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Apenas un segundo.

El aparecido salió del lavabo y echó a andar por el pasillo, en dirección a la discoteca.

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(Negras: Rey d6)

La sirena ya hacía unos minutos que había enmudecido. El automóvil rodaba ahora a velocidad moderada, porque el Popes se hallaba a la vista. Lorenzo Roca se preocupaba más de buscar un lugar donde aparcar que de otra cosa.

– Esto está lleno -rezongó.

– Pues me gustaría aparcar cerca de la entrada, para poder vigilar la puerta sin tener que bajar del coche -repuso Vicente Espinós.

– Ya.

Sólo le faltó agregar: «¿y qué más?».

Rodeó una parada de autobús en la que ya hacían cola un puñado de chicos y chicas, muy vistosos. Les echaron una ojeada distraída y el inspector volvió a pensar en su padre, en lo que le decía cuando él iba de hippy, o lo pretendía, con el cabello largo y las ropas psicodélicas. Fue un pensamiento fugaz.

– Claro, ahí no vamos a poder entrar -manifestó Roca mirando la discoteca-. Cantaríamos como una almeja.

– Ya sabes que el noventa por ciento del trabajo policial consiste en perder el tiempo, pero el diez por ciento restante depende casi siempre del noventa por ciento primero.

– Todos esos coches no pueden ser de los que están ahí dentro, ¿verdad?

– No, porque son menores, pero las motocicletas sí -le señaló un pequeño bosque lleno de vehículos de dos ruedas.

– Bueno, ¿qué hago?

– Roca, ¿quiere que piense yo en todo?

– Para algo es el jefe, ¿no?

A veces le hacía sonreír, aunque no tuviera ganas, como en ese momento.

– ¿Y si llamamos por radio a la grúa para que se lleve uno de estos coches? -propuso Lorenzo Roca.

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(Blancas: Torre x b7)

Poli García salió de los lavabos y se encaminó al bar de la discoteca para tomarse algo antes de largarse. No le gustaba vender dentro. Demasiado arriesgado. Y menos hacerlo en los lavabos. Y menos aún en el de las mujeres. Pero había sido necesario, y discreto. Dadas las circunstancias, no se fiaba ya de nada ni de nadie. También había una diferencia: aquellos críos preferían no comprar fuera, por si alguien los veía. Tenían tanto miedo que más de uno se lo haría encima en una situación extrema. Por eso los lavabos eran el mejor sitio. Se corría la voz, y acudían como moscas.

Todavía le quedaban demasiadas pastillas, y allí ya había vendido todo lo que tenía que vender. Lo que podía vender.

Giró la cabeza.

El muchacho que estaba en el distribuidor había salido tras él.

Parecía observarle.

Suspiró. Ya empezaba con las manías persecutorias.

– ¡Mierda! -dejó escapar en voz baja.

Cuando antes acabase la mercancía, antes podría largarse. No le gustaba todo aquello, sentirse así, acorralado, asustado. Castro no era más que un cerdo. Incluso sabía que si a él le trincaban, nunca se atrevería a decir nada, porque sería hombre muerto. Castro podía dormir tranquilo.

Él no.

Se abrió paso sin muchos miramientos. Las inmediaciones del bar estaban más densamente pobladas de adolescentes, aunque a esa hora la huida, el regreso a casa, ya se había iniciado. Tenía sed.

Hasta que se detuvo en seco.

Delante de él, a unos cinco metros, vio una cara. Una cara vagamente familiar.

Una cara expectante, y además gesticulante. Su dueño movía los brazos, daba la impresión de estar diciéndole algo a alguien situado a sus espaldas, mientras lo señalaba a él.

Poli giró la cabeza por segunda vez.

El muchacho de los lavabos estaba ahí, más cerca, como si pugnase por avanzar en su dirección. Y tenía las mandíbulas apretadas.

El camello volvió a mirar al de los gestos.

Fue un flash, rápido, fugaz, pero contundente.

