Выбрать главу

– ¿Son normales este tipo de complicaciones? -quiso saber el padre de Luciana.

– No hay una respuesta exacta para esto, señor Salas -dijo el médico midiendo las palabras-. Hacemos lo que podemos, pero a veces, aunque les cueste creerlo, no sabemos contra qué luchamos. Ya le dije que su hija puede despertar en cuarenta y ocho horas, seguir así o…

– Ella es fuerte -aseguró su madre.

– Ignoramos lo que pueda haber en su mente ahora mismo. Tal vez sea consciente de algo, y luche, o tal vez no. Un coma no es más que un largo sueño, y también un delgado cordón umbilical doble que une al paciente con la vida y con la muerte, un cordón muy frágil en ambos sentidos. Lo que sí está claro es que tal vez no resista otra crisis como la que acaba de tener.

– ¡Oh, no! -tembló ella.

– Miren, he de ser sincero con ustedes -el doctor Pons buscó los ojos del hombre para apoyarse en su aparente mayor dominio, aunque sabía que Luis Salas estaba tan destrozado como su esposa-. Las próximas horas serán decisivas, quiero que lo sepan. Me gustaría que lo entendieran y que se prepararan para lo que pueda suceder.

– Díganos la verdad -pidió el padre de Luciana.

– Se la estoy diciendo. Por esa razón les hablo ahora y no después, cuando ya no haya nada que hacer. Hay un riesgo de que muera, y en tal caso es mi deber preguntarles si estarían dispuestos a donar sus órganos.

– ¡No!

La reacción fue instantánea, fulminante, por parte de Esther Salas.

– Señora…

– ¡No quiero que la troceen y…! ¡No, no, no! -se negó a escuchar más y se llevó las manos a los oídos.

Luis Salas bajó los ojos. Su voz sonó como si hablara desde el suelo.

– ¿Tenemos que contestarle ahora? -preguntó.

– ¡Luis! -gimió su esposa.

– No, claro que no -suspiró Juan Pons-. La urgencia es siempre para los que esperan vivir con los órganos de los que se van. Lamento haber parecido…

Era su trabajo, y la conversación tenía para él muchos ecos habituales. Pero aun así, no se acostumbraba a ellos. Nunca lo haría. Todos los padres, igual que los hijos, tenían un rostro propio, inolvidable. Todos, tanto los que veía morir y llorar como los que veía vivir y reír.

– ¿Se encuentra bien, señora Salas?

Era una pregunta sin sentido, por eso ella no le respondió.

42

(Blancas: Reina g3)

Mariano Zapata había estado esperando el momento oportuno, y de pronto lo tenía a su alcance, fácil, rápido.

Después del susto y la crisis, con la chica sólo estaba su hermana. La enfermera acababa de irse tras dejarlo todo en orden. Las demás bastante tenían con tener controlados a todos los pacientes que estaban a su cargo.

Aunque sabía que los padres volverían enseguida, y lo más probable fuera que ya no se apartaran del lado de su hija.

No esperó más. El secreto del éxito periodístico era lanzarse siempre, arriesgarse.

Después de todo, Norma ya lo conocía, habían estado hablando, se la había ganado, confiaba en él.

Metió la cabeza por la puerta de la habitación de Luciana.

– ¿Norma?

– ¿Sí?

Pareció asustarse. Estaba muy concentrada mirando a su hermana mayor. Casi hechizada por aquella imagen tan triste y dramática, con los ojos cerrados y la boca abierta, conectada a todos los aparatos que la mantenían con vida. Respiró con ansiedad tras la ruptura de su silencio.

– Tus padres te llaman, creo que han de consultarte algo -le dijo.

Norma se levantó.

– ¿Dónde están?

– En la sala de espera, al final del pasillo, ya sabes. Creo que el médico está con ellos.

– ¡Oh, no! -gimió asustada Norma.

– No creo que sea nada grave, no temas. Como ves, ya está fuera de peligro.

– Gracias.

