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Carlos Fuentes

Carolina Grau

© 2011

El prisionero del castillo de If

1.

He perdido la libertad. Temí perder la memoria. Llevo catorce años encerrado en el Castillo de If. Me las he ingeniado para cubrir las paredes de mi prisión con mapas del cielo, cálculos de los movimientos del mar y distancias entre la cárcel y las islas más cercanas: Tiboulet, Le Maire… He omitido toda mención de la isla de Montecristo. Tú podrás objetar: nada se disimula mejor que aquello que se muestra. Lo sé. Mi decisión de no hablar de Montecristo es otra. Ya lo sabrás.

Por ahora, escucha cómo rascan mis uñas la piedra que nos separa, cómo araño el cemento que nos divide. Piensa lo que quieras: ¿es un rumor de ratas o un silencio de hormigas? Yo sigo excavando con la vana esperanza de encontrar una ruta de evasión. Estoy rodeado de agua. Sin duda uno de mis túneles debe abrirse al mar. He ido desechando ideas imposibles. La razón de la imposibilidad es la facilidad. ¿Matar al carcelero? ¿Robarle las llaves? No lo pienses siquiera. El carcelero tiene su carcelero y éste al suyo y así al infinito. Tú y yo somos los eslabones finales de una larga cadena de sumisiones. Así está ordenado el mundo, mi joven amigo. ¿Hay otra salida?

Quizás el azar sea parte del orden invisible de las cosas. Buscaba la manera de escapar del Castillo de If arrojándome al mar, nadando hasta donde mis fuerzas alcanzaran o, con suerte, salvado por una lancha de pescadores o una tartana de los contrabandistas que surcan estos mares.

Era consciente de que llegar al agua era, en sí misma, una posibilidad aleatoria. Más probable sería acabar estrellado contra los acantilados del castillo. Casi seguro, caer prisionero de nuevo o ser alcanzado por una bala de los guardias.

Imagínate mi sorpresa al terminar de excavar el túnel y encontrarme contigo en la celda vecina a la mía. Celebremos. No obtuvimos la libertad, ganamos la compañía. ¿Hay algo mejor?

¿No contestas? Te entiendo. No sé cuánto tiempo llevas encerrado aquí. Veo por lo largo de tu barba y de tu cabellera que por lo menos tres o cuatro años… ¿Te sorprende que yo te vea y tú a mí no? ¿Aún no te acostumbras a la oscuridad de este pozo? ¿Por qué gritas? Cállate, por amor de Dios. ¿Quieres que acudan los guardias y nos encuentren juntos? No grites, insensato. Si creen que te volviste loco, te llevarán lejos de aquí, al manicomio de Charenton. ¿Qué dices? ¿Que no estás loco, que gritas por alegría? ¿Que llevas años no oyendo otra cosa que el movimiento tribal de las arañas y el tiempo que tarda en formarse y caer la gota de agua del techo?

– No soy loco furioso -dices bajando la cabeza-. El cautiverio me ha quebrado. Me da miedo hablar solo.

Entre la pelambre que cubre ru rostro y tu cabeza, yo admiro un perfil noble y un espíritu humilde. En tu mirada cautiva, veo cómo se agita la nostalgia del aire y del mar. Seré prudente. Estás vencido pero tienes esperanzas. Yo voy a aumentarlas.

– Me da miedo hablar solo.

2.

Hemos acordado un horario que te permita pasar a gatas de tu celda a la mía. Nos separan apenas veinte pies. La distancia física es pequeña; la diferencia intelectual, gigantesca. Me cuentas las razones simples de tu cautiverio. Eras el segundo de a bordo del barco mercante El Faraón. El capitán murió en el trayecto y te pidió -fue su última voluntad- que te detuvieras en la isla de Elba a recibir una carta que luego entregarías en Marsella. Danglars, tu segundo, te reprochó la escala y la pérdida de tiempo. Tú alegaste que no podías dejar de cumplir los deseos de un moribundo. Tú mismo tenías impaciencia. En Marsella te esperaban tu anciano padre y tu novia Mercedes, con la cual contraerías matrimonio la noche misma del arribo a puerto, a pesar de la contrariedad del primo y suspirante de Mercedes, Fernando Mondego. Pero en medio del banquete, fuiste arrestado y conducido ante el procurador Villefort, al que ingenuamente le entregaste la carta que te encomendaron en la isla de Elba. El procurador leyó la carta y te envió a esta prisión, donde eres sólo el número 34: cordero inocente, te condenaste a ti mismo. La carta maldita iba dirigida al padre del procurador, un renombrado bonapartista cuyo partidismo comprometía la posición del hijo en el régimen monárquico restaurado. Fuiste, sin saberlo ni quererlo, un emisario del regreso de Bonaparte y la aventura de los Cien Días.