La noche pasada, un amigo de uno que se llamaba Raúl, buen cliente, siete pastillas de golpe, un par de chicas…

Quizá fuera una casualidad, quizá no, pero tenía los nervios a flor de piel y no se detuvo a preguntar.

Poli enfiló la salida de la discoteca, abriéndose paso a codazos y empujones. Y redobló sus esfuerzos al ver que los otros dos, el de los gestos y el de los lavabos, echaban a correr tras él con la misma nerviosa celeridad.

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(Negras: Caballo x f6)

Eloy no esperaba aquella reacción de Máximo.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! ¿Pero no ves que le estoy siguiendo? -gruñó para sí mismo-. ¡Vas a hacer que…!

Claro que, con sus gestos, Máximo le acababa de dar la certeza final. Era él.

El camello que le había vendido a Luciana aquel caballo blanco y mortal.

El resto estalló allí mismo, entre sus manos, en su mente, en cuestión de un segundo.

El hombre girando la cabeza, reaccionando con miedo, echando a correr hacia la salida.

Si se escapaba, perderían su última oportunidad.

– ¡Cinta, Santi! -gritó aun sabiendo que era inútil-. ¡Va hacia vosotros! ¡Detenedle!

Empujó a cuantos encontró por delante, sin miramientos, derribó a una chica, hizo caer algunos vasos y manchó a otros muchos al salpicarles con el vaivén de sus propios vasos. Un murmullo de ira arropó sus movimientos junto a la música que seguía machacando sus sentidos. Pero para él lo único que contaba era cogerlo.

Cogerlo.

Sólo que el camello parecía haber tomado ya una sustancial ventaja en su huida.

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(Blancas: gf6)

Está anocheciendo.

¿Por qué me parece todo un símbolo?

No tengo por qué tomar ninguna decisión. Puedo estar aquí todo el tiempo que me apetezca. Estoy bien. Sin embargo…

Todas las partidas han de terminar, antes o después. Y como buena jugadora, sé que es mejor no prolongarlas indefinidamente.

¿Cuál es la situación?

Ella, la muerte, ataca con su reina negra segura y dominante. Yo sólo tengo mi caballo blanco, mi resistencia. Si hacemos tablas, me quedaré en este lugar armónico y apacible para siempre. Pero no quiero las tablas. Nunca ha sido mi estilo. Prefiero…

Jaque mate.

Ganar o perder.

Anochece y es el momento, sí. Y mañana será otro día.

Tengo dos opciones, y el valor de enfrentarme a ellas. Una es ir hacia la oscuridad, la paz eterna. El adiós. Otra es regresar por donde he venido, volver, asumir el dolor y recuperar mi cuerpo, mis sensaciones. Oscuridad y luz.

Y en ambos casos, el camino es difícil.

Debo decidirme.

Muevo mi caballo blanco. La reina negra espera.

Mi turno, mi turno.

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(Negras: a5)

Cinta y Santi se apoyaban en la pared, cerca de la puerta. Hacía rato que habían dejado de mirar en dirección al interior de la discoteca. Su atención se centraba más en quienes entraban o salían, incluso en su aspecto, si llevaban algo en las manos, como si esperasen ver una pastilla recién comprada. No había ni rastro de Máximo ni de Eloy.

– Ese tío no viene -dijo él.

– O ya se ha ido -arguyó ella.

Cinta giró la cabeza hacia el otro lado.

Y se encontró con el tumulto.

Tan próximo a ella que ya lo tenía encima.

Un hombre corriendo hacia la puerta, vagamente familiar, aunque la noche pasada apenas si le había lanzado una ojeada. Y detrás, a unos metros que eran como una enorme distancia, Eloy primero, y Máximo después.

Reaccionó demasiado tarde, barrida por el viento de la sorpresa.

– ¡Santi!

Cuando su novio se movió, ya no pudo impedir que el camello lo atropellara, empujándole sin miramientos. Cayó hacia atrás, y, al intentar sujetarse, arrastró a la desguarnecida Cinta con él.