Sin embargo, no quiero que sufran, y sé que están sufriendo. Papá, mamá, Norma, Eloy…
Sufren por mí, porque me quieren, y si me voy… Si me dejo atrapar por esta paz…
Tal vez debiera luchar.
Siempre habrá una paz, pero no tengo más que una vida.
Esta vida.
Recuerdo la partida del último campeonato. ¡Oh, sí, sí, fue genial! ¡Qué maravilla! No sólo fue la victoria, sino cómo la conseguí. Me sentí orgullosa de mí misma. Acorralada, sin mi reina, sin torres, sin el alfil blanco y sin el caballo negro, con un alfil y un caballo, y tres peones. Mi rival tenía todas las de ganar, pero resistí, paciente. Ella cometió un error, provocado por mí, y tras él…
Puede que ésa sea la clave: luchar.
Sí, la paz estará siempre ahí, al final del camino, pero antes he de pasar por muchas batallas.
Ése es el sentido de la vida, de la partida. No rendirse.
No rendirse jamás.
Esperad… ¡esperad! ¿Quién ha dicho que me estáis perdiendo?
Quiero volver.
Aún no es el momento.
Quiero seguir con vosotros, mientras decido cuál ha de ser mi próximo movimiento.
Esperad…
He vuelto, estoy aquí, ¿notáis mi pulso?
Esperad…
39
Al entrar por la puerta, todo cambió. Ella, la mujer que estaba detrás del pequeño mostrador, se puso en pie de un salto. Su camiseta ajustada, a pesar de que le sobraban bastantes kilos, era tan roja como el cuadro de una imaginaria costa que presidía la rudimentaria recepción. Poli se sintió por un momento como si estuviese delante de un gran semáforo en movimiento.
– ¡Poli! ¡Poli! ¡Ay, menos mal que has llegado!-le disparó a bocajarro la mujer-. ¡Acaba de llamar una, llorando, histérica, gritando que ella no quería, pero que…!
– Espera, espera -intentó contenerla-. ¿Quién ha llamado?
– ¿Qué más da? -casi le gritó saliendo de detrás del mostrador de recepción de la pensión-. ¡El caso es que debes largarte cuanto antes! ¡Pueden llegar de un momento a otro!
– ¿Quién?
– ¡La policía!, ¿quién va a ser, maldita sea? -le empujó hacia la puerta-. ¡Están en camino! ¡Un tal Espina, o Espinosa, no recuerdo bien! ¡Yo te guardaré tus cosas, tranquilo!
Poli García ya no luchó contra la desaforada masa de nervios que le sacaba a empujones del lugar. Por puro instinto de supervivencia miró hacia la calle, como si esperase ver aparecer el coche de la policía de un momento a otro. Luego miró hacia arriba, donde también de forma real, pero imaginaria para él, debía hallarse el descanso discreto que formaban las cuatro paredes de su habitación.
Ella tenía razón. Si subía a por algo se arriesgaba a verse atrapado.
No quedaba tiempo.
– ¡Mierda, Eulalia, mierda! -gritó a modo de exclamación.
– ¡Lárgate ya! -le apremió en la calle-. ¡Telefonéame antes de volver! ¡Si digo tu nombre, es que no hay moros en la costa, pero si no lo digo, es que hay problemas!, ¿vale?
– ¡Te debo una! -le gritó él antes de echar a correr.
– ¡Ay, Dios, Dios! -le despidió la voz y el gesto dramático de la Eulalia antes de que desapareciera y exclamase más bien para sí misma, igual que una madre preocupada-: ¡A saber en qué líos te habrás metido ahora, hombre!
40
Loreto entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Inmediatamente después de ello, pegó la oreja a la madera.
No tuvo que esperar demasiado.
No les oía hablar con claridad, aunque sí supo que lo estaban haciendo por el tono de sus voces, ahogadas por los cuchicheos y la distancia. También reconocía el tono de su previsible discusión. Ahora su madre solía entrar en el baño sin llamar a la puerta, para tratar de sorprenderla si vomitaba. Las últimas peleas, y las últimas lágrimas maternas, habían sido por esa causa. Al menos antes del ultimátum del psiquiatra.
