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Hasta con las ventanillas cerradas y el fuerte ruido del motor, podían oír la manifestación por los presos en huelga de hambre a tres manzanas de allí. Cientos de voces masculinas gritaban al unísono, clamando por las calles vacías de la ciudad. Paddy había estado en manifestaciones por el desarme nuclear, donde el ruido era menos agresivo, y donde las consignas estaban suavizadas por las voces femeninas, pero aquello sonaba distinto, como un ejército enfurecido. De vez en cuando, se gritaba una consigna a la que respondía la masa. Doblaran por donde doblaran, el sonido parecía estar cada vez más cerca.

Con las indicaciones de Paddy, encontraron la casa de los Wilcox y se detuvieron junto a la acera. Al despliegue de cintas y lazos amarillos pegados a la barandilla, se habían añadido unos cuantos ramilletes de flores. Aparte de esto, la casa tenía el mismo aspecto de cuando había ido con McVie, pero las calles estaban desiertas. Aunque fuera sábado, los niños del barrio tenían prohibido salir a jugar a la calle por los altercados que podía haber en la ciudad. Una oleada de griterío subía colina arriba.

– Esto me gusta -dijo Terry-, me gusta merodear por ahí contigo, jugando a que somos periodistas.

Ella asintió:

– A mí también. Yo haré de Bob Woodward.

– Pues yo de Bernstein, sólo por esta vez. -Sonrió-. ¿No te preguntas nunca cómo debían sentirse esos tipos cuando se acostaban por la noche? No se limitaban a denunciar los fallos de la justicia, sino que los corregían. ¿No es fantástico? Es lo que yo quiero hacer.

– Yo también -dijo Paddy boquiabierta y asombrada por la perfección con la que había descrito su ambición de toda la vida-. Es lo que siempre he querido hacer.

Se miraron el uno al otro a los ojos, por una vez, sin que nada se interpusiera entre ellos. Paddy no podía despegar la vista, no quería hacerlo por si él quería decirle algo, y él le devolvió la mirada. Permanecieron así un momento, pegados como perros, mientras el pánico se acumulaba en la garganta de ella, hasta que despegaron los ojos, se aclararon las gargantas y recuperaron el aliento. Ella creyó haberlo oído musitar algo pero estaba demasiado impresionada para preguntar qué había dicho.

– Mira -Su voz repentina llenó el coche mientras señalaba a la casa de Gina, que estaba enfrente de él-. Allí está el callejón que lleva al parque de los columpios.

– ¿Ése? ¿Ah, sí? ¿Es ése? ¿Bajaron hasta allí?

– Nadie los vio, pero la policía todavía lo cree. -Se volvió a mirarlo pero se puso nerviosa y se quedó mirándole la oreja.

Lo oyeron antes de verlo, estridente y meciéndose en el aire; más que una melodía era un revoltijo de notas: el furgón de los helados se acercaba. De las puertas y los jardines de las casas, empezaron a salir niños a las aceras. Paddy se volvió y miró calle abajo, al lugar del aparcamiento en el que se congregaban. Algo de aquella imagen la inquietó.

Para ser sábado por la tarde, no había demasiada cola. Una joven madre con un bebé a la cadera y otro pequeño de cara sucia, acompañado de una hermana mayor, vigilaban la calle con rostros expectantes; los más pequeños estaban excitados ante la proximidad de los dulces, los más mayores no dejaban de mirar a su alrededor, a la defensiva y cautelosos por la manifestación, y por lo que le había ocurrido al pobre Brian Wilcox.

Terry suspiró:

– ¿Nos vamos?

Entonces, Paddy se dio cuenta de lo que chirriaba en la escena. La casa de Gina estaba en la parte superior de la calle. Los niños estaban esperando en el lugar equivocado: el señor del furgón de comestibles le había contado que el furgón del heladero paraba delante de la casa de Gina.

La música se oyó más fuerte cuando el furgón dobló la esquina, y la pequeña melodía rebotaba por los bloques de apartamentos y rodaba calle arriba hasta ellos.

