Era suficiente. Se puso en pie, jadeando, y se dirigió a la puerta para no perder ni un minuto más. Iba a traspasarla cuando escuchó de nuevo la voz de Ana a su espalda.
Ya no gritaba.
– Eloy -le detuvo.
Él la miró.
– ¿Es… grave? -preguntó la muchacha.
– Ya os lo he dicho: está en coma. Tuvo un golpe de calor.
Ana cerró los ojos.
Y Eloy se marchó sin esperar más.
50
Al salir del ascensor y asomarse al portal, se encontró con la portera, que no ocultó su alegría al verla.
– ¡Loreto, hija!
– Hola, señora Carmen.
– ¿Cómo estás? ¡Tienes mucho mejor aspecto!
Mentía, pero no era una mujer chismosa. A lo sumo, como cualquier vecina de las que la conocían de toda la vida. Pasó por su lado dispuesta a no darle palique.
– Sí, estoy muy bien -afirmó ella.
– ¿De paseo?
– Hace muy buena tarde, ¿verdad?
– Muy buena, y todavía no hace nada de calor. Se está muy bien.
– Bueno, adiós.
Salió a la calle, sin detenerse. Sabía que sus padres estarían asomados al balcón, mirándola, así que no se le ocurrió levantar la cabeza. Lo único que hizo fue llegar a la calzada y mirar a derecha e izquierda, por si veía un taxi.
Luego caminó hacia la izquierda, en dirección a la avenida.
A mitad de camino las vio.
Una era una mujer de mediana edad, obesa, mejor dicho, gorda, absoluta y rematadamente gorda, sin medias tintas, de las que medía el doble de ancho que de alto, con unos brazos rollizos, unas piernas enormes, un vientre abultado y dos gigantescos senos que semejaban globos de carne aposentados en él. La otra podía ser su hija, o una amiga, porque era más joven, mucho más joven, pero estaba igualmente gorda para sus años, con la diferencia de que, a causa de ellos, lucía un espléndido escote, sin complejos.
Lo más curioso era que iban por la calle comiéndose un fantástico helado.
Y riendo.
Reían sin parar, abriendo la boca, ofreciendo toda su abundante felicidad a los que, como ella, las miraban por la calle.
Loreto las vio pasar, alejarse, darle lametones al helado, reírse.
Como si tal cosa.
Felices.
Ella, con sólo un par de kilos de más, había empezado sus regímenes a los trece años, y ése fue el comienzo, el detonante. Después, las frustraciones, la culpabilidad, el progresivo hundimiento de su ánimo, el hallazgo de los vómitos como remedio para su hambre, las ganas de morirse, el delicado equilibrio de todo un mundo que acabó convergiendo exclusivamente en sí misma y en sus dos únicas acciones, comer y devolver, y así, el inexorable declinar hacia el abismo.
Apartó esos recuerdos de su mente. Y le dio la espalda a las dos mujeres obesas.
Ahora sólo contaba Luciana.
Tenía que verla.
Saber.
Era como si el futuro se concentrara de pronto en ese punto inmediato, y en nada más.
Levantó una mano al ver el primer taxi con la luz verde iluminada en la capota.
– ¡Taxi!
Y cuando se metió en él, casi sin darse cuenta, sí miró un instante a su casa, al balcón de su piso. Lo justo para ver a su padre y a su madre allí, quietos, observando sus movimientos con atención, como hacían a cada momento fingiendo no hacerlo desde que la crisis había sido ya tan irremediable que el desenlace parecía aterradoramente próximo.
51
Máximo llamó al portero automático y no tuvo tiempo de preguntarse si había cometido una estupidez yendo hasta allí. La voz de Cinta sonó por el interfono.
– ¿Sí?
– Soy yo, abre.
– ¡Jo, tío, menudo susto nos has dado! -exclamó la voz antes de oírse el zumbido de la puerta al ser abierta desde arriba.
«¿Nos?» Bien. Eso quería decir que Santi estaba allí también. Mejor. Los tres juntos podrían pensar en hacer algo. Por lo menos podrían compartir la inquietud, y apoyarse mutuamente.
