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Entonces casi le dio miedo mirarla.

Tenía agujas clavadas en un brazo, por las que recibía probablemente el suero, un pequeño artilugio fijado en un hombro y conectado a sondas y aparatos que desconocía; un tubo enorme, de unos tres centímetros de diámetro, de color blanco y amarillo, parecía ser el nuevo cordón umbilical de su vida. De él partía un derivado que entraba en su boca, abierta. Otro, sellado con cinta a su nariz, se incrustaba en el orificio de la derecha. Por la parte de abajo de la cama asomaba una bolsa de plástico a la que irían los orines cuando se produjeran. Y desde luego no parecía dormir. Con la boca abierta y los ojos cerrados, embutida en aquella parafernalia de aparatos, más bien se le antojó un conejillo de indias, o alguien a las puertas de la muerte.

Y era aterrador.

Tuvo una extraña sensación, ajena a la realidad primordial.

Una sensación egoísta, propia, mezcla de rabia y desesperación. Lo que tenía ante sus ojos, además de una hermana en coma y, por tanto, moribunda, era el fin de muchos de sus sueños, y especialmente de sus ansias de libertad.

Ahora, a ella, ya no la dejarían salir, ni de noche ni tal vez de día. Y si Luciana moría tanto como si seguía en coma mucho tiempo, sus padres se convertirían en la imagen de la ansiedad, convertirían su casa en una cárcel.

Siempre había ido a remolque de Luciana. Total, por tres años de diferencia… Ella aún tenía que volver a casa a unas horas concretas, y no podía salir de noche, y mucho menos regresar al amanecer y pasar la noche fuera de casa aunque se tratara de algo especial, como una verbena. Ella aún estaba atada a la maldita adolescencia. También Luciana, pero su hermana mayor se había ganado finalmente sus primeras y decisivas cotas de libertad. Luciana ya estaba dejando atrás la adolescencia. Era una mujer.

¿Por qué había tenido que pasar aquello?

Los padres de Ernesto, un compañero del colegio, habían perdido a un hijo en un accidente, y se volcaron tanto en su otro hijo que lo tenían amargado. Eso era lo que le esperaba a ella si…

De pronto sintió vergüenza.

Su mente se quedó en blanco.

Bajó la cabeza.

¿Qué estaba pasando? ¿Era posible que con su hermana allí, en coma, ella pensara tan sólo en sí misma y en sus ansias de vivir y de ser libre para abrir las alas?

¿Era posible que aún no hubiera derramado una sola lágrima por Luciana?

Se sintió tan culpable que entonces sí, algo se rompió en su interior.

Y empezó a llorar.

Luciana podía morir, ésa era la realidad. O permanecer en aquel estado el resto de su vida, y también era la misma realidad. Un coma era como la muerte, aunque con una posibilidad de despertar, en unas horas o unos días. Una posibilidad. Ni siquiera sabía si su hermana era consciente de algo, de su estado, de su simple presencia allí.

Le cogió una mano, instintivamente.

– Luciana… -musitó.

8

(Negras: Alfil f5 – Blancas: Caballo g3)

No llores, Norma.

No llores, por favor.

Ayúdame.

Os necesito fuertes, a todos, así que no llores.

Puedo verte, ¿sabes, Norma? No sé cómo, porque sé que tengo los ojos cerrados, pero puedo verte. Sé que estás ahí, a mi lado, y que llevas tu blusa amarilla y los vaqueros nuevos, ¿verdad?

¿Lo ves?

Y, sin embargo, aquí dentro está tan oscuro…

Es una extraña sensación, hermana. Es como si flotase en ninguna parte, mejor dicho, es como si mi cuerpo estuviese fuera de toda sensación, porque no siento nada, ni frío ni calor, tampoco siento dolor. Es un lugar agradable. Bueno, lo sería si no estuviese tan oscuro. Me gustaría ver, abrir los ojos y mirar. Hay algo que me recuerda la placenta de mamá. Sí, antes de nacer. Recuerdo la placenta de mamá porque era cálida y confortable.

¿Y cómo puedo recordar eso?

