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Sintiéndome cada vez más una especie de robinsón en isla de cemento, me resigné a que, por ahora, no saldría de mi alto mirador sin vista porque en el instante sentía hambre, y con el hambre, no se piensa claro…

Una actividad sin sentido, así miraba ahora mi vida anterior a ésta. Sin embargo, ¿qué determinaba aquélla sino la constante combinación del azar, la libertad, la voluntad y el misterio? No hay vida, por banal que sea, sin estos componentes. Ayer y hoy. Sólo que ahora la libertad no existe y en consecuencia la voluntad flaquea, aumentando" la medida del azar y, como su propia consecuencia, la del misterio.

Reaccionando contra esta suma de percances y oportunidades (iban juntos siempre), traté de ubicarme en el espacio que me era dado. Un cubo de ascensor vedado. Un cielo gris e inalcanzable. Una recámara desordenada, un lecho revuelto, un sueño pesado y un pasillo con ocho costados y seis puertas.

¿Por qué no las había abierto? Por la sencilla razón de que, hasta ahora, consideré que mi situación era accidental y pasajera. Desperté en la recámara y de ella, como era mi costumbre, saldría a hacer mi vida cotidiana. Pero el ascensor no subía hasta aquí. Quizás una de las seis puertas se abría sobre una escalera. Pensé: Si abro una de las puertas, ¿encontraría una escalera?

Junto con el hambre, empecé a sentir miedo… Piensen ustedes en mi miedo atenazante. Temí no tanto abrir una puerta tras otra y no encontrar escalones como abrir cualquier puerta y encontrarme con lo desconocido.

Por eso me acerqué, con tanta cautela como esperanza, a la primera. La abrí y la cerré con violencia. Entreví un espacio oscuro en el que sólo brillaba un mar de ojos verdes y grises, acompañados del maullar incesante y aterrador de una jauría de gatos. ¿Salvajes? ¿Domésticos? El olor a orines era más fuerte que las miradas sin párpados de la tribu felina que me recibió rechazándome desde una noche eterna de miradas hambrientas y ronroneos hipócritas.

Un gato saltó a la puerta, arañando el vacío, ladrando. Yo la cerré y me pregunté si cada una de las seis salidas (¿o eran entradas?) de mi apartamento me reservaba sorpresas o me auguraba costumbres. Abrí la segunda puerta y me topé con un barullo a la vez infernal y magnífico, difícil de precisar, dado el movimiento veloz de las figuras. Me fijé en seguida en los rostros velados por antifaces negros, ocultando las facciones de los rostros polveados, las bocas pintadas, los lunares postizos y las pelucas blancas de un grupo de festejantes ruidosos, animados, que expulsaban un aroma frenético de perfume y sudor, provocándome una doble sensación de repudio y acechanza. Algunos -muy pocos- me miraban. Los que me vieron parado en la entrada me observaron, unos, con amenaza -¿los interrumpía?-, otros, con cordialidad. Y ésta era más amenazante que aquélla. Yo estaba en el umbral de un mundo vecino pero ignorado al cual podía, a la vez, pertenecer o ignorar. Bastó que pensara esto para que todos los ojos se volteasen hacia mí. Vi entonces que este grupo regocijado que había invadido una recámara de mi apartamento se dejaba llevar por emociones encontradas al verme aparecer. Sus murmullos me llegaban sordos pero elocuentes.

Viene a interrumpirnos.

No es de los nuestros.

¿Quién es?

¿Quién lo invitó?

¿Qué hace aquí?

Invítalo.

No. Córranlo.

Córranlo.

Córranlo.

La fiesta galante avanzó hacia mí como un solo hombre (o mujer: los sexos parecían indeterminados y canjeables). Eran una sola bestia: las máscaras no sólo disfrazaban las identidades, sino las intenciones. Todos me miraban y avanzaban con pasitos de minué, vestidos a la usanza del siglo dieciocho, empolvados, empelucados, con trajes de corte, miriñaques y bastones, haciendo gala de un lujo desmentido por el nauseabundo olor que emanaba de sus cuerpos colectivos, un olor de perfume olvidado, de leche cuajada, de axilas y entrepiernas descuidadas, de mierda en los calzones de seda, de bastones con filo de espada ensangrentada…

Mugieron. Como vacas, mugieron, amenazantes.

