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A veces le costaba reconocerla.

Había sido tan bonita.

Tan…

– Hola, mamá. Buenos días.

– Buenos días, cielo.

– He dormido doce horas, ¿no?

– Sí, está bien. ¿Cómo te encuentras?

– ¡Oh!, estupendamente.

Le hizo la pregunta que tanto temía, pero que debía formular para dar visos de normalidad cotidiana. La pregunta que tres veces al día la llenaba de zozobra. Y no porque ella fuese a rechazarla.

– ¿Quieres desayunar?

Se encontró con la mirada de su hija.

– Unos cereales, con leche.

– ¿Te los pongo yo?

– No, ya lo haré yo misma, gracias. Voy a lavarme.

La vio salir y se apoyó en la mesa. A fin de cuentas lo importante ya no era sólo que comiera algo sin muestras de gula o ansiedad, sino que no lo vomitara después.

Ésa era la clave.

De algún lugar de sí misma buscó las fuerzas que le permitieran seguir. Ella también estaba como su hija: en los huesos de su resistencia. Pero los médicos, los psiquiatras sobre todo, no dejaban de repetirle y recordarle que tenía que ser fuerte, muy fuerte.

Si ella flaqueaba, Loreto estaría perdida.

De pronto recordó la llamada telefónica.

Pensó en no decirle nada, pero de cualquier forma ella llamaría antes o después a sus amigos, así que…

– ¡Loreto!

Fue tras ella. Ya estaba en el baño. Llamó a la puerta y entró casi a continuación. Su hija se cubrió el cuerpo rápidamente con la toalla. Pero bastó una fracción de segundo para que ella pudiese verla desnuda. Casi tuvo que abortar un grito de pánico y dolor.

Los prisioneros de los campos de exterminio nazis no tenían peor aspecto.

– ¡Mamá! -gritó Loreto.

– Lo… siento, hija -trató de dominarse a duras penas-. Es que algo le ha pasado a Luciana y…

Loreto se olvidó de la interrupción.

– ¿Qué pasa? -se alarmó.

– La han llevado al Clínico. Por lo visto se ha tomado algo esta noche, alguna clase de droga.

– ¡Oh, no! -el rostro de la muchacha se transmutó-. ¿Está bien?

– No lo sé. Han llamado muy de mañana, apenas había amanecido.

– ¿Por qué no me despertaste?

– Vamos, hija, ¿qué querías que hiciese?

– He de ir allí -dijo Loreto.

– ¿En tu estado?

– Mamá…

Salió del baño, envuelta en la toalla, y caminó en dirección al teléfono. Marcó el número de la casa de Luciana y esperó unos segundos.

– No hay nadie -dijo finalmente.

Colgó.

Y en ese instante el timbre del aparato las sacó a las dos de su silencio.

18

(Negras: e6)

Vicente Espinós salió por la puerta de urgencias del Hospital Clínico y se detuvo en la acera para tomar aire y decidir qué rumbo seguir. La mañana era agradable. Una típica mañana de primavera, a las puertas del verano y en tiempo de verbena, pero aún sin los calores caniculares. No le gustaban los hospitales. Debía ser hipocondríaco. Se decía que un buen tanto por ciento de personas que entraban en un hospital, salían con algún virus pegado al forro. Y lo mismo los pacientes. Los curaban de una tontería y salían con algo gordo.

Se olvidó de sus malos presagios cuando le vio a él. Aunque de hecho su presencia no hizo más que reavivarle otros.

El reconocimiento fue mutuo.

– ¡Vaya por Dios! -comentó el policía sin ocultar su disgusto.

– Caramba, la ley -dijo el aparecido deteniéndose ante él.

No podía ser casual. No con Mariano Zapata.

– ¿Qué hace por aquí? -le preguntó.

– Creo que lo mismo que usted -sonrió el periodista-. ¿Qué hay de esa chica?

– Las noticias vuelan rápido. ¿Quién le ha llamado?

– Contactos -se evadió Mariano Zapata con un aire de suficiencia.