Subió al piso y al salir del ascensor se encontró con la puerta abierta. Entró. Santi apareció en el pasillo, en calzoncillos. Cinta no estaba.
– Oye, no estaríais… -lamentó de pronto.
– Sí, hombre -suspiró Santi-. Para eso estamos.
– ¿Y Cinta?
– Vistiéndose.
– ¿Creíais que eran sus padres?
– Ellos tienen llave, pero como no esperaba a nadie y menos a esta hora… ¿Sabes algo?
– No, nada. He estado en casa. ¿Y vosotros?
– Tampoco sabemos nada.
Cinta salió de su habitación acabando de abrocharse los vaqueros. Llevaba una camisa suelta por encima.
– ¿Sabes algo? -repitió la pregunta de su novio sin darse cuenta.
– No, ya le he dicho a Santi que he estado en casa, y no he querido llamar al hospital para no tener que explicarles nada a mis padres. Sólo hubiera faltado eso.
– Ya.
– ¿Habéis dormido?
– Éste, un poco, aunque no sé cómo ha podido -dijo Cinta señalando a Santi con el dedo.
– Yo es que estoy como… -no encontró la palabra adecuada para referirse a su estado.
– Como nosotros -terminó Santi.
– ¿Qué hacemos?
Estaban en la sala. Máximo esperó una respuesta, pero ésta no llegó. Cinta volvió a dejarse caer sobre la butaca. Y Santi se cruzó de brazos.
– Oye, vístete, ¿no? -le reprochó Cinta-. A ver si aún vas a tener que salir por la ventana.
– Vale, vale.
Pero no se movió, y los tres se miraron de nuevo el uno al otro, hasta que Máximo repitió la pregunta.
– ¿Qué hacemos?
52
Vicente Espinós levantó el auricular del teléfono y marcó él mismo el número del hospital. El sonido del disco al girar en el viejo aparato, extrañamente audible, le hizo recordar que era sábado por la tarde, y que no había mucha gente en comisaría, como si los sábados ellos, los protectores de la ley, tuviesen vacaciones.
– ¿Hospital Clínico? -dijo una voz.
– Inspector Espinós. Con el doctor Pons, por favor.
– El doctor Pons ha salido ya, señor.
– Pues con alguien que atienda a Luciana Salas.
– ¿Luciana Salas? Un momento, no se retire.
No tuvo que esperar demasiado. Una voz femenina tomó el relevo de la anterior. Ni siquiera preguntó quién era. Desde luego no se trataba de la madre de la chica.
– Soy el inspector Espinós. Llamaba para saber el estado de Luciana Salas.
– Sigue igual, señor inspector, aunque hemos estado a punto de perderla hace un rato. Ahora está estabilizada.
– Gracias -suspiró.
Colgó el aparato y miró los nombres anotados en su libreta, los que había copiado del listado hallado en la habitación del Mosca. Se los sabía ya de memoria, pero los repitió una vez más.
– ¡Roca! -llamó de pronto.
Lorenzo Roca apareció ante él. Era alto y delgado, de nariz prominente y ojos saltones, de la nueva escuela, un buen policía. Casado, con hijos, pero tenía futuro, eso sí. Llegaría lejos.
– Mírame dónde están esos cinco locales, hazme el favor -le pidió.
– Enseguida, jefe.
Lo vio alejarse en dirección a su mesa y coger un listín telefónico y una guía de calles. Se echó hacia atrás y recapituló por el breve recorrido del día en busca de Policarpo García, alias el Mosca. La tarde enfilaba su última hora y pronto anochecería. Era la hora de moverse.
Lorenzo Roca reapareció frente a él en un tiempo inusitadamente corto, o tal vez fuera que él se había quedado pensativo sin darse cuenta mucho más allá de lo calculado.
– Vea, jefe -dijo su subordinado dando la vuelta a la mesa para situarse frente al mapa de la ciudad que presidía la pared-: El Calígula Ciego está aquí; La Mirinda, aquí; el Popes, aquí; el Marcha Atrás, aquí, y el Peñón de Gabriltar… aquí -y dio por concluida la señalización enfatizando las dos sílabas del último «aquí». Luego agregó-: Vaya nombres, ¿no? Los hay que…