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No quiero perderte, Eloy.

Ni quiero perderme yo.

¿Por qué no me coges de la mano?

Por favor…

¿Has estudiado mucho? Supongo que sí, toda la noche. Menudo eres. Y terco. Y ahora esto, ¡menudo palo! Si el lunes suspendes el examen, encima será culpa mía. Me sabe mal, cariño, pero te juro que yo no quería acabar así. Lo único que deseaba era pasar una noche loca, emborracharme de música, olvidar, volar. Lo deseaba más que nunca.

Aunque te echaba de menos.

Me crees, ¿verdad?

Claro. Estás aquí. De lo contrario no habrías venido.

Cógeme de la mano.

Vamos, cógeme de la mano.

Así…

Gracias.

Ahora ya no me importan el silencio ni la oscuridad.

Ahora…

13

(Blancas: h5)

– ¿Sois los que estabais con Luciana Salas?

Lo miraron los tres, sorprendidos. Era como si hubiera aparecido allí de improviso, materializándose en su presencia.

– Sí -reconoció Máximo.

– Inspector Espinós -se presentó el hombre-. Vicente Espinós.

– ¿Policía? -se extrañó Santi.

– ¿Qué creéis? -hizo un gesto explícito-. Se trata de un delito, ¿no os parece?

Cinta estaba pálida.

– Nosotros no hemos hecho nada -se defendió. El hombre no respondió a su aseveración.

– ¿Quién os dio esa pastilla? -preguntó sin ambages.

Los tres se miraron, inseguros, acobardados, indecisos. El policía no les dejó reaccionar. Su voz se hizo un poco más ruda. Sólo un poco. Nada más. Suficiente.

– Oídme: cuanto antes me lo contéis, antes podré hacer algo. Puede que os vendieran cualquier cosa adulterada, ¿entendéis? Para que esta noche no acabe nadie más como vuestra amiga, depende de lo que ahora hagamos. Es más: si conseguimos una pastilla igual a la que se tomó ella, es probable que la ayudemos a recuperarse.

– No lo conocíamos -dijo Cinta.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Pues… no sé -miró a Santi y a Máximo en busca de ayuda.

– Era un hombre de unos treinta años, puede que menos, no tengo buen ojo para eso -se adelantó Máximo-. Me pareció normal, vulgar. Todo fue muy rápido, y estaba oscuro.

– Era la primera vez… -trató de intercalar Santi.

– ¿Alguna seña, color de ojos, de cabello, un tatuaje?

– Bajo, cabello negro y corto, vestía traje oscuro. Me chocó porque hacía calor.

– Nariz aguileña -recordó Santi.

– ¿Algún nombre?

– No.

– ¿Cuánto os costó lo que comprasteis?

– Dos mil cada uno. Pedía dos mil quinientas, pero al comprar varias…

– ¿Tomasteis todos?

– Oiga… -se incomodó Máximo.

– ¿Se lo pregunto a vuestros padres?

– Tomamos todos -dijo Cinta.

– ¿Cómo eran las pastillas?

– Blancas, redondas, tipo aspirina y más pequeñas, ¿cómo quiere que…?

– Tenían una media luna grabada -manifestó Santi sabiendo a qué se refería el inspector.

El hombre puso cara de fastidio.

– ¿Una media luna?

– Sí.

Chasqueó la lengua con mal contenida furia.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Máximo.

– Nada que os importe -se apartó de ellos pensativo antes de agregar-: ¿Dónde fue?

– En el Pandora's.

– Muy bien -suspiró-. Dejadme vuestros teléfonos y direcciones, y si recordáis algo más, llamadme -les tendió una tarjeta a cada uno-. A cualquier hora, ¿de acuerdo?

No esperó su respuesta y se alejó de ellos caminando con el paso muy vivo.

14

(Negras: Alfil h7)

Volvieron a tropezarse con Eloy frente a la puerta de acceso a urgencias. Salía de la zona de las habitaciones, allá donde ellos no habían conseguido entrar, y pudieron percibir claramente las huellas del llanto en sus ojos. Tenía las mandíbulas apretadas.

– ¿La has visto? -se interesó Cinta.

– Sí.

Iba a preguntar algo más, pero no lo hizo al ver la cara de su amigo. Por el contrario, fue él quien formuló la siguiente pregunta.

– ¿Habéis llamado a Loreto?

– Sí.

