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No parecían gustarle los hombres. Solía decir a las chicas: «¡Hombres! Ellos sí que se divierten.» Sin embargo, fuera de la oficina y del club, su vida dependía enteramente de ellos, aunque habría repudiado, indignada, tal acusación. Y en realidad quizá no era tanta su dependencia, porque cuando escuchaba las quejas y desgracias de otras personas, no se refería nunca a las propias. A veces sus amigas se sentían un poco ofendidas y despreciadas. Pensaban confusamente que no era justo escuchar, aconsejar y actuar como una especie de hombro universal para el mundo doliente y no corresponder con algún lamento propio. La verdad era que no tenía quejas. Escuchaba las complicadas historias de los demás con bastante extrañeza e incluso con un poco de miedo, que le inspiraba el deseo de aislarse de todo. Era uno de los fenómenos más raros: una mujer de treinta años sin preocupaciones amorosas, dolores de cabeza, insomnio o neurosis. No sabía lo rara que era.

Seguía siendo «una de las chicas». Si visitaba la ciudad un equipo de cricket y se necesitaban parejas, los organizadores llamaban a Mary. Aquella era su especialidad: adaptarse con sensatez y comedimiento a cualquier ocasión. Vendía entradas para un baile benéfico o actuaba de pareja de baile para un defensa de fútbol con idéntica amabilidad.

Y todavía llevaba el pelo hasta los hombros, como una niña, y vestidos infantiles de color pastel y conservaba sus modales tímidos e ingenuos. Si la hubieran dejado tranquila, habría continuado divirtiéndose a su modo hasta que un día la gente se hubiera dado cuenta de que se había convertido imperceptiblemente en una de esas mujeres que envejecen sin pasar por la madurez: un poco marchita, un poco sarcástica, resistente, sentimental, bondadosa y atraída por la religión y los perros pequeños.

Habrían sido buenos con ella, porque «se había perdido lo mejor de la vida». Pero hay muchas personas que no quieren lo mejor, personas para las cuales lo mejor ha estado emponzoñado desde el principio. Cuando Mary pensaba en el «hogar», recordaba una caja de madera sacudida por el paso de los trenes; cuando pensaba en el matrimonio, recordaba a su padre llegando a casa ebrio, con los ojos inyectados en sangre; cuando pensaba en los niños, veía el rostro de su madre en el funeral de los suyos… angustiado, pero seco y duro como una roca. A Mary le gustaban los hijos de los demás pero temblaba ante la idea de tener hijos propios. Era sentimental en las bodas, pero le repugnaba profundamente el sexo; había habido poca intimidad en su casa y ocurrido cosas que prefería no recordar; hacía muchos años que había puesto todo su empeño en olvidarlas.

Lo cierto era que a veces sentía una inquietud, una vaga insatisfacción que durante unos días agriaba el placer de sus actividades. Por ejemplo, al acostarse tranquilamente después de ver una película, le asaltaba -el pensamiento: «¡Ya ha pasado otro día!» Y entonces el tiempo parecía contraerse y haber transcurrido un período brevísimo desde que abandonara la escuela y viniera a la ciudad a ganarse la vida; y sentía un poco de pánico, como si se hubiera derrumbado bajo sus pies una columna invisible. Pero como era una persona sensata y estaba firmemente en contra de la morbosidad de pensar en uno mismo, se metía en la cama y apagaba las luces. Tal vez se preguntaba, antes de conciliar el sueño: «¿Es esto todo? ¿Será esto todo lo que podré recordar cuando sea vieja?» Pero por la mañana ya lo había olvidado y pasaban los días y volvía a sentirse feliz. Porque no sabía lo que quería. Algo más grande, pensaba con vaguedad, otra clase de vida. Pero aquel estado de ánimo no duraba mucho. Estaba demasiado satisfecha con su trabajo, en el que se sentía eficiente y capaz; con sus amigas, en las que confiaba; con su vida en el Club, que era agradable y gregaria como la vida en una gigantesca y alegre pajarera y donde siempre reinaba la excitación de los compromisos y bodas de otras personas; y con sus amigos, que la trataban como una buena compañera, sin rastro de aquella estupidez del sexo.

Pero todas las mujeres acaban siendo conscientes, tarde o temprano, de la impalpable pero potente presión para que se casen y Mary, que no era en absoluto sensible al ambiente o a las insinuaciones de los demás, la sufrió un día de improviso y del modo más desagradable.