No, allí no tenía miedo, había paz. Aquí en cambio tengo miedo, a pesar de que siento algo de esa misma paz. La siento porque estoy a sus puertas. Puedo dar un paso y olvidarme de todo para siempre.

Un simple paso.

Pero no puedo moverme.

Norma, Norma, ¿y los demás?

¿Están bien?

¿Y Eloy?

Oh, Dios, daría mi último aliento por tenerlo aquí, a mi lado, y sentir su mano como siento la tuya, hermana.

Tu mano.

Eloy.

Me siento tan sola…

9

(Negras: Alfil g6)

En el despacho del doctor Pons había dos sillas únicamente, así que mientras esperaban, él entró en un pequeño cuarto de baño y regresó con un taburete que colocó en medio de ellas. Cinta y Santi ocuparon las sillas. Máximo, el taburete. El médico rodeó de nuevo su mesa para ocupar la butaca que la presidía. Desde ella los observó.

Cinta era de estatura media, tirando a baja, adolescentemente atractiva con la ropa que llevaba, pero también juvenilmente sexy: cabello largo, ojos grandes, labios pequeños, cuerpo en plena explosión. Santi y Máximo, en cambio, eran el día y la noche. El primero llevaba el cabello corto y tenía la cara llena de espinillas, como si en lugar de piel tuviera un sembrado. El segundo mostraba una densa cabellera, rizada, como si de la cabeza le nacieran dos o tres mil tirabuzones de color negro que luego le caían en desorden por todas partes.

Unió sus dos manos entrelazando los dedos y se acodó en su mesa. Luego empezó a hablar, despacio, sin que en su voz se notaran reconvenciones o tonos duros. Era médico. Sólo médico.

Y había una vida en juego.

– Ahora que vuestra amiga, por lo menos, está estabilizada, es hora de que retomemos la conversación que antes iniciamos.

– Ya le dijimos todo…

– Oídme, ¿queréis ayudarla o no?

– Sí -contestó Cinta rápidamente.

Los otros dos asintieron con la cabeza.

– ¿Quién más tomó pastillas?

– Yo -volvió a hablar Cinta.

Miró a Santi y a Máximo.

– Todos tomasteis, ¿no? -preguntó el doctor.

– Sí.

– ¿Éxtasis?

– Sí.

– ¿Cómo sabéis que era éxtasis?

– Bueno… -vaciló Máximo-. Se supone que…

– ¿Soléis tomarlo a menudo?

– No -dijeron al unísono los dos chicos.

Probablemente demasiado rápido, aunque…

– ¿Qué efecto os causó? -continuó el interrogatorio.

– Era como… si tuviera un millón de hormigas dentro -dijo de nuevo Cinta, dispuesta a hablar-. Mi cuerpo era una máquina, capaz de todo. Un estado de exaltación total.

– Yo quería a todo el mundo -reconoció Máximo-. Un rollo estupendo. Me dio por reírme cantidad.

– Sí, eso -convino Santi-. Era como estar… muy arriba, no sé si me entiende. Arriba y muy fuerte.

– ¿Y ahora?

No hizo falta que respondieran. El bajón ya era evidente. Fueran o no habituales, podían tener náuseas, cefaleas, dolor en las articulaciones…

– ¿Qué le pasó exactamente a Luciana?

– Empezó a subirle la temperatura del cuerpo.

– No -Santi detuvo a Cinta-. Primero se mareó, y luego vino lo de los calambres musculares.

– Fue todo junto -apuntó Máximo-. Yo me asusté cuando vi que dejaba de sudar. Entonces comprendí que le venía un golpe de calor.

– ¿Así que sabéis lo que es eso?

– Sí.

– ¿Y aun así, os arriesgáis?

Era una pregunta estúpida, improcedente. Lo comprendió al instante. Miles de chicos y chicas lo sabían, y sin embargo todas las semanas se jugaban la vida tomando drogas de diseño. Después de todo, sólo alguien moría de vez en cuando.

Sólo.

– ¿Qué pasó después? -siguió el doctor Pons.

– Lo que le hemos contado -dijo Cinta-. Empezó con las convulsiones, el corazón se le disparó y…