– ¿Por qué no le hace un favor a ella, y a la investigación, y se va?

– Vamos, Espinós -el periodista abrió los brazos mostrándole sus manos desnudas-. ¿Me lo dice en serio?

– Se lo digo en serio, sí.

– Debería saber que es bueno que esas cosas se sepan -justificó Zapata-. Siempre actúan de freno. Un montón de padres les prohibirán a sus hijos salir el próximo fin de semana, y tal vez, algunos chicos y chicas no vuelvan a tomar porquerías recordando lo que le ha sucedido a esta chica. Eso tiene de bueno la información.

– Depende de cómo se dé.

– ¿Quiere decir que yo la manipulo?

No le contestó directamente, aunque le hubiera gustado. Siempre había existido una coexistencia más o menos pacífica entre la ley y la prensa. Pero Mariano Zapata era otra cosa. Un sensacionalista.

– Si habla de esa chica, los responsables de lo que le ha sucedido tomarán precauciones.

– O sea, que debo callar para ayudarles a desarrollar su investigación.

– Más o menos.

– No puedo creerlo -se burló el periodista antes de que cambiara de tono y dijera con énfasis-: ¡La gente tiene derecho a saber lo que pasa! ¡Y cuanto antes mejor!

Era la misma historia de siempre. No sabía por qué discutía con él.

Inició de nuevo su camino, sin siquiera despedirse.

– Vamos, Espinós -le acompañó la voz de Zapata-. Tiene todo el día de hoy para investigar el caso, ¿qué más quiere?

Quería romperle la cara, o detenerle, pero eso hubiera sido… ¿anticonstitucional?

¿Quién decía que hasta las ratas tienen derechos?

19

(Blancas: Alfil f4)

Al llegar al portal del edificio, los dos aminoraron el paso de forma que se detuvieron como si se les hubiese terminado la energía. Santi, que llevaba a Cinta cogida por los hombros, fue el que se colocó delante de la chica para besarla.

Ella se dejó hacer, sin colaborar, sin reaccionar.

– ¿Estás bien? -acabó preguntando él.

– Sí.

– ¿Seguro?

– Que sí.

Santi levantó la cabeza. Miró la casa.

– No es conveniente que te quedes sola -comentó.

– Ya -Cinta plegó los labios.

– ¿Tus padres vuelven mañana?

– Ya sabes que sí.

– Déjame que suba.

– No.

– Pero…

– Ahora no -quiso zanjar el tema sin conseguirlo.

– ¿Por qué?

– Porque acabarás como siempre, y no me apetece. Además, la última vez casi nos pillan, y juré que no volvería a ser tan imprudente.

– Oye, que es sábado por la mañana. La otra vez era domingo y nos quedamos dormidos. Y ellos no van a volver el sábado por la mañana, ¿vale?

– Imagínate que mi madre se pone mal o qué sé yo.

– Escucha -trató de ser convincente, casi tanto como solía gustarle a su novia-, sólo quiero echarme un rato, nada más. Y así nos hacemos compañía. Ha sido un palo, y no quiero dejarte sola.

Se encontró con la mirada cargada de dudosos reproches de Cinta, pero nada más.

– Además dije en casa que estaría fuera todo el fin de semana -continuó él-. Si aparezco a esta hora del sábado van a creer que ha pasado algo. No esperaba que ocurriera una cosa así.

– Mucha cara tienes tú.

– Va, no seas así.

Le dio un beso en la frente y Cinta cerró los ojos. Luego él la atrajo hacia su pecho, y ella se dejó acariciar, muy quieta.

No hizo falta volver a hablar.

Acabaron entrando en el portal en silencio, todavía abrazados, revestidos de ternura, hasta que la aparición de una vecina en la escalera les hizo separarse.

20

(Negras: Reina a5)

Abrió la puerta con sigilo, por si tenía suerte y ellos aún dormían o por lo menos no le oían llegar, pero comprendió que no era precisamente su día de suerte.