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Del otro lado, ellos se agolpaban, golpeando con los puños, empujando con todas sus fuerzas, ¿para escapar, para atraerme hacia adentro, para liberarse, para impresionarme?

Todos ustedes conocen la reacción tan humana de la fuga hacia adelante. Enfrentados al miedo, a la derrota, a una situación sin salida, preferimos tirarnos de cabeza al porvenir que limpiar la basura del pasado. Debo decirles que en aquel momento yo sentí que recuperaba mi humanidad en un hecho libre, incesante, pero que sólo me pertenecía a mí. Era como si, hasta entonces, mis movimientos obedeciesen a una impulsión fatal, exterior a mi persona. Si había seis puertas, había que abrirlas todas, una tras otra, con el pretexto baladí de encontrar una salida y bajar a comer. Seguí este mandamiento ajeno, impuesto, les aseguro, no por mi voluntad sino por una mera sucesión numérica y una cierta necesidad de orden. Soy un rehén pitagórico.

Ahora, sin embargo, la rebelión de la quinta puerta despertó en mi propio ánimo la rebeldía. Si los espectros escondidos detrás de la puerta querían, con escándalo, salir del aposento fantasmal y entrar a la estrecha avenida de mi existencia, ¿no era signo de mi libertad abrir de nuevo la puerta, exponerme a ellos, subvertir el orden de las sucesiones, hacer instantánea la vida detrás de la puerta -la vida de esos seres sin cuerpo y la vida del corredor-, la vida de mi propio ser, hasta ahora corpóreo?

Con cautela pero sin miedo, convencido de la razón de mi razón, ajeno en todo a la razón de la sinrazón que gobernaba la vida en mi entorno, me acerqué de nuevo a la puerta número cinco, detrás de la cual los puños de gente sin cuerpo golpeaban tratando de escapar.

Empujé la puerta. Mis manos tocaron una madera ardiente. La puerta no cedía. Empujé con más fuerza. Otra fuerza, más débil que la mía, iba agotándose del otro lado, como en una batalla desigual en la que la persistencia del débil acaba por derrotar al poder abrumador y abrumado del enemigo. Imaginé que si detrás de la puerta había un pueblo de fantasmas, era concebible que los fantasmas tuviesen sus horas puntuales de terror y que fuera de ellas sólo se comprobaría que no existían o peor aún, que no provocaban miedo.

De esta manera racionalicé mi absurda situación, empujando la puerta número cinco, experimentando primero resistencia, luego renuncia paulatina, al cabo la derrota de la resistencia, la puerta abierta y mi propia mirada victoriosa pasando como una tormenta eléctrica del triunfo al azoro al temor puro, al miedo a la vez confesable e inconfesable, como si el espacio del otro lado de la puerta fuese mi vergüenza personal, mi más triste mentira, mi propio espejo desprovisto de reflejo.

Abrí la puerta sobre lo indescriptible.

Sólo sé que el vacío se abría a mis pies.

Sólo entendí que habiendo mirado lo que allí miré, jamás podría describirlo.

En mi terror, apenas logré echarme hacia atrás, cerrar la puerta ya sin resistencia y alejarme de la visión maldita, indescriptible…

Hoy, delante de ustedes, puedo razonar. En aquel momento, todo discurso huyó de mi cabeza, como si la visión del precipicio anterior me hubiera robado no sólo razón sino memoria, deseo, forma. Como si una sola visión totalmente inesperada, ausente de mi repertorio de imágenes previas, hubiese obnubilado mi capacidad de mirar el mundo.

Cuando regresé al equilibrio, me pregunté si de ahora en adelante me movería en un mundo concluido o en un mundo por hacer.

Tal era la confusión de mi espíritu, la idea de que ya no veía lo mismo que antes y la certidumbre creciente de que había visto la cara de la igualdad y que la igualdad sólo significa que todos debemos morir.

Esta certeza, filosófica y corpórea a la vez, se iba convirtiendo a cada paso, mientras me alejaba de la maldita puerta número cinco, en otra forma de la fe personaclass="underline" sólo sé que yo voy a morir.

