– Vaya -le sonrió-. Es toda una sorpresa. ¿Cómo estás?
– Bien -mintió-. ¿Está Raúl?
Su hermana pareció sorprenderse por la pregunta.
– ¿Es un chiste? -sonrió-. Pasa.
– No, tengo prisa.
Ella no ocultó su disgusto.
– ¿No conoces a Raúl? El fin de semana no aparece por casa. ¿Por qué iba a estar aquí un sábado por la mañana habiendo after hours?
– ¿Sabes dónde podría encontrarlo?
– No es de los que dicen dónde va, ni tampoco de los que hacen planes previos. Si tú no lo sabes, menos lo sé yo. ¿Por qué lo buscas?
– Necesito una información urgente.
– Pues hasta el lunes…
Se dio cuenta de que ella aún pensaba que era una excusa, así que se rindió definitivamente.
– Vale, gracias.
Julia se encogió de hombros.
– Estoy sola -le dijo-. Y aburrida.
– Y yo de exámenes.
Ya estaba en la escalera.
La hermana de Raúl cerró la puerta sin darle tiempo a despedirse.
27
Vicente Espinós aparcó el coche sobre la acera directamente, y bajó de él sin prisa. No cerró la puerta con llave. Sólo un idiota se lo robaría, a pesar de no llevar ningún distintivo que indicase que era un coche policial. Luego salvó la breve distancia que le separaba de la entrada de la pensión Ágata.
No había nadie dentro, pero no tuvo que esperar demasiado. Un hombre calvo, bajito, con una camiseta sudada, apareció de detrás de una cortina hecha con clips unidos unos a otros. Su ánimo decreció al verlo y reconocerlo.
– Hola, Benito -le saludó el policía.
– Hola, inspector, ¿qué le trae por aquí?
No había alegría ni efusividad en su voz, sólo respeto, y un vano intento de parecer tranquilo, distendido.
– Busco al Mosca.
– Moscas tenemos muchas…
– Benito, que no tengo el día.
– Perdone, inspector.
Por la cortina apareció alguien más, una mujer, entrada en años, pero aún carnosa y sugestiva. Iba muy ceñida, luciendo sus caducos encantos. Le sacaba toda la cabeza al calvo.
– ¡Inspector! -cantó con apariencia feliz.
– Hola, Ágata -la saludó él.
– Está buscando al Mosca -la informó Benito.
– El bueno de Policarpo -suspiró la mujer-. ¿En qué lío se ha metido ahora, inspector?
– Sólo quiero hablarle de un par de cosas, nada importante.
– Pues tendrá que buscar en otra parte -dijo Ágata.
– Se marchó hace dos meses -concluyó Benito.
– ¿Adónde?
– ¿Quién lo sabe? -fingió indiferencia ella-. Ésta es una pensión familiar, y barata. Cuando algunos ganan un poco de dinero, siempre intentan buscar algo que creen que es mejor.
– El mundo está lleno de desagradecidos -apostilló el hombre.
– ¿Trincó pasta el Mosca?
– Yo no he dicho eso -se defendió Ágata-, pero como se marchó de aquí…
– Haced memoria o llamo a Sanidad o a alguien parecido.
– ¡Hombre, inspector!
– ¡Que tampoco es eso!
No lo conmovieron, así que decidieron lo más práctico.
– Lo único que sabemos es que se veía con la Loles, ¿la conoce? Una del Laberinto.
– Sé quién es -asintió Vicente Espinós.
– Bueno, pues me alegro -manifestó la mujer.
El policía los miró de hito en hito. Formaban una extraña pareja. Y llevaban treinta años casados. Otros se divorciaban a la más mínima. Luego se dio media vuelta.
– Si lo veis…
– Lo llamamos, inspector, descuide. No faltaría más.
No lo harían, pero eso era lo de menos.
28
Loreto se miró en el espejo de su habitación.
Desnuda.
