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– ¿Salimos? -propuso Cinta.

– ¡Sí! -accedió Eloy.

Regresaron a la puerta del Popes. Tardaron cerca de tres o cuatro minutos en abrirse paso por entre los cuerpos juveniles que pululaban por el espacio lúdico. Un portero con aires de gorila les puso el habitual sello invisible en la muñeca, mirándolos impertérrito. Una vez fuera empezaron a moverse de nuevo por el aparcamiento y las proximidades de la discoteca, que ocupaba un lugar propio en la calle, abierta a los cuatro vientos. No tardaron en regresar a las inmediaciones del recinto, más y más desconcertados. De no haber sido por la determinación de Eloy, Santi y Máximo ya habrían arrojado la toalla, convencidos de que el camello no estaba por allí ni tenía intención de ir.

Pero les bastó con ver la cara de su amigo.

– Volvamos dentro -ordenó él-. Y esta vez nos separaremos. Yo iré al lavabo, tú te pones entre la pecera del disc jockey y la barra del bar, y Cinta y Santi que se queden en la puerta, viendo a todo el que entra y sale.

– Bien -asintió ella.

Máximo y Santi no dijeron nada.

Volvieron a meterse en el Popes.

71

(Negras: Torre g1)

Loreto sentía el peso de una enorme conmoción sacudiéndola de arriba abajo.

Ni siquiera lo entendía.

Creía que ver a Luciana allí, en aquel estado, sería tanto como renunciar a la salvación final, porque si Luciana, tan fuerte, tan distinta, sucumbía, ¿qué esperanzas tenía ella? Y sin embargo…

La mano de Luciana entre las suyas, aún caliente. La vida que fluía de ese contacto a pesar de todo. El aliento de una lucha soterrada, silenciosa, como si pese al coma su amiga le hubiese hablado.

Había creído oír aquella voz, su voz.

Muy dentro de sí misma.

Un extraño efecto.

Y una consecuencia sorprendente, por su fuerza demoledora.

Quería vivir, vivir, vivir…

Como Luciana.

– ¿Echo por el paseo o doy la vuelta?

El taxista no la arrancó de su abstracción.

– Da lo mismo -dijo.

El hombre se encogió de hombros. Le bastó con volver a mirarla para que evitara hablarle de lo que iba a hacer y por qué. Su pasajera parecía obnubilada.

Lo estaba.

Loreto pensó en su pequeña victoria de hacía un rato, cuando se venció a sí misma para no vomitar. Ése había sido realmente el primer paso. Y lo hizo por Luciana.

Aunque eso fuese ya lo de menos.

Lo importante es que lo había hecho.

– Luciana… -musitó.

– ¿Decía usted algo, señorita?

– No, no, nada.

Se sentía tan distinta…

Algo tan simple como no vomitar.

Tan y tan distinta.

72

(Blancas: Alfil f6 +)

Esther Salas se levantó como impelida por un resorte. Su marido la vio acercarse a la cama de Luciana, mirarla, mover una mano temblorosa hasta su frente, depositarla en ella.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

– Creía que… se había movido -desgranó la mujer.

No era cierto. Él también la estaba mirando en esos momentos, bajo la perpetua sombra de aquella incredulidad que sin embargo era más y más certeza a medida que pasaban las horas. Pero no se lo dijo a su mujer.

Esther Salas acarició la frente de su hija. En su gesto flotó una desesperanzada esperanza.

– Mañana habrá que llamar a la familia -volvió a hablar en voz muy baja.

La familia.

Abuelos y abuelas que completarían el cuadro de la tragedia.

– Tu madre se morirá -dijo él.

Habían preferido no hacerlo a lo largo del día, esperar, confiar, pero ahora, al acercarse la noche, todo se convertía en amargura y realidad. Incluso ellos tendrían que descansar, después de una primera noche en vela. Tendrían que descansar, por extraño que pareciera.

No hubieran querido dormir, sino estar despiertos, constantemente, para velar el sueño de Luciana.

