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– ¡Se escapa! ¡Se escapa! -chilló la muchacha.

El camello salía por la puerta cuando ellos todavía estaban en el suelo y los otros dos a demasiada distancia como para impedirlo.

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(Blancas: f7)

Poli García seguía sin saber a ciencia cierta por qué corría.

Pero corría.

Con toda su alma.

Ellos eran dos, y aunque fuesen dos niñatos, tal vez ni siquiera con media torta, en su caso lo mejor era no preguntar. Aquella chica en coma lo había cambiado todo. Eso y la policía buscándole.

Tendría gracia que fuera por otra cosa.

Y que aquellos dos imbéciles…

Sólo que no creía en casualidades, y mucho menos en tantas. ¿Por qué tendría que perseguirle un chico al que la noche pasada había vendido siete pastillas? Si la que estaba en coma era una de aquellas dos niñas…

El miedo puso nuevas alas a sus pies.

Hasta dejó de pensar, aunque su mente era un caos de ideas en ebullición, cuando, de pronto, chocó contra alguien que se le puso por delante, cerca de la puerta. Otro idiota. Tuvo que derribarle. Era el último obstáculo para ganar la libertad, la calle. Allí desaparecería en un abrir y cerrar de ojos.

Salió al exterior, por fin, y la bocanada de aire fresco y puro le hizo sentir mejor, próximo a conseguirlo. Ya no tenía ninguna frontera. Dependía de sí mismo y de sus piernas.

Poli echó a correr en línea recta, hacia el aparcamiento.

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(Negras: Torre g1)

Lorenzo Roca detuvo el ronroneo del motor del coche al cerrar el contacto. Su gesto inmediato, estirando los brazos, como si hubiera conducido un millar de kilómetros, provocó la curiosa atención de su superior.

– ¡Bueno! -suspiró Roca alargando la «e» con resignada paciencia.

– ¿No te gusta conducir?

– Sí, claro.

– ¿Entonces?

– Me preparo para lo peor: pasar aquí un buen rato -miró la discoteca-. Nos van a tomar por dos guarros mirando a esas crías y críos… -dejó de hablar en seco. Sus ojos se dilataron por la sorpresa mientras recuperaba de nuevo el habla para gritar-: ¡Jefe!

Vicente Espinós ya lo había visto.

Poli García, el Mosca, corriendo en dirección al aparcamiento en el que estaban ellos, aunque no en línea recta. Acababa de sacarse algo del bolsillo sin dejar de correr y correr.

Y detrás, un grupo de chicos, tres muchachos y una muchacha, también distanciados entre sí aunque no tanto como lo estaban de él.

Le fue fácil reconocerlos.

– ¡Vamos! -ordenó saliendo del coche.

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(Blancas: a4)

He de intentarlo.

Pero ¿por qué me cuesta tanto?

Debería de ser fácil, ¿no? Es sólo volver atrás, aunque duela. Bajar y meterme de nuevo en mi cuerpo.

Intentarlo, intentarlo.

¿No puedo?

La paz es la muerte. La reina negra me abate. El rey negro acecha. El dolor es la vida. Mi caballo blanco, mis alfiles, mis torres, mis peones me llevan al jaque mate. Oscuridad y luz. Pero me siento atrapada, paralizada. ¿Es eso? ¿Mi alma está tan quieta como mi cuerpo en esa cama?

Este silencio…

Si me dejo llevar, volando hacia la oscuridad, todo habrá acabado. Todo.

Pero no quiero rendirme, ¡no quiero! Papá, mamá, Norma, Loreto, Eloy… Vamos, ¡vamos! Lo estoy intentando. ¿Alguien puede oírme? ¡Lo estoy intentando!

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(Negras: c5)

Loreto abrió la puerta de su casa. No tuvo que llamar. Su madre apareció al momento, saliendo de la sala.

– ¿Cómo está Luciana?

– Quiere vivir -dijo suavemente ella.

– Pero… -la mujer pareció no entender el significado de sus palabras.

– Mamá.

La abrazó, con fuerza, a pesar de su debilidad. Detrás de las dos apareció su padre. Tampoco él pareció entender qué sucedía.

– Loreto, ¿qué te pasa? -quiso saber su madre.

– Estoy enferma, mamá, pero quiero curarme.

Era la primera vez que lo decía en voz alta. Los psiquiatras se lo habían dicho decenas de veces: todo terminaba con la aceptación de la enfermedad por su parte. Ése era el primer paso.

– Loreto…

– Yo también quiero vivir -suspiró su hija-. Ayudadme, por favor.

Continuaban abrazadas, así que la mujer no pudo ver su cara, inundada de dolorosa pero firme paz. Su padre en cambio sí la vio. Él las abrazó a las dos.

Entonces Loreto cerró los ojos, y su mente volvió junto a Luciana.

Libre.

Su voz seguía allí.

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(Blancas: Rey d3)

Eloy era el que más cerca estaba de él, pero pese a todo, la distancia no disminuía, y cuanto más ansiaba cogerle, más sentía el peso de todas sus emociones lastrándole.

Era un buen corredor, y sin embargo…

El camello alcanzó la zona del aparcamiento. Empezó a poner obstáculos entre él y ellos.

– ¡Vamos, Eloy, vamos! -oyó la voz de Máximo a su lado.

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(Negras: Rey d5)

Máximo veía correr al camello delante de él, pero también le oía.

Su voz, la pasada noche.

– Toma, chico: con esto, Disneylandia.

– Prefiero algo un poco más emocionante.

– Lo que tú quieras, hombre. Todo está en tu mente. Disfruta.

– ¿Por dos mil pelas?

– La llave del Paraíso no siempre tiene por qué costar demasiado.

La llave del Paraíso.

Cuando Eloy hubiera conseguido aquella pastilla, ¡con qué gusto le rompería el alma a aquel hijo de mala madre!

Si lo cogían.

El camello daba la impresión de volar por entre los coches.

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(Blancas: Torre d7 +)

A Santi le dolía el brazo, contusionado por la caída, pero trataba de no perder la estela de la persecución. Había sido un idiota. Dejarse sorprender de aquella forma…

Miró hacia atrás. Cinta era la última, pero no podía esperarla.

– ¡Corre! ¡Corre! -le dijo ella.

Corrió.

Estaban solos en el mundo.

Muy solos.

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(Negras: Rey c6)

Cinta sabía que no tenía la menor posibilidad. Nunca había sido buena en eso de moverse rápido. Pero confiaba en ellos, en los tres, sobre todo en la rabia de Eloy.

A los veinte metros se habría rendido, de no ser por Luciana.

Era por ella.

La última oportunidad.

Por ella y para liberarse a sí mismos.

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(Blancas: Torre a7)

Mariano Zapata colgó el teléfono y se quedó unos segundos en suspenso.

Pensó en aquella pobre chica.

¿Habría preferido que le dijeran que estaba bien, que había salido del coma?

¿Corazón de oro?

Bien, ya no importaba. Tenía su gran exclusiva, y su portada.

Si las cosas eran así, así es como eran. Y punto.

– ¡Adelante! -ordenó-. ¡Todo sigue igual!

Después concluyó su trabajo echándose para atrás en su silla, con los brazos debajo de la nuca, y cerró los ojos mucho más tranquilo.

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(Negras: Rey d5)

Los ojos.

Quiero abrirlos.

Y no puedo.

Siento una voz, en alguna parte, pero no la distingo, ni sé lo que me está diciendo. Es como la suma de muchas voces, de muchos sentimientos. Me llaman, me llaman.

Sigo intentándolo.