Tanto tiempo vomitando, vomitando, vomitando…
El psiquiatra le dijo que todo dependía de sí misma. Si continuaba, muy pronto dejaría de vomitar. Ya no podría.
Estaría muerta.
No quería morir, pero su hambre incontrolada, el miedo a engordar, la sensación de impotencia y frustración, aún eran superiores a ella.
Nadie se acercó a la puerta. El cuchicheo subió de tono, alcanzó un climax y después cesó. Creyó escuchar palabras como «confianza» y fragmentos de frases sueltas como «no presionarla» o «vamos a esperar, nos prometió…».
Promesas, promesas. Todas desaparecían al acabar de comer. Entonces quedaba ella, y sólo ella frente a sí misma.
Casi instintivamente, como el drogadicto que busca la aguja de forma inconsciente para hundírsela en la vena, se llevó los dedos a la boca.
Los introdujo hasta la garganta.
Y sintió la primera arcada.
Había comido en exceso: sopa, carne, ensalada, pan, postre. Sería fácil devolverlo todo. Bastarían unos segundos. Como siempre.
Sin ruido.
La arcada aumentó.
Se acercó a la taza del inodoro. Se arrodilló delante de ella. Inclinó la cabeza.
Pero de pronto se vio a sí misma, reflejada en el pequeño lago quieto formado por el agua clara y transparente del fondo del WC, al otro lado de la cual desaparecía el conducto, rumbo a las cloacas.
Ella.
No… de pronto dejó de verse a sí misma.
Se convirtió en Luciana.
Tuvo un espasmo, un estremecimiento, pero no debido a la presión de los dedos o a causa de otra nueva arcada. Fue como si un grito silencioso acabase de estallar en su interior.
Luciana.
Loreto nunca hubiese gritado; Luciana sí.
Cerró los ojos y volvió a abrirlos, un par de veces. Esperó, pero la imagen no desapareció, no volvió a ser la de sí misma.
Despacio, muy despacio, apartó los dedos del fondo de su boca, hasta acabar sacándoselos de ella.
Entonces, la imagen volvió a ser la suya.
Se dejó caer temblando hacia atrás, hasta acabar sentada en el suelo del cuarto de baño, aturdida. Luego se llevó las manos a la cabeza. No era una guerra, era algo mucho peor. Dos personas peleándose en su interior.
Corazón dividido, cerebro dividido, vida dividida.
– ¡Vomita!
– ¡No lo hagas!
Ella… y Luciana.
De algún lugar sacó las fuerzas, no supo de dónde. Lo único que fue capaz de recordar en los dos o tres minutos siguientes fue que, tras permanecer en el suelo un tiempo indefinido, acabó levantándose para salir como un rayo del baño, alejándose del influjo hechizante de su reclamo.
Y lo había conseguido sola.
Por primera vez.
Sola o con el espectro de Luciana reflejado allí abajo, aunque la decisión final seguía siendo suya, y eso era lo más importante.
Se encontró con sus padres, llenos de ansiedad, pero no hizo falta que les dijera nada. El ruido de la cisterna del inodoro no había sonado. Así que se metió en su habitación temblando, asustada por su éxito, más asustada de lo que nunca había estado en la vida.
41
Juan Pons entró en la sala tratando de que su rostro reflejara una esperanza que difícilmente podía transmitirles. Al verle aparecer, los padres de Luciana se levantaron y fueron también hacia él. Antes de que la mujer pudiera hablar, lo hizo el médico.
– La hemos estabilizado -informó.
– ¡Oh, Dios mío! -Esther Salas se llevó una mano a los labios.
– Entonces… -vaciló Luis Salas.
– Todo ha vuelto a la normalidad, si es que podemos hablar de normalidad en su estado -explicó el médico-. Sigue el coma, y sus constantes vitales se mantienen, pero la crisis ha pasado.