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Pido excusas a quienes me escuchan. A todos ustedes. He tratado, a lo largo de mi discurso, de ceñirme al tono cortés y distante de los relatos anteriores. Sé muy bien que la distancia y la cortesía permiten que el horror subyacente se manifieste de una manera más fría y poderosa, no como sueño de la razón sino como vigilia de la semirazón. Perdón. He faltado a la regla no escrita de nuestro encuentro. Me he dejado llevar por el exceso del lenguaje, aunque me permito preguntarles a todos ustedes, fina compañía de terrores dominados por la buena educación, ¿hemos de sacrificar a las buenas maneras la potencia oculta del lenguaje? ¿Podemos para siempre ponerle una tapadera al volcán del verbo? Me excuso pero me justifico. Estamos aquí sentados alrededor de una mesa en un restaurante elegante pero a una hora poco usual. Nos comportamos como si pudiésemos ofender a los comensales de las mesas vecinas. Sólo que aquí no hay más clientes que nosotros. Sin duda existe una razón para que todos nos expresemos de manera parecida. Con fórmulas de cortesía y giros de urbanidad que sin embargo no alcanzan a excluir la violencia de algunos hechos aquí narrados. ¿Queremos potenciar la violencia negándola verbalmente? ¿Mi violencia verbal de hace un instante disminuye la violencia interior de lo que les narro? Es posible.

Aunque la verdad acaso sea que he tratado de postergar, con el lenguaje, los hechos. La realidad también son las palabras y las mías, de quererlo o no, han servido de aplazamiento entre un horror y el siguiente.

Me faltan dos puertas, si la aritmética no me falla. Me acerqué a la siguiente con la premonición de que algo me esperaba, peor o mejor que lo ocurrido en la celda del monje. No apostaría ni en favor ni en contra. Maldije la lucidez repentina que me iba alejando del estado onírico del cual emergía al principio de mi historia, instalándome en un conflicto entre saber e ignorancia, incapaz de atribuirle a la sabiduría sólo el pensamiento elevado ni a la ignorancia sólo los bajos instintos, sino declarándole miseria al pensamiento y dándole nobleza a la ignorancia. Ustedes -todos sin excepción- se reservan un secreto, creen que el secreto es la defensa final de la persona -hasta que nos entierran y ya no hay secretos que contar-.

Abrí la puerta número cinco.

¿Saben lo que es una fuerza desconocida? Yo me limitaré a decir dos cosas acerca de lo que me encontré al abrir la puerta. La primera, que hay actividades sin sentido. Esto lo sabemos todos. Queremos darles razón y destino a nuestros actos, ocultando la sospecha de que son inútiles. Al abrir la puerta, lo que vi me pegó en el corazón: mis actos eran inútiles. De un solo golpe desapareció mi yo -mi ser independiente-, fundiéndose en una oscuridad que tenía cuerpo, una gran noche corpórea en la que reinaba la respiración. Digo bien: el movimiento de inhalar y exhalar era el habitante de la sala abierta. El espacio construido en sí mismo del cual no emanaba nada. Una respiración viciosa, enferma de su propio aire corrupto, circulando sin salida en esta gran boca negra que me invitaba a penetrar en ella al tiempo que me vedaba la entrada.

Hice un gran esfuerzo por distinguir alguna forma dentro de la oscuridad absoluta. Le

di a la negrura cl perfil de mis obsesiones. Esa era la tentación de la noche, pero también la salvación de mi presencia. ¿Cómo explicar lo que sentí? En el umbral de la quinta estancia se amontonaron en mi ánimo sensaciones muy opuestas, como si ahora mismo y aquí mismo se decidiera mi vida y mi vida fuese apenas -y demasiado- una serie de elecciones que se sucedían en el calendario normal, pero se presentaban simultáneas en el tiempo de mi nueva vida. Era como si antes viviese una novela de orden sucesivo, página tras página, y ahora mirase un cuadro de exigencia visual inmediata. Por más que reconociese los detalles de un pequeño lienzo de Goya -¿dónde lo había visto?- llamado El naufragio, al cabo se impondría la visión inmediata sobre cualquier viaje sucesivo. Todos los elementos -mar agitado, rocas desoladas, seres desesperados, confín de gran grisura azulada- formaban un todo visual, de la misma manera que la lectura de un soneto de Góngora formaría un todo verbal. Sólo que Goya era inmediato y Góngora sucesivo.