Se hallaba en casa de una amiga casada, sentada en la veranda, de espaldas a una habitación iluminada. Estaba sola y oía voces hablando en voz baja y de repente, captó su propio nombre. Se levantó para entrar y que la vieran; fue típico de ella pensar en seguida en lo desagradable que sería para sus amigas saber que las había escuchado. Pero volvió a sentarse y esperó el momento oportuno para fingir que acababa de llegar del jardín. Y oyó la siguiente conversación, con el rostro encendido y las manos sudorosas:

– Ya no tiene quince años; ¡es ridículo! Alguien tendría que hablarle de sus vestidos.

– ¿Qué edad tiene?

– Debe andar por los treinta y pico. Hace mucho tiempo que circula. Empezó a trabajar mucho antes que yo y de eso han pasado ya más de doce años.

– ¿Por qué no se casa? Debe haber tenido muchas oportunidades.

Se oyó una risita ahogada.

– No lo creo. Mi marido salió una temporada con ella y cree que no se casará nunca. No está hecha para eso, en absoluto. Debe tener algo que no funciona.

– ¿Tú crees?

– De todos modos, ha perdido mucho. El otro día la vi por la calle y apenas la reconocí. ¡De verdad! Con todos esos juegos, tiene la piel como pergamino y está demasiado flaca.

– Pero es una buena chica.

– Que no despertará ninguna pasión, te lo aseguro.

– Sería una buena esposa para el hombre apropiado. Mary es una persona fiel.

– Debería casarse con alguien mucho mayor que ella; le convendría un cincuentón… Ya verás, uno de estos días se casará con un hombre que podría ser su padre.

– ¡Quién sabe!

Otra risita ahogada, sin mala intención, pero que sonó cruel y maliciosa en los oídos de Mary. Estaba aturdida y horrorizada, y sobre todo profundamente dolida de que sus amigas hablaran así de ella a sus espaldas. Era tan ingenua, se olvidaba hasta tal punto de sí misma en sus relaciones con los demás, que nunca habría imaginado que la gente pudiera hacer aquella clase de comentarios sobre ella. ¡Y qué comentarios! Permaneció donde estaba, llena de angustia, retorciéndose las manos. Luego se sobrepuso y volvió a la habitación para reunirse con sus traidoras amigas, que la saludaron con cordialidad, como si un momento antes no le hubieran clavado un cuchillo en el corazón y dado al traste con su equilibrio emocional; ¡no podía reconocerse a sí misma en la descripción que habían hecho de ella!

Aquel pequeño incidente, al parecer tan poco importante y que no habría causado ningún efecto en una persona que tuviera una idea, aunque fuese mínima, de la clase de mundo en que vivía, conmocionó a Mary. Ella, que no había tenido nunca tiempo de pensar en sí misma, empezó a pasar horas enteras encerrada en su habitación, preguntándose: «¿Por qué dijeron aquellas cosas? ¿Qué me ocurre? ¿A qué se referían al decir que no estoy hecha para eso?» Y espiaba, implorante, los rostros de sus amigas para ver si encontraba trazas de su condena. Todavía se sentía más confusa y desgraciada al comprobar que seguían igual, que la trataban con la misma afabilidad de siempre. Empezó a sospechar dobles sentidos donde no existían y a encontrar malicia en las miradas de las personas que sólo sentían afecto hacia ella.

Mientras repasaba las palabras oídas por casualidad, se le ocurrieron maneras de mejorar su imagen. Se quitó la cinta del pelo, de mala gana, porque pensaba que la favorecía una aureola de rizos enmarcando su rostro largo y delgado, y se compró trajes sastre con los que se sentía a disgusto, porque consideraba más apropiados para ella los vestidos vaporosos y las faldas infantiles. Y por primera vez-en su vida se sintió incómoda con los hombres. Al desvanecerse un pequeño fondo de desprecio hacia ellos, del que no era

consciente y que la había protegido del sexo con la misma efectividad que si hubiera sido realmente fea, perdió el equilibrio. Y empezó a buscar a alguien con quien casarse. No se lo formuló con estas palabras pero, al fin y al cabo, era

un ser eminentemente sociable, aunque nunca había pensado en la «sociedad» como abstracción; y si sus amigas pensaban que debía casarse, tal vez les asistía un poco de razón. Si hubiese aprendido alguna vez a expresar sus sentimientos, quizá se lo habría planteado de aquel modo. Y el primer hombre al que permitió acercarse a ella era un viudo de cincuenta y cinco años con hijos ya mayores, porque con él se sentía segura… porque no asociaba ardores y abrazos con un caballero de mediana edad cuya actitud hacia ella era casi paternal.