– ¿Eh?

Miró a Terry. Esperaba una respuesta.

– ¿Qué? -dijo ella abruptamente.

– ¿Nos vamos?

Miró hacia atrás, calle abajo. Era posible que el heladero hubiera modificado su lugar de parada. Tal vez le pareciera insensible seguir parando frente a la casa de los Wilcox. Tal vez no quisieran que se hiciera aquella asociación y, por eso, se habían trasladado más abajo.

– Espera un minuto.

Abrió la puerta y salió a la calle; cerró la puerta del coche y buscó a alguien a quien preguntar. Un niño rubio con abrigo azul corría hacia ella, dirigiéndose hacia el pequeño grupo del heladero.

– Chico -lo llamó.

Él la ignoró y siguió corriendo hacia el furgón de helados.

– Chico -insistió, cortándole el paso-, te daré diez peniques.

El niño la miró y frenó. Era flaco y tenía el labio superior irritado hasta la nariz.

Paddy se sacó la moneda grande del bolsillo.

– ¿El furgón del heladero para siempre aquí?

– Sí. -Tendió la mano.

– ¿Siempre ha parado aquí, o sólo desde hace poco?

– Siempre. -Se lamió el labio superior con una lengua hábil.

– ¿No solía parar allí arriba? -Señaló otra vez a la casa de Gina Wilcox.

El chico se puso en jarras y le soltó un resoplido:

– Señora, no quiero que se me escape el heladero -dijo cortándola.

Paddy le dio su moneda y él prosiguió calle abajo. Terry la observaba con el ceño fruncido desde el interior del coche. Ella levantó un dedo y bajó hacia el furgón de los helados. Cuando estuvo a medio camino, el heladero puso el motor en marcha y el furgón empezaba a alejarse, dejando a los satisfechos niños comiendo felices. Paddy miró cómo pasaba junto al coche de Terry y la casa de los Wilcox, se perdía de vista y volvía a aparecer en el cruce, camino de Maryhill. La melodía ya no sonaba y no iba a parar de nuevo hasta mucho más tarde.

Se volvió otra vez hacia los niños. El niño del abrigo azul se aferraba a un ramillete de barritas de caramelo Curly Wurly mientras señalaba a Paddy y le contaba el origen de su riqueza a otro niño.

– ¿Alguna vez el heladero se paró en el otro lado? -Paddy señalaba la casa de los Wilcox.

– No -dijo el niño del abrigo, y las niñas pequeñas que lo rodeaban confirmaron su respuesta.

– Para aquí-dijo una niña regordeta con gafas.

– Siempre para aquí-dijo una niña más grande.

Paddy asintió con la cabeza.

– ¿A qué hora viene vuestro furgón de comestibles los sábados?

Los niños se miraron entre ellos con cara de no saber nada. Era una pregunta ridícula. La mayoría de ellos eran demasiado pequeños para saber las horas y desde luego, para predecir las pautas de aprovisionamiento de víveres.

– ¿Es por la tarde? ¿Pronto?

– Sí, viene pronto, pero sus chuches son muy malos -la informó el niño sin entender el objetivo de su pregunta.

Paddy les dio las gracias y regresó al coche, abrió la puerta y se apoyó en el techo, esperando.

– Terry, escúchame, volveré a la ciudad desde aquí. Tengo que pasar por casa. ¿Te parece bien?

Él frunció el ceño y asintió a la ventana.

– Claro, está bien. Sube y te dejo en la estación.

Ella dio un par de golpecitos al techo y miró carretera arriba.

– ¿No vuelves a la oficina a acabar?

– ¿Acabar qué?

– Acabar lo que estabas haciendo antes.

– Ah. -Sonrió y asintió con la cabeza de manera demasiado categórica-. Lo haré, sí.

Tenía en los ojos una expresión un poco suplicante. Paddy no pudo evitarlo. Se arrodilló sobre el asiento de plástico arrugado, se inclinó hacia él, le dio un beso tierno en la mejilla y se separó antes de que él pudiera reaccionar.