Cerré la puerta, sudando frío.

Creo que caí rendido sobre mi lecho desordenado. Peor era el desorden de mi cabeza, y entre la fatiga y la confusión, me olvidé del hambre y me dormí, pensando (o acaso soñando) que mi gran tentación era dejar de inquirir, renunciar a todo, evadir responsabilidades.

Una habitación llena de gatos amenazantes.

Un salón de fiesta entregado a una lujuria insensata y por ello, también, amenazante. Súbitamente, caí en la cuenta de que los gatos que parecían maullar en realidad ladraban y los festejantes que debían reír en verdad mugían. Me pregunté si tanto la guarida de los gatos como el salón de la fiesta no eran sino hechos de mi imaginación, fragmentos del sueño que, volviendo a dominarme, quizás nunca me había librado de su larga noche. Las sombras me cobijaron ahora y en mi soledad recobrada imaginé que cuando se mete el sol nos acercamos a lo que no podíamos ver de día. Oigan ustedes con qué empeño nos proponemos -o me proponía yo solo- darle razón a mi existencia persiguiendo a las sombras, prestándoles sentido y solicitándoles que configuraran mi nuevo tiempo, lo cual ya era una aceptación de que mis días serán distintos. ¿No lo fueron siempre? Por más monótonos que pareciesen, ¿no era cada una de mis horas anteriores distinta de la siguiente, de la anterior? ¿No me lo decían, día tras día, la calvicie creciente, las canas en las sienes, el crecimiento profético de las cejas, las uñas cada vez más largas: estás cambiando?

Digo lo anterior para que entiendan todos ustedes mi comportamiento. Si los incidentes de las dos recámaras -los gatos ladrando, la fiesta mugiendo- habían sido soñados, al despertar yo me sentía obligado a confirmarlos en la vigilia. Si habían sido soñados, me correspondía comprobar que eran sólo sueños. En cualquier caso, me esperaban cuatro puertas más y un misterio que comenzaba a perfilarse: ¿qué buscaba yo detrás de las puertas? ¿Cuál era el motivo profundo de mi curiosidad, más allá de circunstancias sobre las cuales, ya se los dije, yo no tenía dominio alguno? ¿Sólo buscaba alimento?

Ustedes que me escuchan comprenden que yo no tenía, en vista de lo dicho, que continuar abriendo puertas. Los gatos ladraban. Los orgiastas mugían. ¿Alguna puerta se abría sobre la coincidencia normal de la presencia y la voz?

Es curioso que las lenguas nombren de maneras tan distintas y significativas un cuadro mudo de objetos inertes. Still life, vida inmóvil que por serlo acaso se movió antes o se moverá mañana. Nature mort. Naturaleza muerta que por definición, también, antes era naturaleza viva -o volverá a serlo-. Todo va de par en francés y en inglés: el cuadro es un instante de la vida que fue o será. En cambio, en español decimos bodegón. Realismo extremo que les niega tiempos anteriores o posteriores de existencia a las cosas, consignándolas al espacio de una bodega, una cava, una tabla de cocina o una mesa de comedor.

Un bodegón. Eso encontré al abrir la tercera puerta. Una disposición inerte de liebres y pájaros, al lado de naranjas, lechugas, limones, tomates, berenjenas, coles y nabos. Aquéllos sangrientos, éstas jugosas, y un río rojo y plateado corriendo de un espacio al otro, del lugar de las liebres y las aves, que habían vivido, al de las frutas y verduras, vivas aunque separadas de sus ramas y hortalizas nutrientes. Fue esta coexistencia de frutas y cadáveres lo que impresionó mi ánimo al abrir la tercera puerta, esperando una vez más la negación del cuerpo por la voz ajena -gatos ladrando, orgiastas mugiendo- y encontrándome con un mundo de silencio negado, sin embargo, por un fluir inaudible de la sangre al jugo y del jugo a la sangre.

Alargué la mano. Entendí en el acto que ésta era la tentación original, el desafío bíblico, tocar lo prohibido, aprovechar la inmovilidad mortal de una fruta indefensa. ¿Había observado bien lo que miraba? ¿Era ésta sólo una "naturaleza muerta", vida detenida, bodegón? ¿Había engaño intrínseco en el alma del ofrecimiento detrás de la puerta: el engaño de cosas vivas disfrazadas de objetos muertos?