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– ¡Oh, hija! -exclamó Esther Salas al verla.

Se levantó y fue hacia ella. Luis Salas también se puso en pie. Loreto, sin embargo, no tenía ojos más que para Luciana. El mazazo aún expandía ondas paralizantes a todo su cuerpo, a pesar de que Norma ya la había advertido de lo que iba a encontrarse.

La madre de su amiga la abrazó, pero no sintió nada. El padre le dio un beso en la mejilla, pero tampoco sintió nada. A través de los ojos le llegaba la crudeza de una realidad superior a sus fuerzas. Era el único puente con un exterior que de pronto la bloqueó.

El efecto apenas duró unos segundos, mientras hablaba, casi sin darse cuenta, con los padres de ella.

– Ya ves, hija.

– ¿Tú cómo estás?

– Si es que estas cosas…

Después, Norma logró arrastrar a su padre y a su madre fuera de la habitación, comprendiendo que si seguían allí, hablándole, aturdiéndola, acabarían todos llorando de nuevo.

Loreto se quedó sola con el cuerpo de su amiga.

El cuerpo.

Tardó en sentarse en la silla, junto a la cama. Y lo hizo por debilidad, más que por el hecho consciente de estar más cerca de ella, porque sintió cómo las piernas se le doblaban. Finalmente, buscó su mano libre, aquella en cuyo brazo no había ninguna aguja clavada en la carne, y se la cogió con toda la ternura del mundo, igual que si temiera despertarla.

– Luciana… -susurró.

Esperó unos segundos. La inmovilidad de la enferma le pareció aterradora. En otras circunstancias hubiera sido un juego, ella se habría hecho la dormida y, de pronto, le habría saltado encima haciéndole cosquillas. Ahora no era un juego. Luciana flotaba en una dimensión desconocida.

– Por favor, no te vayas -suplicó muy débilmente-. No me dejes sola ahora. Por favor…

Le acarició los dedos, uno a uno. Luciana tenía las manos más bonitas que jamás había visto. Cuando jugaba al ajedrez, más que mover las piezas del tablero, las acariciaba. Y lo sabía. Siempre se las había cuidado mucho. Las uñas perfectamente cortadas eran la mejor prueba de ello.

La mano de Luciana, entre las suyas, con los dedos deformes por los ácidos estomacales, destacaba como una obra de arte en medio de un horror.

– Sin ti no lo conseguiré, ¿sabes? -Loreto cerró los ojos y se dejó arrastrar por el dolor-. Quiero que sepas que hoy no he vomitado. ¿Qué te parece? No he vomitado, y lo he hecho por ti, créeme. Por ti. Pero ahora no voy a poder seguir si tú te vas, si me dejas. Luciana, ¡Luciana!, por favor… Hagamos un pacto, ¿vale? Un pacto. Yo comeré, aunque estalle, aunque me convierta en la mujer más gorda del mundo, y no volveré a vomitar, pero tú tienes que seguir viviendo para estar a mi lado… Luciana, ¿me oyes? Vuelve. No te mueras, vuelve, ¡vuelve! Lo he hecho por ti, Luciana, por ti, por ti…

58

(Negras: Caballo e8 – Blancas: Alfil h8)

Te sienta tan bien este conjunto, Loreto. Me alegro de que te lo hayas puesto. Y con unos kilos de más, estarás arrebatadora, preciosa. Javier caerá rendido a tus pies. ¿Recuerdas el día que lo compramos? ¡Qué locura! Fue verlo, entrar, probártelo y ¡zas! El dinero de la escapada de fin de semana convertido en arte sobre ti.

Lástima que eso fuese poco antes de que empezases a caer en picado.

Loreto.

¿Qué estás haciendo aquí?

Claro que te escucho, pero aunque me gustaría, no puedo moverme, ni abrazarte, ni darte un beso, ni decirte lo contenta que estoy. Entiéndelo, Loreto: si me muevo, sentiré el dolor, y no sé si estoy preparada para eso. ¡Dios…!, me alegro de que me hables de vivir, pero tal vez si conocieras esto dieses el paso. No sé.

