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Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Estaba sentada en aquella salita bajo el tejado de hojalata y el sudor bañaba su cuerpo. Con todas las ventanas cerradas, era insoportable. Corrió afuera; ¿de qué servía estar encerrada allí dentro, sólo esperando, esperando que la puerta se abriera y entrara la muerte? Huyó de la casa, corriendo por la tierra dura y requemada, de arena brillante, en dirección a los árboles. Los árboles la odiaban, pero no podía permanecer en la casa. Se adentró en su sombra, sintiéndola en la carne y oyendo por doquier el chillido insistente de las cigarras. Caminó directamente hacia el chaparral, pensando: «Le saldré al encuentro y todo terminará.» Tropezó con gavillas de hierba pálida, mientras los matorrales le desgarraban él vestido. Por fin se apoyó en un árbol, con los ojos cerrados, los oídos llenos de gritos y la piel ardiente. Se quedó allí, esperando, esperando. ¡Pero el ruido era insoportable! Estaba atrapada en un tambor de alaridos. Abrió los ojos. Enfrente de ella había un árbol joven, de tronco grisáceo, lleno de nudos como si fuera un árbol viejo. Pero no eran nudos. Eran tres de aquellos feos escarabajos que cantaban, ajenos a ella, ajenos de todo, ciegos a todo lo que no fuera el sol, dador de vida. Se acercó y los miró con atención. ¡Tan pequeños y qué intolerable era su chillido! Hasta ahora no había visto ninguno. Se dio cuenta de improviso que durante todos los años que había vivido en aquella casa, rodeada de hectáreas y más hectáreas de selva, no se había adentrado jamás entre los árboles ni recorrido los senderos. Y durante todos aquellos años había escuchado sin cesar a lo largo de los meses secos y tórridos, con los nervios destrozados, aquel terrible chillido, y nunca había visto los escarabajos que lo producían. Al levantar los ojos, vio que se hallaba a pleno sol, un sol tan bajo que tuvo la impresión de poder arrancarlo del cielo si alargaba la mano; un sol grande y rojo, ennegrecido por el humo. Levantó la mano y rozó un puñado de hojas, ahuyentando a algo que se alejó con un chillido. Profirió una exclamación de horror y corrió entre los matorrales, por la hierba, en dirección al claro, donde se detuvo con la mano en la garganta.

Delante de la casa esperaba un nativo. Mary se llevó la mano a la boca para ahogar un grito, pero en seguida vio que era otro nativo, portador de un trozo de papel, que sostenía como todos los nativos analfabetos tocan el papel impreso: como algo que estuviera a punto de explotarles en la cara. Se acercó a él y cogió la nota, que decía: «No subiré a almorzar. Estoy demasiado ocupado con los últimos detalles. Envía té y bocadillos.» Aquel pequeño recordatorio del mundo exterior no tuvo poder para sacarla de su abstracción. Pensó, irritada, que era muy propio de Dick y, con el papel en la mano, entró en la casa y abrió las ventanas con airado ademán. ¿Por qué el boy dejaba las ventanas cerradas cuando le había ordenado tantas veces que…? Miró el papel; ¿qué significaba? Se sentó en el sofá con los ojos cerrados. A través de su somnolencia oyó unos golpes en la puerta principal y se levantó, sobresaltada, pero en seguida volvió a sentarse, temblando, esperando que entrara. Se oyeron más golpes. Cansada, hizo un esfuerzo para levantarse y fue a la puerta; fuera estaba el nativo.

– ¿Qué quieres? -preguntó Mary.