– ¿Qué ha dicho?

– Hemos hablado con su madre. No ha querido despertarla. Sólo le faltaba esto tal y como está ella.

– ¿Tenéis alguna píldora más de esas? -preguntó de pronto Eloy.

– No.

– Los médicos no saben qué había en ella, cuál era su composición. Si pudiéramos conseguir una, tal vez…

– Sí, ya lo sabemos -asintió Santi.

– ¿De veras crees que una pastilla ayudaría a…? -apuntó Cinta.

– ¡No lo sé, pero se podría intentar!, ¿no?

No ocultó su impotencia llena de rabia. Frente al abatimiento y la desesperanza de Cinta, Santi y Máximo, todo en él era puro nervio, una ansiedad mal medida y peor controlada.

– ¿Adónde ibais? -les preguntó de nuevo.

– A casa, a dormir un poco -suspiró Cinta.

Eloy no la miró a ella, sino a Máximo.

– ¿Os vais a dormir? -espetó.

– ¿Qué quieres que hagamos?

– ¿Ella está muriéndose y vosotros os vais a dormir tan tranquilos? -insistió él.

– ¡Estamos agotados, tío! -protestó Máximo.

Parecía no podérselo creer.

– ¿Te pasas los fines de semana enteros bailando, de viernes a domingo, sin parar, y ahora me vienes con que estás agotado un sábado por la mañana? -levantó la voz preso de su furia.

– Ya vale, Eloy -trató de calmarlo Santi.

– Todos estamos…

Nadie hizo caso ahora a Cinta. Eloy seguía dirigiéndose a Máximo.

– Fuiste tú quien compró esa mierda, ¿verdad?

– Oye, ¿de qué vas?

– ¡Fuiste tú!

– ¿Y qué si fui yo, eh? -acabó disparándose Máximo-. ¿Qué pasa contigo, tío?

– ¡Maldito cabrón!

Se le echó encima, pero Santi estaba alerta, y era más fuerte que él. Lo detuvo y lo obligó a retroceder, mientras Cinta se ponía también en medio, de nuevo llorosa y al borde de un ataque de nervios.

– ¡Por favor, no os peleéis, por favor! -gritó la muchacha.

– Vamos, Eloy, cálmate -pidió Santi-. No ha sido culpa de nadie. Y tampoco ha sido culpa suya. Fue Raúl el que trajo al tipo y el que…

– ¿Estaba ahí ese imbécil? -abrió los ojos Eloy.

– Sí -reconoció Santi.

La presión cedió, los músculos de Eloy dejaron de empujar y Santi relajó los suyos. Máximo también respiró con fuerza, apretando los puños, dándoles la espalda mientras daba unos pasos nerviosos en torno a sí mismo. Cinta quedó en medio, abrazándose con desvalida tristeza.

Fue en ese momento cuando las puertas de urgencias se abrieron de par en par y, corriendo, entraron varias personas llevando a un niño lleno de sangre en los brazos.

El lugar se convirtió en un caos de gritos, voces y carreras.

15

(Blancas: Alfil d3)

El doctor Pons le tendió el pliego de hojas.

– Desde luego, no es Metilendioximetaanfetamina, sino Metilendioxietanfetamina.

El inspector Espinós alzó la vista del análisis de sangre.

– No es éxtasis -aclaró el médico-, sino eva.

– Bueno, eso ya me lo imaginaba -reconoció el policía-. La gente sigue llamándolo éxtasis pero…

– Lo malo es que ahora que teníamos el éxtasis bastante estudiado… -hizo un gesto de desesperanza el doctor Pons antes de empezar a hablar, casi como si lo hiciera para sí mismo-. Quizá no debía haberse prohibido, ya ves tú. Cuando vamos descubriendo una cosa, la prohíben, y entonces sale otra más difícil y compleja de detectar. A comienzos de siglo se empleaban dosis controladas de éxtasis en psiquiatría para mejorar la comunicación con los pacientes. Ahora, desde que la DEA lo catalogó en 1985 dentro del grupo de sustancias sin utilidad médica reconocida, y con riesgos de adicción… En fin, que prefería vérmelas con el éxtasis, amigo. Está claro que siendo el eva un veinticinco por ciento menos potente que el éxtasis, su mayor cantidad de principio activo lo hace más peligroso, porque actúa más rápido. Es todo lo que sabemos y poco más, muy poco más.