Todo es tan extraño, tan relativo aquí.

Os oigo a todos, os veo a todos, pero es como si hubiese una distancia de millones de kilómetros. En cambio, los sentimientos están cerca. Son como una ola de calor constante. Cada voz, cada caricia, cada mirada, cae sobre mí como un manto de ternura. Y creo que es esa ternura la que me retiene, ¿no es curioso? No quiero hacer daño a nadie, y menos a quien me quiere. Así que la ternura me ata a este lado del camino mientras la paz me llama al otro.

Bien, puede que me quede aquí para siempre, en esta tierra de nadie.

Una partida de ajedrez sin fin, sin ganador ni perdedor. Tablas eternas.

Háblame, Loreto, háblame.

No has vomitado. ¡Bien! Es una magnífica noticia. Un primer paso importante. Ahora el siguiente te costará menos, seguro. Esta noche tampoco vas a vomitar, ¿vale? Esta noche darás el segundo. Por mí, de acuerdo. Pero también por ti. Ánimo, Loreto, ¡ánimo! No has vomitado, y da igual el motivo: eso es que quieres salir del pozo, y vivir.

Loreto, no dejes mi mano.

¿Me escuchas? Sí, sé que lo haces, hemos abierto una puerta.

¿Y Eloy? ¿Sabes dónde está Eloy?

Loreto, Loreto…

59

(Negras: f6)

Poli García entró en el bar, se detuvo en la misma puerta, y miró en dirección a la barra. El único camarero era Victorino, y no le hizo ningún gesto, así que acabó de traspasar el umbral y caminó unos pasos, no en dirección a la barra, sino hacia una de las mesas ubicadas en la parte posterior. Se sentó en una de las sillas de plástico, y se apoyó con cansancio sobre el mármol de la mesa, circular y castigado por miles de partidas de dominó. Tener mesas con la superficie de mármol y sillas de plástico era un antagonismo muy propio de Alejandro Castro. El muy…

Esperó casi cinco minutos. Se le hicieron eternos. Acabó llamando a Victorino para que le trajera una cerveza. El camarero no dijo nada, ni antes, ni durante ni después de servírsela. No hacía falta. Se la dejó sobre la mesa, con el pequeño ticket de la consumición al lado. Pero sí desapareció unos segundos por la puerta de atrás, para regresar al instante, tal cual, manteniendo su mutismo. Poli cogió el ticket maquinalmente. En la parte superior estaba escrito el nombre del locaclass="underline" Bar Restaurante La Perla. Muy adecuado, pensó.

Jugó con él, enrollándolo, matando el tiempo de espera.

Alejandro Castro acabó asomando la cabeza por la misma puerta, miró hacia él y le hizo un leve gesto. No tenía cara de buenos amigos, más bien de todo lo contrario. Poli se levantó con la intención de ir tras él. Le detuvo la voz de Victorino.

– ¡Eh, tú, paga!

Poli le lanzó una mirada de ira. Era un desgraciado. No tenía agallas más que para ser camarero.

– ¿Qué pasa? Tengo que volver a salir, ¿no?

– Mira, esto no es gratis, y tú eres capaz de irte por la puerta de atrás, así que…

Todavía llevaba el ticket en la mano, pero no miró el importe. Sacó dos monedas de cien pesetas y una de veinticinco y las dejó en el plato. El ticket se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Fue otro gesto maquinal. Lo único que quería era pasar de Victorino, hablar con Castro y largarse de allí cuanto antes.

Se metió por la puerta del fondo del local y fue tras los pasos del dueño del tinglado. Allí había un pasillo que daba al almacén, a la cocina, a los retretes y, finalmente, en la parte posterior, a un par de despachos. Uno tenía la puerta abierta. Entró. Alejandro Castro ya lo esperaba, sentado detrás de la mesa de su despacho. La cerró y cubrió la breve distancia que lo separaba de la única silla libre frente a la mesa.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le espetó sin contemplaciones el hombre.