Cinta lo rehuyó. Puso las dos manos con las palmas abiertas por delante, a modo de pantalla, pero sin mirarle a la cara. Los ojos los tenía fijos en el suelo, en el abismo abierto entre ellos. Toda la tensión que sentía se expandió con ese gesto, abarcando un enorme radio en torno a sí misma.
– Estoy muy calmada -dijo-. Muy calmada.
Pero los dos sabían que no era así, que las emociones volvían a flotar, a salir por los resquicios y las grietas de su ánimo. Y tanto o más que la verdad de las palabras de Cinta, temieron la inminente explosión que iba a llevarles de nuevo a la crispación.
La cuenta atrás fue muy rápida.
55
Le puso una mano en el hombro a Raúl, y le pareció tocar un arco voltaico rebosante de electricidad.
El muchacho se volvió, quedó frente a él, pero sin dejar de moverse, siguiendo el ritmo.
Lo reconoció.
– ¡Eloy!
Y se le echó encima, abrazándolo. Eloy no pudo hacer nada para evitarlo, ni para apartarlo. Raúl tenía los ojos muy abiertos, el rostro congestionado, la huella de las hormigas mordiéndole el trasero, la energía de cuanto llevara en el cuerpo disparando todas sus reservas.
Lo aprovechó para intentar sacarlo de allí.
– ¡Eh, eh! ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces aquí? ¿Están todos? ¡Puta madre!, ¿no? ¡Puta madre, tío!
Estaba muy pasado, muchísimo. Probablemente habría empezado con alcohol el viernes por la noche, para darle a las pastillas de éxtasis de madrugada, tal vez un poco de coca aquella misma mañana y ahora, quizás, acabara de pegarse un popperazo, por lo de reírse y no parar de moverse, que eran sus efectos. Aquella noche podía seguir con speed, y vuelta a las pastillas de nuevo de madrugada, sólo que entonces comidas, inhaladas en polvo o disueltas en alcohol, para aguantar definitivamente la subida final del domingo.
Raúl se gastaba de veinticinco a treinta mil pesetas cada fin de semana en toda esa porquería.
No sabía de dónde las sacaba, porque, desde luego, no trabajaba.
Continuó llevándoselo de allí, hasta que él se dio cuenta de ello.
– ¿Qué haces? ¿Adónde…?
No pudo evitarlo. Se movía sin parar, pero sus fuerzas estaban encaminadas a esa acción, no a intentar detener a Eloy, y menos a resistirse a su furia.
– ¡Eloy, tío!
– Vamos fuera.
– Pero…
– ¡Fuera!
Continuó riéndose y bailando, aunque ahora, sujeto por Eloy, más bien parecía un muñeco articulado, una marioneta. Su rostro se convirtió en una mueca, pero ya no se resistió. Atravesaron la marea de cuerpos sudorosos bajo la cortina sónica y llegaron a la puerta. Alguien les puso un sello invisible, para poder volver a entrar. Luego salieron fuera.
Eloy no se detuvo hasta haber andado unos veinte metros, a la derecha de la nave, en una zona en la que no había nadie cerca. Entonces empujó a Raúl contra la pared.
– ¡Eh, me has hecho daño! -protestó el chico aún riendo.
– ¿Tienes una pastilla como las que tomasteis anoche?
– ¿Para eso me sacas fuera? Jo, qué morro!
– ¿La tienes? -gritó Eloy.
– ¡No! -por primera vez Raúl dejó de reír, aunque los ojos siguieron desorbitados y se le quedó un tic en el labio inferior-. ¿Qué pasa contigo, eh?
– Luciana está en un hospital, en coma.
– ¿Qué?
Lo había oído, pero en su estado las cosas difícilmente le entraban a la primera.
– ¡Luciana está en coma en un hospital, por la mierda que os tomasteis anoche!
– Jo… joder, tío -parpadeó.
No, ya no reía.
– Raúl, esto es serio -dijo Eloy-, Necesito una de esas pastillas. Tal vez ayude a Luciana.
– ¿Ayudarla? ¿Cómo?
– ¡No lo sé! -se sintió desfallecido-. ¡Los médicos no saben de qué estaba hecha! A lo mejor…
Comprendió que estaba dando palos de ciego, empeñado en una búsqueda extraña, probablemente inútil, aunque en parte había seguido haciendo aquello por la misma razón del comienzo: no quedarse quieto, moverse, hacer algo, escapar.
