramiento a distancia de larga duración, estaba saliendo increíblemente bien.

– No -dijo él-, no lo decía para presumir de coche. Lo que quería decir es si quieres venir a Barnhill conmigo para echar un vistazo. Mañana estoy liado, pero podríamos ir el viernes, después del trabajo.

Dudó. El sábado era San Valentín, y a ella le habría gustado estar en casa el viernes para esperar la llamada de reconciliación de Sean.

– Me sentiría más protegido -prosiguió él-. Es un barrio un poco duro, y yo soy un aficionado, no un luchador.

Era la primera vez en su vida que Paddy oía a un tipo de Glasgow reconocerse abiertamente incapaz de vencer a cualquiera, independientemente de las circunstancias, en una pelea.

– Necesitarás la protección. Aquello es un poco siniestro. ¿Podría ser el sábado por la tarde?

– Excelente -dijo Terry brindando con ella con su taza-. Si hacemos un buen equipo, tal vez podamos hacer también un par de párrafos sobre la marcha de apoyo a los de la huelga de hambre. -La marcha estaba prevista para el sábado, y todo el mundo en Glasgow sabía que habría altercados. Si se hubieran hablado, Trisha le habría prohibido ir-. Podrías traer tus ojos papistas y decirme lo que ves.

– ¿Cómo sabes que soy del Papa?

– ¿No es Patricia Meehan tu nombre secreto?

– No, mi nombre secreto es Patricia Elizabeth Mary Magdalene Meehan.

Él sonrió.

– ¿María Magdalena?

– Es mi nombre de confirmación -le explicó-. Cuando te confirmas, eliges a un santo que te gusta o al que quieres emular.

– ¿Y tú querías emular a una prostituta?

Ella sacudió la cabeza.

– Yo no sabía lo que hacía para ganarse la vida, y era la única mujer que trabajaba.

Se sonrieron.

– El sábado me va bien.

– Pero vayamos de día -dijo ella, por si acaso él pensaba que tenía alguna otra intención.

– Estupendo.

Paddy se inventó una mentira elaborada: quedaría con él, pero el sábado tendría un asunto urgente que resolver en el centro, de manera que sólo podrían quedar en el extremo más alejado de King Street, en una parada de autobús que estuviera lo bastante lejos del periódico como para estar seguros de que nadie los vería juntos. Terry le lanzó una sonrisa a través de la mesa mientras ella hacía los planes, sabiendo por qué lo hacía. Hasta la sospecha de pasar tiempo libre con un hombre del periódico podía equivaler a la muerte civil.

En el exterior del café, los autobuses de la hora del almuerzo pasaban traqueteando, llenos de mamás con niños pequeños y estudiantes del politécnico. Estaba en una callejuela de una carretera principal y fuera no tenía ni un cartel. Ella sólo lo conocía del tiempo en que Caroline estuvo en el Rotten Row, cuando dio a luz al pequeño Con.

– ¿Cómo me encontraste aquí arriba?

– Vienes mucho por aquí, ¿no? Te he visto.

Estas palabras quedaron colgando entre los dos, tan sorprendentes como un inesperado beso en los labios, y, de pronto, Terry pareció nervioso.

Le dio un golpecito en el brazo.

– Hasta pronto -dijo, y dio media vuelta para marcharse calle abajo como un transeúnte rápido y enojado.

Capítulo 25

La enfermedad de Dr. Pete

I

El jueves, el sol se olvidó de salir. Por las ventanas de la redacción, se veía la ciudad sumida en un crepúsculo permanente, con el cielo oscurecido por un banco de nubes negras y espesas. Todas las luces de la redacción brillaban con fuerza. Eran las dos de la tarde, pero parecía como si estuvieran en el estresante turno de medianoche, como si alguna catástrofe enorme hubiera ocurrido en medio de la noche, provocando que todos volvieran a la redacción para sacar una edición especial.

Paddy estaba buscando a Dr. Pete para preguntarle sobre Thomas Dempsie. Había recorrido todo el edificio haciendo recados, y se distinguió con tres carreras a la cantina en quince minutos. Keck le advirtió que se lo tomara con calma. Pete no estaba por ninguna parte, y el puñado de trabajadores del primer turno trabajaban anárquicamente sin éclass="underline" se mofaban de los subordinados y bebían en sus mesas a la vista del padre Richards y de los editores. A ellos, no les hacía ningún bien hacer gala tan ostensiblemente de su indolencia: a Richards, le resultaría mucho más difícil ponerse de su lado cuando la inevitable disputa surgiera.

Merodeaba por las escaleras traseras leyendo una prueba de página sobre un incendio casero en una fiesta en Deptford, cuando se topó con Dub.

– Si sigues buscando a Dr. Pete, yo acabo de bajar a buscar la medicación de Kevin Hatcher. Está sentado en el Press Bar solo. Parece ser que ha llamado diciendo que estaba enfermo.

– ¿Ha llamado diciendo que estaba enfermo, pero está en el bar?

– Sí.

– Pues vaya morro, ¿no?

– Desde luego.

Se encontró con Keck, que vagaba por la sección de Deportes, y le preguntó si podía dejarlo por hoy, porque el lunes se había quedado hasta tarde. Él le dijo que se marchara, encantado de deshacerse de ella: estaba trabajando tanto que los estaba haciendo quedar mal a él y a Dub.