Norma se levantó, se había movido todo el día de aquí para allá, como una zombi, respondiendo al teléfono o haciendo cualquier cosa, incapaz de permanecer quieta más allá de un minuto. Cada vez que una emoción le asaltaba, tenía que hacerlo, para no caer en el abismo abierto a su alrededor.

– Norma, ¿adónde vas? -la detuvo su madre.

– Al baño -dijo por decir algo.

– Ah.

Se quedaron mirándose las dos, fijamente, con Luis Salas de mudo testigo. Luego la chica se encaminó al lavabo.

73

(Negras: Rey d7)

Norma cerró la puerta del baño y se apoyó en el lavabo. El espejo le devolvió su imagen, a mitad de camino de ninguna parte. Al menos así es como se sentía. Demasiado joven para ser mujer, demasiado mujer para ser joven.

Todas las sensaciones volvieron a ella.

En bloque, sepultándola bajo su peso.

Cuando se dejó caer sobre la taza del inodoro, para sentarse, al flaquear sus piernas, comenzó a llorar en silencio, con la cabeza echada hacia atrás y apoyada en la pared, con los ojos cerrados.

– ¿Por qué? -gimió-. ¿Por qué?

Fue lo único que pudo decir, una y otra vez, mientras pensaba en su hermana.

74

(Blancas: Torre h7 +)

Eloy entró en la zona de lavabos del Popes. Primero vio un pasillo que conducía a una especie de distribuidor. En él, la puerta de la derecha mostraba el acceso para los chicos y la de la izquierda para las chicas. No había nadie en el distribuidor, así que se metió en el lavabo masculino. Salvo un par de meones no encontró nada, pero se aseguró. Abrió todas las puertas de los inodoros; cinco en total.

Salió fuera y entonces, por la puerta frontal, la de las chicas, vio aparecer a dos morenitas muy pintadas, clónicas, piernas desnudas, ombligo desnudo, brazos desnudos.

– ¡Dos mil quinientas! ¡Cómo se pasa!, ¿no?

– Tía, serán buenas.

– Ya, pero…

Las vio alejarse por el pasillo. Y volvió a mirar hacia la puerta del lavabo femenino.

Zona prohibida, a no ser que…

Esperó unos segundos, sólo para sentirse más tranquilo. Luego empujó la puerta unos centímetros, dispuesto a hacerse el despistado o el borracho si aparecía alguna chica. Dentro no vio a nadie, por extraño que le pareciera. Siempre había creído que los lavabos femeninos estaban llenos a rebosar, con una abigarrada fila de cuerpos delante de los espejos. Además, ellas iban de dos en dos, algo que tampoco había entendido jamás. Tal vez, pensó, todo aquello fuese un mito alimentado por el cine y la tele. El caso es que, por la hora o por lo que fuese, no había nadie a la vista.

Salvo en uno de los retículos privados para hacer necesidades mayores.

Primero fueron sus voces, quedas.

Después su realidad.

– Vamos, decídete.

– ¡Es todo lo que tengo, y he de volver a casa!

– Pues yo me largo ya. Me buscas mañana.

– ¡Jo!

Eloy cerró la puerta del lavabo sin entrar. Oyó voces a su espalda, por el pasillo. Se apoyó en la pared fingiendo descansar después de la movida y esperó. Aparecieron dos chicos y una chica. Cada cual se metió en su lugar.

Ni siquiera sabía si aquel camello era el que buscaba, y, por lo tanto, si lo que vendía era lo que necesitaba.

Se sintió nervioso. Si se iba a buscar a los otros, el camello podría escapársele. Si se quedaba, tal vez tardara en irse o en cambiarse de lugar.

El tiempo empezó a transcurrir muy despacio.

La clienta del camello salió al cabo de un minuto. Tenía alrededor de quince años, era sexy y atrevida. La nueva chica que había entrado salió a los tres minutos, aún retocándose el pelo. Los dos chicos aparecieron casi inmediatamente.

Y entonces, de pronto, la puerta del lavabo femenino se abrió y por ella asomó un hombre, treinta años, nariz aguileña.

Sus ojos se encontraron con los de Eloy.