Él señaló el papel que había sobre la mesa. Entonces Mary recordó que Dick le había pedido té. Lo hizo, llenó con él una botella de whisky y dijo al boy que se marchara, olvidando los bocadillos. Lo único que pensó fue que el muchacho debía tener sed; no estaba acostumbrado al país. Las palabras «el país», que eran una llamada a la realidad más fuerte que Dick, la conturbaron como un recuerdo que no quería evocar. Pero continuó pensando en el muchacho. Le vio con los ojos cerrados; su rostro era muy joven, muy liso, de expresión amable. Había sido bueno con ella; no la había condenado. De pronto se encontró aferrada a aquel pensamiento. ¡Él la salvaría! Esperaría su regreso. Se quedó en el umbral, mirando hacia la gran extensión de vlei seco y agostado. En alguna parte, entre los árboles, acechaba él; y en el vlei estaba el muchacho, que llegaría antes de la noche para rescatarla. Permaneció con la mirada fija, casi sin pestañear, bajo la luz deslumbrante del sol. Pero, ¿qué ocurría con aquella gran llanura, que siempre era una extensión rojiza en esta época del año? Ahora estaba cubierta de matorrales y hierba alta. El pánico se apoderó de ella; la selva invadía la granja aun antes de que ella estuviera muerta y enviaba a sus batidores a cubrir la rica tierra roja de matorrales y plantas; ¡la selva sabía que iba a morir! Pero el muchacho… apartó de su mente todo lo demás y pensó en él, en su cálido consuelo, en su brazo protector. Se apoyó en el antepecho de la veranda, rompiendo los tallos de los geranios, para ver mejor las laderas de chaparral y vlei y distinguir la columna de humo rojizo que levantaría el coche al acercarse a la casa. Pero ya no tenían coche; lo habían vendido… Las fuerzas la abandonaron y se sentó, sin aliento, cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la luz había cambiado y las sombras se alargaban delante de la casa. En el aire flotaba el ambiente del atardecer y había un resplandor sofocante y polvoriento, una vibración sonora de luz amarillenta que resonó como un golpe en su cabeza. Se había quedado dormida. El sueño le había robado el último día. ¿Y si mientras dormía él había entrado en la casa, buscándola? Se puso en pie en un arranque de valor y desafío y entró a grandes zancadas en la sala. Estaba vacía, pero sabía, sin que le cupiera la menor duda, que él había estado allí mientras dormía y se había asomado a la ventana para verla. La puerta de la cocina estaba abierta; aquello lo probaba. Quizá la había despertado la sensación de su proximidad, de su mirada furtiva, tal vez incluso de un ligero roce. Dio un respingo y se estremeció.

Pero el muchacho la salvaría. Animada por la idea de su regreso, que ya debía estar próximo, salió de la casa por la puerta trasera y caminó hasta su cabaña. Salvó el bajo escalón de ladrillo y se agachó para entrar en el interior. ¡Oh, qué deliciosa, qué deliciosa era la frescura sobre su piel! Se sentó en el lecho, con la cabeza apoyada en las manos, y sintió en los pies la frialdad del suelo de cemento. De pronto se levantó con una sacudida; no debía dormirse otra vez. Siguiendo la pared curvada de la cabaña, había una hilera de zapatos. Los miró llena de admiración. Hacía años que no veía zapatos tan elegantes y de tan buena calidad. Cogió uno y acarició la piel brillante mientras echaba una ojeada a la etiqueta: «John Craftsman, Edimburgo.» Se rió, sin saber porqué. Dejó el zapato en su sitio. En él suelo había una gran maleta que apenas podía levantar. La abrió sin moverla de donde estaba. ¡Libros! Su admiración aumentó. Hacía tanto tiempo que no veía ningún libro que hasta le resultaría difícil leer. Miró los títulos: Rhodes y su influencia; Rhodes y el espíritu de África; Rhodes y su misión. «Rhodes», murmuró; no sabía nada de él aparte de lo que le habían enseñado en la escuela, que no era mucho. Sabía que había conquistado un continente. «Conquistó un continente», dijo en voz alta, orgullosa de haber recordado la frase después de tanto tiempo. «Rhodes se sentó sobre un cubo invertido junto a un hoyo del terreno, soñando con su hogar de Inglaterra y con el territorio aún por conquistar.» Empezó a reír; le pareció extraordinariamente gracioso. Entonces pensó, olvidando al inglés y a Rhodes y los libros: «Pero aún no he ido a la tienda.» Y supo que debía ir.