Aquí, todo era inmediato y sucesivo. Digo que el desfile de sombras era transparente sólo porque cada sombra se sucedía a sí misma sin abandonar del todo la forma precedente, sin fundirse o convertirse una sombra en otra. Y al mismo tiempo, la transparencia espectral mostraba, como sostén del espíritu, una pared de ladrillo rojo. ¿Salían las figuras del muro colorado o entraban a él? ¿Era el fluir, natural y sobrenatural a la vez, de una figura en la anterior y la siguiente el dejarse ser como pura transparencia para mostrar las paredes de ladrillo lo que constituía la realidad e irrealidad compartidas del desfile de seres intangibles?

Pensé, temerario, acercarme a ellos. Tocarlos. El paso mismo de los espectros me imponía una distancia y una cercanía irresolubles. Las miraba cercanas. Las sentía no sólo lejanas, sino ausentes.

Creo que fue esto lo que me detuvo en el umbral de la quinta estancia. Mi propia incertidumbre acerca del acto de entrar o no, de acercarme o alejarme. Porque el desfile constante de estas ánimas (¿cómo llamarlas?) era una tentación (únete a nosotros) y era una advertencia (maldito seas si no lo haces). Un estira y afloja que no me permitía, como hubiese deseado, distinguir, al menos distinguir, no entrar a la pieza ni mostrarme en el umbral, sino darme cuenta, separar una figura de otra, la que veía en ese instante de la que la precedía y de la que la continuaba, hecho imposible porque cada figura contenía a la anterior al mismo tiempo que proyectaba a la siguiente.

Amigos que me escucháis: yo no quiero entrometerme en lo que relato; quiero ser lo más objetivo posible, no quiero darles nombres a las siluetas -tan ajenas, tan cercanas- que desfilan en un gran círculo sin dirección frente mis ojos.

Entonces adelanté una mano y la retiré espantado.

El frío que sentí en mis dedos no era el frío del hielo, la noche de invierno o la sábana solitaria. No era ni siquiera el frío del abandono o de un mar inmóvil. Era el frío, la esencia del frío, la ausencia total de temperatura. Miré mi mano. Mis dedos habían cobrado un color anaranjado. Mis uñas se habían caído, revelando la carne viva de las perlas.

Y el espacio mismo que había osado tocar se había detenido.

Quiero que me entendáis. La ronda de la quinta sala era constante. Nada se detenía. Hasta que adelanté la mano y la retiré, quemado. Entonces miré el lugar que había tocado. Un cuerpo primero helado estalló en llamas, escuché un grito terrible proveniente de la cabeza oculta (o echada de lado o hacia atrás, no lo sé). Era un grito de dolor y asombro, de cólera y venganza, una invitación indeseada, un rechazo abismal. Era un sueño encarnado, una premonición cumplida.

Yo había tocado lo intocable y ahora lo intocable sufría -quise imaginarlo- porque había sido tocado y temía -un nubarrón pasó por mi mirada- porque temía que lo invisible fuese visto.

Señores: ¿digo todo esto porque lo imaginé sin tener testimonio de nada? ¿Les doy vida a los hechos sólo porque los cuento? ¿O esos pobres seres condenados a deambular en círculos para siempre no querían verme a mí y yo los obligué -a uno de ellos, por lo menos- a reconocer mi intrusa presencia?

El sólo pensar esto me retrajo a retirarme del umbral y cerrar con fuerza la puerta de la quinta cámara. Cerrarla con enorme esfuerzo. Apoyar mi cuerpo entero contra la puerta.