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Se tambaleó hasta la veranda, donde la noche anterior se había cometido el crimen. Sobre el ladrillo se veía una mancha rojiza y un charco de agua de lluvia estaba teñido de rosa. Los mismos perros grandes y sucios lamían los bordes del agua y se alejaron encogidos cuando Tony les gritó. Se apoyó contra la pared, con la vista perdida en los empapados verdes y, marrones del veld y en las colinas, afiladas y azules después de la lluvia, que había caído a raudales durante media noche. Se dio cuenta, a medida que el sonido le iba penetrando, que las cigarras chillaban a su alrededor; había estado demasiado absorto para oírlas. Era un chillido continuo e insistente que procedía de cada matorral y de cada árbol y que castigaba sus nervios. «Me marcho de aquí -dijo de repente-, me marcho para no volver. Viajaré al otro extremo del país. Me lavo las manos de todo esto. Que los Slatter y los Denham hagan lo que quieran. ¿Qué puede importarme a mí?»

Aquella mañana hizo el equipaje y fue a casa de los Slatter para decir a Charlie que no se quedaba. Charlie pareció indiferente, casi aliviado; ya se le había ocurrido pensar que no necesitaba a un administrador ahora que Dick no regresaría más a la granja.

A partir de entonces la granja de Turner se convirtió en pasto para el ganado de Charlie. Lo invadieron todo, incluso la colina donde se levantaba la casa, que permaneció vacía hasta que se derrumbó.

Tony volvió a la ciudad, donde erró una temporada por los bares y hoteles en busca de un trabajo que le conviniera. Pero su adaptabilidad y despreocupación iniciales habían desaparecido. Ahora era exigente. Visitó varias granjas, pero ninguna le gustó; la agricultura había perdido su atractivo para él. En el juicio, que fue como el sargento Denham había profetizado, una mera formalidad, declaró lo que se esperaba de él. Se insinuó que el nativo había asesinado a Mary Turner en plena borrachera, ávido de dinero y joyas.

Una vez terminado el juicio, Tony vagó sin rumbo hasta que agotó el dinero. El asesinato y aquellas pocas semanas con los Turner le habían afectado más de lo que suponía. Pero como no tenía dinero, tuvo que pensar en algo para ganarse la vida. Conoció a un hombre de Rhodesia del Norte que le habló de las minas de cobre y los elevadísimos salarios. Aquello sonó fantástico a los oídos de Tony, que tomó el próximo tren con dirección al cinturón del cobre, resuelto a ganar algún dinero y empezar un negocio por su cuenta. Pero los salarios, una vez allí, no le parecieron tan espléndidos como desde lejos. El costo de la vida era muy alto y, además, todo el mundo bebía mucho… Pronto dejó el trabajo subterráneo y se convirtió en una especie de supervisor. Y así, al final, acabó en una oficina desempeñando un empleo burocrático, que era de lo que había huido al venir a África. Pero no estaba tan mal, en realidad. Había que tomar las cosas como venían, la vida no es nunca tal como uno la desea… Esto era lo que se decía a sí mismo cuando estaba deprimido y recordaba sus antiguas ambiciones.

Para la gente del «distrito», que de oídas lo sabía todo acerca de él, era el muchacho llegado de Inglaterra que no había tenido agallas para soportar más que unas cuantas semanas el cultivo de la tierra. No tenía agallas, dijeron. Debía haber aguantado más.

Capítulo segundo

A medida que la línea férrea se extendía, serpenteaba y se ramificaba por toda Sudáfrica, cerca de ella y separadas entre sí por un puñado de kilómetros, surgían pequeñas aldeas que se antojaban al viajero grupos insignificantes de horribles edificios, pero que eran los centros de distritos agrícolas de una extensión aproximada de trescientos kilómetros. Cada uno de ellos contiene la estación, la oficina de correos, a veces un hotel, y siempre una tienda.

Si uno buscara un símbolo para expresar a Sudáfrica, la Sudáfrica creada por financieros y magnates de las minas, la Sudáfrica que horrorizaría a los viejos misioneros y exploradores que trazaron el mapa del Continente Negro, lo encontraría en la tienda. La tienda está por doquier. Se sale de una y a los dieciséis kilómetros se llega a la siguiente; se saca la cabeza por la ventanilla del tren y allí está; todas las minas tienen su tienda y también muchas granjas.

Siempre es el mismo edificio de una sola planta dividido en segmentos como una tableta de chocolate, con verdulería, carnicería y licorería bajo un tejado de chapa ondulada. Tiene un alto mostrador de madera oscura y, detrás del mostrador, estantes atiborrados de todo, desde un mejunje contra el moquillo hasta cepillos de dientes, todo mezclado. Hay un par de percheros con baratos vestidos de algodón de colores chillones y quizás un montón de cajas de zapatos o una caja de cristal para cosméticos o dulces. Despide un olor inconfundible, compuesto de barniz, sangre seca del matadero de la parte posterior, pieles secas, frutas secas y fuerte jabón amarillo. Detrás del mostrador hay un griego,

un judío o un hindú. A veces, los hijos de este hombre, odiado por todo el distrito por explotador y forastero, juegan entre las hortalizas porque la vivienda se halla justo detrás de la tienda.

