Cuando pensaba en aquel tiempo difuso y maravilloso del futuro, en que podrían vivir como se les antojara, Mary siempre se imaginaba en la ciudad viviendo como antes, rodeada de sus amigas en el Club para mujeres solteras. Dick no encajaba en aquel escenario, de ahí que cuando repitió la pregunta, después del largo y evasivo silencio de ella, durante el cual evitó su mirada, Mary no supo qué decir, silenciada por la inexorable diferencia de sus necesidades. Volvió a apartarse el cabello de los ojos, como rechazando algo en lo que no quería pensar, y dijo, esquivando la pregunta:
– No podemos seguir como hasta ahora, ¿verdad?
Y entonces se produjo otro silencio. Ella golpeó la mesa con el lápiz, haciéndolo girar entre el pulgar y el índice, produciendo un ruido monótono e irritante que puso en tensión los músculos de él.
Ahora todo dependía de Dick. Mary lo había puesto todo de nuevo en sus manos y sometido la cuestión a su criterio, pero sin ofrecerle una meta por la que trabajar. Y él empezó a sentir amargura y a enfadarse con ella. Claro que no podían seguir como hasta entonces: ¿acaso él había dicho lo contrario? ¿Acaso no trabajaba como un negro para liberarse? Lo malo era que había perdido la costumbre de vivir en el futuro; este aspecto de ella le preocupaba. Se había acostumbrado a pensar sólo hasta la próxima estación; la estación siguiente marcaba siempre la frontera de sus planes. En cambio, ella la había traspasado y ya pensaba en otras personas, en una vida diferente… sin él; lo sabía, aunque ella no lo hubiera dicho. Y sentía pánico, porque hacía tanto tiempo que no trataba a otras personas que ya no las necesitaba. Le divertía un breve diálogo ocasional con Charlie Slatter, pero si no se presentaba la ocasión, se quedaba tan tranquilo. Y sólo se sentía inútil y fracasado cuando se relacionaba con otra gente. Había vivido tantos años con los jornaleros nativos, haciendo planes para el año próximo, que sus horizontes se habían reducido al tamaño de su existencia y no podía imaginar nada más. Desde luego, era incapaz de imaginarse a sí mismo en un lugar que no fuera la granja; conocía cada uno de sus árboles. Esto no es retórica: conocía el veld, gracias al cual subsistía, como lo conocen los nativos. No era el suyo el amor sentimental del habitante de la urbe. Sus sentidos se habían agudizado para percibir el ruido del viento, el canto de los pájaros, el tacto de la tierra, los cambios de tiempo, pero se habían embotado para todo lo demás. Fuera de la granja, languidecería hasta morir. Quería hacer dinero para poder continuar viviendo en ella, pero con comodidad, a fin de que Mary pudiese tener las cosas que ansiaba. Ante todo, para poder tener hijos. Los hijos eran para ¿1 una necesidad insistente. Ni siquiera ahora había perdido la esperanza de que algún día… Y no había comprendido nunca que ella pudiera imaginarse el futuro lejos de la granja, ¡y con su aquiescencia! Sólo pensarlo le hacía sentir perdido y vacío, sin ningún apoyo en la vida. La miró casi con horror, como a una extraña que no tuviera derecho a estar con él ni a dictarle lo que debía hacer.
Pero no podía permitirse pensar en ella de aquel modo: había comprendido, cuando huyó a la ciudad, lo que su presencia en la casa significaba para él. No, tenía que hacerle entender su necesidad de la granja, y cuando hubiesen ganado algún dinero, tendrían niños. Ella debía saber que su frustración no era causada en realidad por su fracaso como agricultor; su fracaso era que ella sintiera hostilidad hacia él como hombre, que su vida en común fuese lo que era. Y cuando pudiesen tener hijos, incluso aquello quedaría borrado y serían felices. Así soñaba Dick, con la cabeza apoyada en las manos, mientras escuchaba el tap-tap-tap del lápiz contra la mesa.
Pero a pesar de aquella cómoda conclusión de. sus meditaciones, la sensación de derrota era abrumadora. Odiaba la sola idea del tabaco; siempre la había aborrecido, se le antojaba un cultivo inhumano. Su granja tendría que llevarse de forma diferente; significaría pasar horas en el interior de edificios a temperaturas húmedas y elevadas y también levantarse en plena noche para vigilar los termómetros.
