– ¿Y a dónde iba a ir? -preguntó Dick, asombrado.
– A la ciudad. Deje la tierra; no sirve para ella. Consiga un empleo fijo en cualquier parte.
– Aquí me defiendo -dijo Dick, resentido.
En la veranda, a contraluz, apareció la delgada silueta de una mujer. Los dos hombres se apearon del coche y fueron hacia ella.
– Buenas tardes, señora Turner.
– Buenas tardes -contestó Mary.
Charlie la examinó con atención cuando estuvieron dentro de la habitación iluminada, con más atención de la normal porque le chocó su modo de decir «Buenas tardes». Ella permaneció quieta y vacilante frente a él; una mujer flaca y reseca, de cabellos desteñidos por el sol, que le caían en desorden a ambos lados del rostro demacrado, con el resto recogido en la coronilla por una cinta azul. El cuello delgado y amarillento sobresalía de un vestido que al parecer acababa de ponerse, de algodón color fresa con volantes; y de sus orejas colgaban unos pendientes largos y rojos como confites que oscilaban y le golpeaban el cuello con breves sacudidas. Sus ojos azules, que en otro tiempo proclamaran a quienquiera que se tomara la molestia de mirarlos, que Mary Turner no era realmente «tiesa», sino tímida, orgullo-sa y sensible, brillaban con una luz nueva.
– ¡Vaya, buenas tardes! -exclamó con voz de adolescente-. Señor Slatter, hacía mucho tiempo que no teníamos el placer de verle. -Y se echó a reír, encogiendo un hombro en una horrible parodia de la coquetería.
Dick desvió la mirada, sufriendo, y Charlie la miró fijamente, con grosería, hasta que por fin ella se ruborizó y volvió la cabeza.
– No gustamos al señor Slatter-informó a Dick en tono frivolo-; de lo contrario, nos visitaría más a menudo.
Se sentó en un extremo del viejo sofá, que ya era una masa informe de concavidades y protuberancias, cubierto por una descolorida tela azul.
Charlie, con los ojos fijos en aquella tapicería, preguntó:
– ¿Cómo va la tienda?
– La cerramos porque no era rentable -respondió Dick con brusquedad-. Poco a poco vamos ".consumiendo las existencias.
Charlie miró los pendientes de Mary y la tapicería del sofá, que era de la tela que se vendía siempre a los nativos, azul, con un estampado de mal gusto, que ya es una tradición en Sudáfrica, tan propia de las «tiendas cafres» que Charlie se escandalizó al verla en casa de un blanco. Miró a su alrededor con el ceño fruncido. Las cortinas estaban rotas; el cristal de una ventana tenía una grieta tapada con papel; otro cristal estaba resquebrajado, pero ya no tenía ningún remiendo; el descuido y el deterioro de la habitación eran indescriptibles. En cambio, por doquier se veían trozos de género de la tienda, mal confeccionados, cubriendo el respaldo de una silla o envolviendo el cojín de un asiento. Charlie podría haber pensado que aquella pequeña prueba del deseo de guardar las apariencias era una buena señal, pero había perdido todo su tosco y a veces brutal buen humor y estaba silencioso y ceñudo.
– ¿Quiere quedarse a cenar? -preguntó al fin Dick.
– No, gracias -contestó Charlie, pero en seguida la curiosidad le hizo cambiar de opinión-. Sí, me quedaré.
Sin darse cuenta, los dos hombres hablaban como si estuvieran en presencia de una inválida; pero Mary se puso en pie de un salto y gritó desde el umbraclass="underline"
– ¡Moses! ¡Moses!
Entonces, como el nativo no aparecía, se volvió y les sonrió como una tímida anfitriona:
– Perdóneme, ya sabe cómo son estos boys.
Salió. Los dos hombres guardaron silencio. Dick tenía el rostro vuelto y Charlie, que nunca se había convencido de la necesidad del tacto, le miraba con fijeza, como tratando de obligarle a ofrecer alguna explicación de los hechos.
La cena, servida por Moses, consistió en una bandeja con té, un poco de pan y mantequilla rancia y un trozo de carne fría. Ni una sola pieza de la vajilla estaba entera y Charlie notó grasa en el cuchillo que sostenía en la mano. Comió con repugnancia, sin esforzarse por ocultarlo, mientras Dick guardaba silencio y Mary hacía observaciones bruscas e incoherentes sobre el tiempo con una terrible afectación, agitando los pendientes, retorciendo los delgados hombros y mirando a Charlie con coquetería.
