Se estremeció y pareció despertarse mientras miraba a su alrededor y se humedecía con la lengua los labios resecos. Estaba apoyada contra la delgada pared de ladrillos, con las manos extendidas y las palmas hacia arriba, como si quisiera detener la irrupción del día. Las dejó caer, se apartó de la pared y miró por encima del hombro el lugar donde se había apoyado. «Aquí -dijo Dick en voz alta-, será aquí.» Y el sonido de su propia voz, tranquila, profética, fatídica, sonó a sus oídos como un aviso. Entró en la casa, apretándose la cabeza con las manos, para huir de aquella veranda maligna.
Dick se había despertado y ya se ponía los pantalones para ir a tocar el gong. Mary se detuvo, esperando oír el ruido. Cuando hubo sonado, llegó el terror. Él estaba allí, en alguna parte, esperando que el gong anunciara el último día. Podía verle con claridad. Estaba bajo un árbol cualquiera, apoyado en el tronco y con los ojos fijos en la casa, esperando. Lo sabía. Pero aún no, se dijo para sus adentros, todavía no; todo el día por delante.
– Vístete, Mary -dijo Dick en voz baja y apremiante. La frase, repetida, penetró en su cerebro; entró, obediente, en el dormitorio y empezó a vestirse. Mientras se abrochaba los botones, se interrumpió, fue hacia la puerta, y estuvo a punto de llamar a Moses para que la abrochara, le alargara el cepillo, le atara el cabello y se responsabilizara de ella para evitarle la necesidad de pensar por sí misma. A través de la cortina vio a Dick y a aquel muchacho sentados a la mesa, comiendo algo que ella no había preparado. Recordó que Moses se había marchado y el alivio recorrió todo su cuerpo. Estaría sola, todo el día sola. Podría concentrarse en lo único que le importaba ahora. Vio a Dick levantarse con el rostro crispado y correr la cortina y Mary comprendió que se había detenido en el umbral con el vestido desabrochado, a la vista de aquel muchacho. La invadió una gran vergüenza, pero antes de que el bendito resentimiento pudiera contrarrestar aquella vergüenza, ya había olvidado a Dick y a su joven ayudante. Terminó de vestirse con gran lentitud y parsimonia, haciendo pausas después de cada movimiento -¿acaso no tenía todo el día a su disposición?-, y por fin salió del dormitorio. La mesa estaba llena de platos; los hombres se habían ido a trabajar. En una fuente grande había una gruesa capa de grasa blanca solidificada; pensó que debían haberse marchado hacía bastante rato.
Con desgana, amontonó los platos, los llevó a la cocina, llenó el fregadero de agua y entonces olvidó lo que estaba haciendo. De pie, con las manos colgando a los lados, pensó: «Él espera en alguna parte, fuera, entre los árboles.» Corrió por la casa llena de pánico, cerrando puertas y ventanas, y al final se desplomó en el sofá, como una liebre agazapada tras un montículo de hierba, viendo acercarse los perros. Pero era inútil esperar ahora; su intuición le decía que tenía el día entero por delante, hasta que anocheciera. Y durante un breve espacio de tiempo, su mente volvió a aclararse.