Manoseó los papeles dispersados sobre la mesa y se apretó la cabeza con las manos, rebelándose tristemente contra su destino. Pero era inútil con Mary delante de él, obligándole a hacer su voluntad. Por fin levantó la vista, esbozó una sonrisa torcida y atormentada y dijo:
– Está bien, jefa, ¿puedo pensarlo durante unos días? Pero en su voz se advertía la humillación. Y cuando ella exclamó, irritada:
– ¡Me gustaría que no me llamaras jefa! -él no contestó, aunque el silencio que se estableció entre ambos proclamó con elocuencia lo que ellos no se atrevían a decir. Mary lo interrumpió levantándose de la mesa en un arrebato, recogiendo con rapidez los libros y diciendo:
– Me voy a la cama. -Y le dejó allí, solo con sus pensamientos.
Tres días después, Dick dijo en voz baja, con la mirada en otro sitio, que había hablado con unos constructores nativos sobre la edificación de dos graneros.
Cuando por fin la miró, obligándose a encararse con su irrefrenable triunfo, vio brillar los ojos de ella con renovada esperanza y pensó lleno de inquietud en lo que significaría para Mary un nuevo fracaso suyo.
Capítulo octavo
Una vez hubo ejercido su voluntad para influirle, Mary se retiró y le dejó hacer. Él intentó varias veces recabar su colaboración, pidiéndole consejo y sugiriendo que le ayudara a resolver un problema difícil, pero Mary sé negó a aceptar aquellas invitaciones, como había hecho siempre, por tres razones. La primera era calculada: si estuviera siempre con él, demostrando continuamente su superior habilidad, él se pondría a la defensiva y al final rehusaría hacer cualquier cosa que ella le propusiera. Las otras dos eran instintivas. Todavía detestaba la granja y sus problemas y no quería resignarse a su pequeña rutina. La tercera razón, aunque Mary no lo sabía, era la más fuerte. Necesitaba pensar en Dick, el hombre con quien estaba casada irrevocablemente, como en una persona independiente cuyo éxito se debiera a sus propios esfuerzos. Cuando le veía débil e indeciso y le inspiraba lástima, sentía odio hacia él y entonces dirigía aquel odio contra sí misma. Necesitaba un hombre más fuerte que ella y estaba intentando crearlo en la persona de Dick. Si éste hubiera podido dominarla, simplemente por obra de un espíritu más emprendedor, se habría enamorado de él y dejado de odiarse a sí misma por haberse unido a un fracasado. Esto era lo que esperaba y lo que le impedía, aun contra su voluntad, ordenarle que llevara a cabo las cosas más evidentes. En realidad, se apartaba de la granja para salvar lo que ella consideraba el punto más débil del orgullo de Dick, sin darse cuenta de que su fracaso era ella. Y quizá su instinto tenía razón: habría respetado y se habría entregado al éxito material. Tenía razón, pero sus motivos eran erróneos. Habría tenido razón si Dick hubiera sido un hombre diferente. Cuando se dio cuenta de que volvía a obrar de manera insensata, gastando dinero en cosas innecesarias y escatimándolo en las esenciales, se propuso no pensar en ello. No podía; esta vez le importaba demasiado. Y Dick, desairado y decepcionado por su negativa a colaborar, dejó de acudir a ella y siguió tercamente su camino, sintiéndose en el fondo como si ella le hubiese animado a nadar una distancia superior a sus fuerzas y abandonado después a su suerte.
Mary se retiró a la casa, a las gallinas y a la incesante lucha con sus criados. Los dos sabían que estaban afrontando un reto. Y ella esperaba. Durante los primeros años había esperado y confiado, exceptuando cortos intervalos de desesperación, en la creencia de que al final la situación cambiaría. Ocurriría algo milagroso y saldrían adelante. Entonces huyó a la ciudad, incapaz de aguantarlo más, y al volver se dio cuenta de que no se produciría ningún milagro. Y ahora, de nuevo, existía una esperanza. Pero ella no haría nada; sólo esperar a que Dick pusiera en marcha la operación. Durante aquellos meses vivió como una persona que ha de vivir una temporada en un país que no le gusta: sin hacer planes definidos, dando por sentado que una vez trasladada a otro lugar, las cosas se arreglarían por sí solas. Todavía no especulaba sobre qué ocurriría cuando Dick ganara aquel dinero, pero soñaba continuamente que ella trabajaba en una oficina como eficiente e indispensable secretaria, vivía en el Club, convertida en confidente popular y adulta, y recibía invitaciones de amigos o «salía» con hombres que la trataban con aquella camaradería y aquel afecto tan sencillos y libres de peligro.