Charlie no reaccionaba a todo aquello, diciendo sólo: «Sí, señora Turner», «No, señora Turner» y mirándola fríamente, con ojos llenos de antipatía y desprecio.
Cuando el nativo fue a levantar la mesa ocurrió un incidente que le hizo apretar los dientes y palidecer de ira. Hablaban ante los sórdidos restos de la cena mientras el boy se movía en torno a la mesa, recogiendo- con desgana los platos. Charlie no se había fijado siquiera en él y entonces Mary preguntó:
– ¿Le apetece un poco de fruta, señor Slatter? Moses, trae las naranjas, ya sabes donde están.
Charlie alzó la vista, moviendo lentamente las mandíbulas para masticar la comida que tenía en la boca, para mirarla con ojos brillantes y atentos; le había chocado el tono de la voz de Mary al hablar al nativo; era la misma entonación coqueta con que hablaba al dirigirse a él.
El nativo replicó con indiferente grosería:
– Naranjas acabarse.
– Sé que no se han acabado. Quedaban dos. Lo sé seguro. -Mary miraba al boy con ojos suplicantes, en tono casi confidencial.
– Naranjas acabarse -repitió el boy con la misma voz indiferente, pero con cierto matiz de satisfacción, de poder consciente que dejó pasmado a Charlie. Literalmente, se había quedado sin habla. Miró a Dick, que tenía la vista fija en sus manos; era imposible saber qué pensaba o si se había dado cuenta de algo. Miró a Mary: su piel arrugada y amarillenta mostraba un feo rubor bajo los ojos y la expresión del semblante era sin duda alguna de temor. Parecía haber comprendido que Charlie había notado algo, pues no dejaba de lanzarle miraditas culpables mientras sonreía.
– ¿Cuánto tiempo hace que tienen a este boy? -inquirió por fin Charlie, indicando a Moses con la cabeza; éste, de pie en el umbral, sosteniendo la bandeja, escuchaba sin disimulo. Mary miró a Dick, sin saber qué contestar, y Dick respondió con voz átona:
– Unos cuatro años, me imagino.
– ¿Por qué lo conservan?
– Es un buen muchacho -contestó Mary, meneando la cabeza- y trabaja bien.
– Pues no lo parece -replicó Charlie con brusquedad, desafiándola con la mirada. Pero ella la esquivó, inquieta, con un destello de secreta satisfacción en los ojos que enfureció a Charlie.
– ¿Por qué no se deshace de él? ¿Por qué permite que le hable de este modo?
Mary no respondió. Había vuelto la cabeza y miraba por encima del hombro hacia el umbral donde Moses seguía escuchando; y en su rostro se leía una absorción tan extraña que Charlie gritó de repente al nativo:
– Vete de aquí. Sigue con tu trabajo.
El robusto nativo desapareció, obedeciendo la orden al instante. Y entonces reinó el silencio. Charlie esperaba oír de labios de Dick algo que demostrara que no se había inhibido del todo, pero éste mantenía la cabeza baja y su semblante revelaba un sufrimiento mudo. Por fin Charlie apeló directamente a él, haciendo caso omiso de Mary, como si no estuviera presente.
– Despida a ese boy -dijo-. Despídalo, Turner.
– A Mary le gusta -fue la lenta y blanda respuesta.
– Salgamos afuera. Quiero hablarle.
Dick levantó la cabeza y miró a Charlie con resentimiento; detestaba ser obligado a fijarse en algo que prefería ignorar. Pero obedeció, se puso en pie y siguió a Charlie. Los dos hombres bajaron los peldaños de la veranda y caminaron hasta la sombra de los árboles.
– Tienen que marcharse de aquí -dijo escuetamente Charlie.
– ¿Cómo hacerlo? -preguntó Dick con apatía-. ¿Cómo puedo marcharme si aún tengo deudas? -Y en seguida, como si sólo fuera una cuestión de dinero, añadió-: Conozco a otros que no se preocupan por ello. Conozco a muchos granjeros que están en mi misma situación y que compran coches y se van de vacaciones. Pero yo no puedo hacerlo, Charlie. No soy así.