Pasó por su lado, salió de la habitación y echó a correr por el pasillo.

Apenas había dado dos pasos, de espaldas a él, cuando Mariano Zapata ya había sacado la pequeña cámara de alta sensibilidad del bolsillo de su cazadora. Al tercer paso de Norma, el periodista entró en la habitación.

Hizo una, dos, tres fotografías rápidas. La primera a los pies de la cama, las otras dos de cerca, muy de cerca. Por el ojo de su objetivo pudo ver a Luciana, llenando la cámara, impregnándole de su realidad.

Como impregnaría la portada del periódico, y las conciencias de sus lectores.

Unas fotografías que probablemente también se publicarían en otros países con la misma problemática.

Salió justo a tiempo. La enfermera volvió a entrar en la habitación, cruzándose con él un poco más allá de la puerta.

– ¡Eh, oiga! -le llamó la mujer, extrañada.

Pero Mariano Zapata ya no se detuvo.

Tenía todo lo que necesitaba.

43

(Negras: Reina f6)

Eloy se sintió cansado y abatido, en primer lugar por las pocas e incómodas horas que había logrado dormir durante la noche, y en segundo lugar por el fracaso de sus pesquisas.

Raúl podía estar en cualquier parte.

En una fiesta privada, o bailando en una nave recién estrenada o en cualquiera de los muchos after hours ilegales que proliferaban para los que querían bailar setenta y dos horas seguidas. Era como buscar una aguja en un pajar.

Entró en una cafetería. Necesitaba un café para no desfallecer, víctima de los nervios o del cansancio, aunque sabía que si se detenía un segundo, y pensaba en Luciana, sería peor.

Bastante duro era llevar esa imagen en su mente. Pero más duro sería llevarla durante el resto de su vida.

La imagen de la persona que más quería en estado de coma, convertida en una muerta viviente. Precisamente él, que quería ser médico. Qué extraña paradoja del destino.

– Un café, por favor.

– ¡Marchando!

El camarero empezó a manipular la cafetera. Un cliente, a su lado, en la barra, le dirigió una mirada ocasional. Se sentía muy raro. Tenía percepciones y nociones de la realidad muy distintas, nuevas. Le costaba creer que el mundo siguiera como si nada. Podía entender que Loreto, por ejemplo, estuviese enferma. Pero lo de Luciana no.

Eso no.

La confusión y el aturdimiento se acentuaron.

Hasta que el café aterrizó delante de sus manos.

Sin embargo, no fue por él. La reacción se la produjo el cliente de la barra, cuando de pronto levantó la voz y llamó la atención del camarero diciendo:

– Paco, ponme otra.

Eloy tuvo el flash. Ana y Paco. Ellos también estaban allí. Verdaderamente, no eran más que dos zumbados que ya lo habían probado todo en la vida, pese a su corta edad, yendo siempre a contracorriente. Pero lo importante es que sabía dónde vivían, y eran amigos de Raúl.

Eran su última oportunidad.

44

(Blancas: Alfil f4)

La pensión Costa Roja era tanto o más destartalada que la pensión Ágata. O bien el Mosca protegía su identidad saltando de un lado a otro, sin dar muestras de estar vivo y menos de tener algún dinero, o bien lo de vender como camello no le daba para más.

Lo primero que vio Vicente Espinós al entrar fue el cuadro sobre el pequeño mostrador de recepción, si es que podía llamarse así. Lo segundo, la inmensidad de la que estaba tras él, embutida en una camiseta roja a punto de reventar.

La dueña de la camiseta lo miró con precaución. Evidentemente no parecía un posible huésped.

– Inspector Espinós -le mostró la credencial-. ¿Está Policarpo García?

– ¿El señor García? -repitió la mujer insegura.

– El señor García -insistió él.

– No, no está.

– ¿Cómo se llama usted?

– Eulalia Rodríguez Espartero, para servirle.

– Me bastaba con el nombre, Eulalia, pero puesto que está dispuesta a servirme, hágalo. ¿Dónde ha ido?