Recorrió las líneas de su cuerpo, una a una. Casi podía contar sus huesos, las diagonales de sus costillas, el vientre hundido, la pelvis salida y extrañamente frondosa, las nudosidades de sus rodillas, la piel seca, el cabello débil y sin fuerza que se le caía cada día más.
Y aun así, se sintió mal por algo distinto. Peor.
Gorda.
Tuvo que cerrar los ojos, y volver a abrirlos, para enfrentarse a la realidad.
Tal y como le había dicho el psiquiatra.
Se estaba muriendo. Si no dejaba de comer incontroladamente para vomitar después al sentirse culpable de ello y temiendo a la obesidad, sería el fin. Había llegado al punto límite, y tras él, no existía retorno posible.
Luchó desesperadamente, consigo misma, y pensó en Luciana.
Luciana, tan llena de vida, siempre alegre.
Desde que sabía que estaba en coma, era como si algo, en su interior, pugnase por estallar, sin saber qué era, ni tampoco por dónde saldría esa explosión. Estaba ahí, agazapado.
Luciana. Ella.
Apenas veinticuatro horas antes, Luciana había estado allí, a su lado, frente a aquel espejo, obligándola también a mirarse.
– ¡Por Dios, Loreto!, ¿es que no lo ves? ¡Mira tus dedos, tus dientes, tus pies!
Miró sus dedos. De tanto introducírselos en la boca, para vomitar, los tenía sin uñas, doblados, convertidos en dos garfios, atacados por los ácidos del estómago. Miró sus dientes, con las encías descarnadas, colgando como racimos de uva seca de una vid agotada, también destrozados por los ácidos estomacales que subían con la comida al vomitar. Miró sus pies, sus hermosos pies, casi tanto como las manos unos años antes, ahora llenos de callosidades, pues al perder peso, al desaparecer la carne de su cuerpo, habían tenido que desarrollar su propia base para sostenerla.
Era un monstruo.
Aunque mucho peor era estar gorda…
Tener tanta hambre, y comer, y engordar, y…
– ¡Yo te ayudaré, Loreto! ¡Voy a ayudarte a superar esto! ¡Te lo prometo! ¡Estaré a tu lado! ¡Comeremos juntas, lo necesario, sin gulas ni ansiedades, y no te dejaré vomitar, se acabó! ¡Te lo juro!
No hacía ni veinticuatro horas.
Y ahora ella estaba en coma.
Se moría.
Era tan injusto…
Y no sólo por Luciana, sino también por ella misma. Porque la dejaba sola.
Sola.
Sintió una punzada en el bajo vientre, dolorosa, aguda. No podía ser la menstruación, porque se le había retirado hacía meses después de tenerla en ocasiones diez días seguidos o de pasar tres meses sin ella, y el estreñimiento no le producía aquel tipo de daño. Tampoco eran sus habituales dolores abdominales. Era un dolor diferente, nuevo.
Tal vez un espasmo.
Pero de alguna forma, por extraño que pareciese, gracias a él sintió, de pronto, que estaba viva.
Luciana no sentía nada.
Ya no.
Loreto se apoyó en el espejo. Primero la mano. Después la cabeza. Cerró definitivamente los ojos.
– No te mueras -susurró-. Por favor, no te mueras.
Ni ella misma supo a cuál de las dos se refería.
29
Mariano Zapata estaba en la cafetería del hospital, tomando su segundo café del día, cuando apareció Norma, cabizbaja, con las muestras de la preocupación atentando su serena belleza adolescente. La muchacha parecía buscar algo, tal vez una máquina en vez de la barra del bar.
Para el periodista, era la oportunidad que esperaba, la que buscaba desde que una enfermera se la señaló a lo lejos.
Se acercó a ella.
– Tú eres Norma Salas, ¿verdad?
La hermana de Luciana.
Lo miró sin sospechar nada.
– Sí.
– ¿Cómo se encuentra?
– Igual. ¿Usted es…?
– ¡Oh, perdona! Me llamo Mariano. Soy de la Asociación Española de Ayuda a Drogodependientes.