¿Lo mismo que Raúl?
No, era distinto.
– ¡Dios mío, Luciana…! -gimió Raúl resbalando hacia el suelo de espaldas a la pared.
Eloy apartó sus ojos de él. Había deseado pegarle, descargar su ira, toda su frustración.
Ahora ya no sentía ganas de hacerlo.
No sentía nada.
La misma voz del caído se le antojó muy lejana cuando dijo:
– Oye, sé… dónde para ese tío, el camello. Él sí tiene pastillas de esas. Todas las que quieras.
Eloy volvió a mirarle.
56
No era una pelea, era más bien la liberación de todas las tensiones, de todas las frustraciones, de toda la impotencia. Máximo ya no hablaba, tenía miedo de que a Cinta le diera un ataque de histeria imparable. Santi era el que intentaba calmarla, sin mucho éxito.
– ¡Por favor, Cinta, vas a hacer que todos los vecinos se enteren y te caerá una buena!
– ¡Yo no quiero que se pase el resto de la vida así, en una cama! ¡No lo resistiré!
– ¡Cinta!
– ¡Hoy teníamos que ir a ver la última de Brad Pitt! ¡Y está allí! ¡Y a lo peor ya se ha muerto! ¡Y yo no quiero que se muera! ¡No quiero!
– Dale algo, tú -pidió Máximo.
– ¡Sí, hombre! -protestó Santi-. ¿Qué te crees, que yo vivo aquí y sé dónde está todo?
– ¡Si me tocáis, grito! -anunció Cinta.
Máximo se apartó aún más.
– Si lo sé no vengo -rezongó.
– ¡Cobarde! -le insultó Cinta-. ¿Vas a pasarte el resto de la vida ignorando esto, fingiendo que no ha pasado nada? ¡Pues ha pasado!
– ¡Yo no digo que no haya pasado, sólo digo que así no resolvemos nada!
– ¡Cállate! -ordenó ella.
– Deberíamos llamar al hospital -propuso Santi, asustado por el estado de su novia-. Seguro que ya está bien y nosotros aquí…
– ¡Mierda! -llegó al límite Cinta-. ¿Por qué lo hicimos? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué…?
Iba a volver a llorar, dejándose arrastrar por los nervios, abandonándose por completo, y en ese momento sonó el teléfono.
El zumbido los alarmó a los tres.
Les paralizó el corazón, y la mente.
Se miraron entre sí, asustados, y tras la primera señal, llegó la segunda, y la tercera.
– Serán tus padres… -el primero en hablar fue Santi, indicando así que no podía cogerlo él.
– Déjalo -dijo Máximo-. Como si no hubiera nadie. Tal vez sea un vecino, como ha dicho antes Santi.
– Es del hospital -balbuceó Cinta.
Sus palabras los atenazaron aún más.
El timbre sonó por cuarta vez.
Y por quinta.
Cinta se movió hacia el aparato. Vaciló durante el sexto zumbido.
– No -susurró Máximo.
– Son tus padres, seguro -insistió Santi.
Ella atrapó el auricular con la séptima señal.
– ¿Sí? -musitó débilmente.
– ¿Cinta? ¡Maldita sea, creí que no estabais!
– ¿Eloy?
Los otros se le acercaron.
– Oye, ¿están contigo Santi y Máximo?
– Sí.
– ¡Bien! -los tres le oyeron gritar por el pequeño auricular telefónico-. Escucha, os necesito y rápido. ¡Sé dónde encontrar al tío que os vendió anoche las pastillas! ¡Necesitamos una!, ¿vale? Hay que intentarlo, por Luciana. Por pequeña que sea la esperanza de que eso la pueda ayudar… Pero yo no puedo ir solo, tenemos que ir todos.
Cinta miró a los otros dos. La histeria desaparecía. Ahora todos tenían algo que hacer.
Por fin.
– ¿Dónde estás? -quiso saber.
57
Al entrar en la habitación de Luciana, Loreto apenas si pudo dar unos pasos. El choque, al ver la imagen de su amiga postrada en la cama, fue brutal. Norma, a su lado, hizo un ademán como de ir a sostenerla, extendiendo una mano y pensando que en su estado de debilidad el impacto tal vez fuese excesivo. Pero Loreto logró sobreponerse.