¿Qué me ocurre?, se preguntó vagamente, apretándose los ojos con los dedos hasta que vio surtidores de luz amarilla. No lo comprendo, dijo, no lo comprendo… Volvió a verse a sí misma sobre una elevación del terreno, en la cumbre de una montaña invisible, contemplando la casa, como un juez observando al tribunal; pero esta vez no tuvo ninguna sensación de alivio. Verse a sí misma con aquella claridad despiadada fue un tormento para ella. Así la verían cuando todo hubiera terminado, tal como se veía ella en aquel momento: una mujer lastimosa, flaca y fea, sin rastro de la vida que le había sido dada para disfrutarla, salvo un pensamiento: que entre ella y el sol furioso había una delgada chapa de hierro candente; que entre ella y la fatídica oscuridad había una breve franja de luz. Y al tomar el tiempo los atributos del espacio, la mantenía suspendida en el aire, y así le permitía ver a Mary Turner meciéndose en un extremo del sofá, gimiendo, con los puños contra los ojos, y también a Mary Turner tal como había sido antes, una muchacha inconsciente avanzando sin saberlo hacia este final. No lo comprendo, repitió. No comprendo nada. El mal está aquí, pero ignoro en qué consiste. No lo sé. Ni siquiera las palabras eran suyas. Gimió a causa de la tensión que suponía aquel perplejo juicio de sí misma, ser al mismo tiempo juez y encausada, sabiendo únicamente que sufría un martirio indescriptible. Porque el mal era algo que podía sentir: ¿acaso no había vivido con él durante muchos años? ¿Cuántos? ¡Desde mucho antes de venir a la granja! Incluso aquella muchacha lo había conocido. Pero, ¿qué había hecho? ¿Y en qué consistía? ¿Qué había hecho? Nada, al menos voluntariamente. Paso a paso había llegado a esto, a ser una mujer sin voluntad, sentada en un sofá viejo y desvencijado que olía a polvo, esperando la llegada de la noche que acabaría con ella. Y con justicia, lo sabía. Pero, ¿por qué? ¿Contra qué había pecado? El conflicto entre su juicio de sí misma y su sentimiento de inocencia, de haber sido impelida por algo que no comprendía, deterioró la claridad de su visión. Levantó la cabeza con una sacudida, pensando sólo que los árboles estaban cercando la casa, observando, esperando la noche. Cuando yo no esté, pensó, esta casa será destruida. La selva la destruiría porque siempre la había odiado, rodeándola en silencio y esperando el momento propicio para avanzar y arrasarla para siempre, sin dejar la menor huella de su existencia. Se imaginó la casa vacía y los muebles podridos. Primero vendrían las ratas. Ya corrían de noche por las vigas, arrastrando las largas y fuertes colas. Se apiñarían en los muebles y las paredes, royendo hasta que sólo quedara hierro y ladrillo y los suelos cubiertos de excrementos. Luego los escarabajos, grandes, negros y acorazados, que acudirían desde el veld y se instalarían en los intersticios entre los ladrillos. Algunos ya estaban allí, haciendo girar las antenas y observando con sus pequeños ojos pintados. Y por último, llegarían las lluvias. El cielo se abriría y despejaría, los árboles adquirirían una silueta más clara y un follaje exuberante y el aire brillaría como el agua. Pero por las noches la lluvia batiría sobre el tejado, insistente, inagotable, y en la explanada de delante de la casa crecería la hierba y después los matorrales y al año siguiente las enredaderas se arrastrarían por la veranda y derribarían las macetas de plantas, hasta formar espesas masas de vegetación húmeda donde se mezclarían los geranios con los robles enanos de corteza negra. Una rama se introduciría en la casa por uno de los cristales rotos de las ventanas y, muy lentamente, los troncos se apoyarían en el ladrillo hasta que las paredes se inclinaran y cayeran desmoronadas, junto con trozos de hierro oxidado, sobre la vegetación, y bajo la hojalata pulularían los sapos, gusanos largos y fuertes como colas de ratas y gusanos blancos y gruesos como babosas. Al final la selva lo cubriría todo y no quedaría ni rastro de la casa. La gente la buscaría. Encontrarían un peldaño de piedra apoyado contra el tronco de un árbol y dirían: «Aquí debía estar la vieja casa de los Turner. ¡Es curioso como la vegetación se adueña de todo en cuanto se abandona!» Y, rascando con el pie, apartando una planta, hallarían el pomo de una puerta incrustado en una raíz o un fragmento de porcelana entre un montón de guijarros. Un poco más allá, un montículo de tierra rojiza mezclada con paja podrida semejante al cabello de un cadáver. Aquello sería todo lo que quedaría de la cabana del inglés; a poca distancia, un montón de escombros señalaría las ruinas de la tienda. La casa, la tienda, los gallineros, la choza… ¡todo sería engullido por la selva! La mente de Mary era todo verdor, ramas húmedas, hierba húmeda y arbustos lozanos. De pronto, se cerró, extinguiendo la visión.