Ingenuo. Inocente. No te has preguntado siquiera: ¿A quién le conviene mi cautiverio? Te abro los ojos. Ya sabes quiénes te burlaron. Ya conoces a tus enemigos. El segundo de a bordo. El suspirante a la mano de tu novia. Y el fiscal, protector de su padre al precio de tu libertad. Te abro los ojos: ya nunca serás el marino imberbe a punto de volverse loco en un hoyo del Castillo de If. Ya tienes una misión en la vida: vengarte de tus atroces enemigos. Te faltan las armas de la vendetta: el conocimiento del mundo y de las pasiones, las debilidades de tus adversarios y los medios para destruirlos. No basta el dinero para dominar. Se necesita, sobre todo, la inteligencia.

Veo en tu mirada dos luces antagónicas: quieres vengarte pero eres prisionero; eres prisionero y no sabes cómo escapar.

– ¡Ah! -exclamo-. No hay prisionero para la mente y el conocimiento. Yo te daré la sabiduría, pues la primera cárcel del hombre es la ignorancia…

Así empezó mi curso expeditivo de tres lenguas muertas, cinco vivas, astronomía y geografía (mi alumno creía que cada atardecer el sol desaparecía dándole la vuelta a la Tierra inmóvil), finanzas (altas y bajas, pues éstas sostienen a aquéllas), política (yo hice mis armas en la Italia irredenta como secretario del cardenal Rospigliosi, con la esperanza de unificar la península) y sobre todo la pasión, pasión de la venganza, pasión del dinero, pasión del sexo, pasión del poder. Fui llenando gota a gota, hasta convertirlos en un torrente, los odres vacíos del alma inocente de Edmundo Dantés.

Formé su espíritu como se crea una estatua a partir de la arcilla: le di ojos de lobo para ver de noche, orejas de conejo para escuchar de lejos, ojos de águila para ver en todas las direcciones, nariz de topo para escarbar la tierra, boca de león para devorarlo todo, colmillos de víbora para envenenar el paraíso y sobre todo lo que sólo un italiano como yo puede enseñar: mantener las apariencias de una cortesía extremada mientras el corazón ruge con la impaciencia del mal y la venganza se domina a sí misma como un tigre que adivina de lejos a sus víctimas. Yo te enseñaré a combinar la bella figura con la virtud, la necesidad y la fortuna, para que alcances tus fines sin sacrificar la belleza en el altar del crimen.

3.

Me ofendió. Edmundo Dantés me ofendió seriamente. Tras tres años de educarlo con un esfuerzo no ajeno a la satisfacción, le revelé mi secreto. Yo, el abate Faría, era dueño del mapa de un tesoro fabuloso escondido en una cueva de la isla de Montecristo. Dantés me miró con incredulidad total. El conocía ese islote al sur de Marsella. Era un islote que aparecía en el mar como la cúspide de una montaña hundida. Allí sólo había cabras y espinas. Dantés se rió. Su mirada era elocuente: me consideraba un loco inofensivo.

Tuvo la consideración de estudiar el mapa y de interrogarme con el ceño. ¿De qué servía esa ruta del tesoro a dos prisioneros que jamás saldrían del Castillo de If? Sentí en su disposición varias actitudes desagradables. Una, llevarme la corriente. Otra, tranquilizar al loco a fin de compartir sin rija la buena (la única) compañía de la cárcel. Otra más, convencerse de que yo era un hombre cuerdo en todo menos una cosa: la fantasía del tesoro de Montecristo. Vi con claridad a través de estas razones simplonas. Lo que ya nunca sabrás, Dantés, es hasta qué punto ofendiste mi honor, mi sabiduría y aun mi vanidad con una actitud que era la de un carcelero más, no la de un amigo: el abate está loco, sueña con tesoros inexistentes, nos pide, incluso, que lo llevemos del castillo a la isla para probarnos que dice la verdad y nos ofrece, si la historia es cierta, la mitad del tesoro, y si no, regresará con mansedumbre a la celda.