Puedo creer que esta razón nebulosa dictó lo que en seguida hice: moverme para probarme a mí mismo que existía, que no había desaparecido en el gran vacío de la inexistencia propuesta por los inquietos espectros de mi terrible ausencia de memoria, actualidad y porvenir… Hice una apuesta mortal. No ceder a la atracción del vacío, sino vencer a la nada dando el siguiente paso, a sabiendas de que sólo me quedaba una puerta por abrir y que, acaso, en esa puerta estaban mi salud posible o mi destrucción probable.

Sólo que mis palabras se iban adelgazando al pronunciarlas. Aun antes de decirlas, mis sílabas perdían consistencia, se evaporaban dentro de mí. A cada paso, yo perdía independencia. No porque dejara de pensar con lucidez y autonomía. Sólo porque mi pensamiento no llegaba a traducirse en palabras, como si mi cuerpo mismo perdiese solidez y se fuese volviendo plano, sin más dimensión que la de un retrato.

En ese momento, mientras yo avanzaba hacia la última puerta impulsado ya no por mi voluntad, ni siquiera por la fatalidad, sino por el viento frío que iba creciendo en el cubo del ascensor e invadiendo todo el espacio de mi apartamento, me hice preguntas abruptas, el tipo de preguntas que cuando uno goza de salud y de buen humor, aunque también de sino, se hace a solas o para divertir a los demás:

¿Existe un yo independiente?

¿Es la muerte la continuación de la vida en otra escala?

¿Es la muerte una lenta transición?

¿Es la muerte sólo un nuevo estado de conciencia?

¿La muerte es irse quedando solo?

Empujado hacia la puerta última por el viento, yo quise vencer estos pensamientos que me arrojaban de bruces a un futuro que dejaba de ser desconocido para tornarse indeseado, apelando -con desesperación- a la memoria, asociando la memoria a la vida misma, consciente de que el recuerdo sí cabría en una hoja de papel, qué él pasado era apenas unas palabras, una creación, acaso una firma solitaria…

No conté con que al recordar sentiría nostalgia y que la nostalgia podía ser también pesadumbre. Porque no había memoria sin otra persona que la compartiese o impulsase y esa otra persona podía ser no sólo el objeto del amor pasado sino el anuncio de la desaparición futura.

La zozobra que se apoderaba de mí tomó color de luto. He dicho que las sombras, a lo largo de esta aventura, me cobijaban. Ahora, poco a poco, me amenazaban. Me devoraban. Yo supliqué por un instante que el sol no se pusiera. Me di cuenta de la vana estupidez de mi deseo. El sol jamás había penetrado la capa de bruma del cielo de mi ciudad. Mi cielo era más oscuro que el sótano de este edificio rancio. Ahora las sombras crecían no sólo en torno mío, sino en mi interior. Y mi interior no tenía dimensiones.

No supe quién era yo. Quería oír de nuevo el ladrido de los gatos, el mugido del carnaval, la oración del cordero…

Ya no oía. Sólo miraba.

Se abrió la sexta puerta.

No tuve que abrirla.

Se abrió sola.

Una mujer cargaba en brazos a un niño muy rubio. Tan rubio que emanaba luz. Tan luminoso que parecía brillar.

La mujer parada en el quicio de la puerta me miró intensamente.

Luego de varios segundos, me señaló con el dedo.

Sin dejar de mirarme, le dijo en voz muy baja al niño -¿tendría siete, ocho años?-:

– Míralo. Es tu padre, Juan Jacobo…

– Que raro es -dijo el niño.

– Es una mala fotografía -dijo la madre.

– ¿Voy a parecerme a él? -preguntó con una especie de temor el niño.

– Espero que no -dijo severamente la

madre.

– ¿Dónde está él? -Es una fotografía, nada más.

– ¿Y qué hay detrás del retrato, mamá?

Ella sonrió.

– Niño preguntón. Hay lo que tú quieras imaginar.

– Hay seis puertas.

– Muy bien. ¿Y detrás de cada una?

– Gatos, perros…

– ¿Y luego?

– Una fiesta de disfraces.

– ¡Excelente! ¡Brillante!

– Y en la tercera puerta, un cordero atado de pies.