Para miles de personas de todas las partes de Sudáfrica, la tienda es el telón de fondo de su infancia. Tantas cosas se centraban en ella. Evoca recuerdos, por ejemplo, de las noches en que el automóvil, después de viajar interminablemente por una oscuridad polvorienta y fría, se paraba de improviso ante un cuadrado luminoso donde había hombres con vasos en las manos y a uno le llevaban al bar bien iluminado para beber un sorbo de ardiente líquido que «ahuyentaba la fiebre». O podía ser el lugar adonde uno iba dos veces por semana a recoger el correo y ver a todos los granjeros de muchos kilómetros a la redonda comprando comida y leyendo cartas del hogar con un pie apoyado en el estribo del coche, ajenos por un momento al sol, al cuadrilátero de polvo rojizo, donde los perros se apiñaban como moscas en torno a un trozo de carne, y a los grupos de curiosos nativos; transportados momentáneamente al país por el que sentían tan honda nostalgia, pero en el que no volverían a vivir: «Sudáfrica se te mete en la sangre» decían con pesar

aquellos exiliados por voluntad propia.

Para Mary, la palabra «Hogar» -pronunciada con nostalgia- significaba Inglaterra, a pesar de que sus dos progenitores eran sudafricanos y no habían estado nunca allí. Significaba «Inglaterra» a causa de los días en que llegaba el correo, cuando se escabullía hasta la tienda para ver entrar los coches y marcharse cargados con comestibles, cartas y revistas de ultramar.

Para Mary, la tienda era el verdadero centro de su vida, incluso más importante que para la mayoría de los niños, ante todo porque vivía a la vista de una de ellas, en una de aquellas aldeas pequeñas y polvorientas. Siempre tenía que cruzar la calle para ir a buscar una libra de orejones o una lata de salmón para su madre, o a preguntar si había llegado el periódico de la semana y permanecía en ella durante horas, contemplando los montones de pegajosos confites de colores, dejando resbalar entre los dedos el fino grano guardado en sacos que bordeaban las paredes o mirando de reojo a la niña griega con quien no le permitían jugar porque su madre decía que sus padres eran gitanos. Y más tarde, cuando se hizo mayor, la tienda adquirió otro significado: era el lugar donde su padre compraba las bebidas. A veces su madre se exasperaba y se quejaba al camarero del bar de que no le llegaba el dinero mientras su marido malgastaba el sueldo en alcohol. Mary sabía, incluso de niña, que su madre se quejaba por el placer de hacer una escena y exhibir sus sufrimientos, que en realidad gozaba del lujo de quedarse en el bar mientras los clientes fortuitos la miraban y se compadecían de ella; le complacía quejarse de su marido con voz ronca y afligida. «Todas las noches viene a casa directamente desde aquí -solía decir- ¡todas las noches! Y espera que yo alimente a mis tres hijos con el dinero que le sobra cuando le da la gana de volver a casa.» Y entonces callaba, esperando la condolencia del hombre que se embolsaba el dinero legítimamente suyo y de sus hijos. Pero él, siempre terminaba diciendo: «Dígame, ¿qué puedo hacer yo? No pretenderá que me niegue a servirle un trago, ¿verdad?» Y ella, una vez había interpretado la escena y recibido la comprensión suficiente, se alejaba despacio por la explanada de polvo rojizo hacia su casa, llevando a Mary cogida de la mano. Era una mujer alta y huesuda, de ojos coléricos que despedían un brillo malsano. No tardó en convertir a Mary en su confidente. Solía llorar mientras cosía y Mary la consolaba, llena de congoja, impaciente por irse pero sintiéndose importante al mismo tiempo, y odiando a su padre.

Esto no quiere decir que bebiera hasta el punto de volverse brutal; raramente se emborrachaba como algunos de los hombres que Mary veía fuera del bar y que le inspiraban verdadero terror. Bebía todas las tardes hasta que estaba alegre, un poco aturdido y de buen humor y entonces llegaba a casa y tomaba una cena fría, solo a la mesa. Su mujer le trataba con una indiferencia glacial, reservando sus comentarios desdeñosos para cuando sus amigas iban a la hora del té. Era como si no deseara dar a su marido la satisfacción de saber que le importaba o sentía algo por él, aunque sólo fuera desprecio y burla. Se comportaba como si no estuviera en la casa, y para todos los efectos prácticos, no estaba. Llevaba el dinero, pero no el suficiente, y aparte de aquello era un cero a la izquierda en la casa y lo sabía. Bajo, de cabellos rizados y mates y una cara redonda y arrugada, tenía un aire de jocosidad inquieta y agresiva. Llamaba «señor» a los funcionarios insignificantes que iban a visitarle y gritaba a los nativos que estaban a sus órdenes; trabajaba en el ferrocarril como bombeador.