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La evasión mejor pensada depende del azar.

Los carceleros no se extrañaron de mi escaso peso. Saben que como muy poco: ellos me alimentan. Voy dentro de la mortaja adonde me introduje abriéndola con la finísima daga que escondo entre mi luenga y trenzada cabellera, una daga finísima. Me cargan entre dos guardias a lo largo de las escaleras podridas y las galerías malolientes del Castillo de If. Escucho rumores carcelarios de cadena y llave, de portón y gozne. De súbito, me pega en la boca de la nariz el aire fresco y el sabor salobre del mar.

Ciego en mi mortaja, corren por mi cabeza embrujada al límite de la lucidez los acontecimientos del último día. Pero los hechos son precedidos (y presididos) por las razones. Hechos: introduje una poción herbolaria para el sueño prolongado en la taza de agua de Edmundo Dantés. Esperé a que se quedara dormido y regresé a mi propia celda. Allí, tomé una segunda poción que ingerida a tiempo permite fingir la muerte durante las próximas doce horas. Las calculé de acuerdo con el puntual arribo de los carceleros. No supe qué sucedió, pues cuando recuperé el conocimiento ya iba cosido dentro de mi mortaja rumbo al cementerio del Castillo de If.

Desperté con la mente más lúcida que un doblón ecuatoriano. Tan lúcida que vi más claro y más lejos que Edmundo Dantés. Mi joven amigo, encarcelado hasta el fin de sus días en el Castillo de If, no habría sabido qué hacer con la libertad. ¿Para qué darle a él más de lo que la vida le quitó? Su pasado es corto, tiene tiempo, el mío es largo y mi vida se acaba. Entiéndeme, Dantés. Te dejo prisionero mientras asumo los riesgos de la fuga. Quisiera prometerte que yo, el abate Faría, llegaré a la isla de Montecristo y luego emplearé el tesoro para vengarte de tus enemigos. Los aplastaré uno a uno, les arrebataré felicidad y fortuna, no descansaré hasta verlos humillados, arrepentidos y al cabo, muertos: Danglars, Villefort, Mondego.

Quisiera, pero no lo haré. Tu libertad no es la mía.

Mientras tanto, tú permaneces prisionero en el Castillo de If, un Tántalo involuntario que jamás tocará los frutos que conoce y que no merece. La verdad, mi amigo, es que yo necesitaba a otro prisionero que tomara mi lugar y transmitiese, un día, las vestimentas deshebradas de mi sabiduría al siguiente prisionero injustamente encarcelado en la celda 34, comunicada a la mía por un túnel de veinte pies de largo.

Enloquece, Dantés, hablándole al siguiente preso de los tesoros de la isla. Toma mi lugar, Dantés, como narrador enloquecido de esta historia.

¡Qué alegría! Vuelo como un pájaro herido. Caigo al mar. Rasgo mi mortaja con la navaja de mis trenzas. Floto en silencio. Me recogen los contrabandistas. Llego a la isla. Me despido de mis salvadores. Soy un viejo loco. Levantan los hombros y despliegan las velas. Yo penetro las cuevas de la isla. Llego al tesoro oculto del cardenal Spada. No me atrevo a abrir el cofre. No quiero una desilusión más en la vida que me queda. Me siento enfrente del cofre.

La isla no se llama Montecristo. ¿Me esperaría aún, después de tantos años, Carolina Grau?

Brillante

Primero, creí que el brillo de mi estómago era un don especial de la naturaleza (o de Dios) cuando se manifiesta en el embarazo de una mujer. Me brillaba el vientre del ombligo al pubis. Yo no me sentía alarmada, sino bendita. Recordaba la noche en que mi marido me embarazó y no pude excluir la posibilidad de un milagro. O por lo menos de una ocurrencia sobrenatural.

Poco a poco, sin embargo, el brillo se fue desplazando del vientre a la vagina. El estómago quedó abultado, pero perdió esa extraña luminosidad que lo alumbró durante los primeros ocho meses del embarazo. Como una llama indolora, el fuego se instaló en la abertura de mi sexo y nada lo extinguió, ni las obras de la naturaleza ni mi repentina ansiedad por bañarlo y limpiar con toallas algo que se parecía cada vez más a una excreción impura.

A los nueve meses, el niño nació. La luz me abandonó. El dolor del parto me desmayó por unos instantes. Me despertaron las nalgadas que la comadrona, con exclamaciones de cariño vulgar, idénticas a la vida que celebraban y a la violencia que auguraban, le daba al bebé. Me devolvió a la calma el primer grito del niño.

Alargué los brazos para apretarlo contra mi pecho.

– Deje que primero lo lave -dijo la comadrona-. Tiene un como líquido pegajoso en el cuerpo.

Así es, pensé con toda simplicidad. Así es.

– Que no se le quita, que no se le va -gruñó la mujer devolviéndome al niño desnudo y posándolo sobre mis pechos.

Entonces vi que el bebé brillaba. Convoqué fuerzas para apartarlo de mí, levantarlo en alto y verlo mejor. El brillo de su cuerpo no teñía la carne. Era más bien como un velo sutil que lo rodeaba. Era un aura que lo acompañaba como la luz de un santo desparramada por todo el cuerpo.

Le puse Brillante al niño en un afán desproporcionado de disimular su extrañeza con el trato cotidiano. Siempre hube de vestirle como si viviese en un invierno perpetuo. Mitones en las manos. Ropas que subiesen al cuello y descendiesen a los tobillos. Calcetines a toda hora. Y la cabeza tocada por un casquete de aviador con gafas que yo le instaba a colocarse sobre los ojos lustrosamente amarillos, de modo que sólo quedaban expuestas sus mejillas doradas y mi explicación espontánea:

– Es que sufre de fotofobia. Le hace daño el sol.

Como un acto de esperanza, le compré al bebé ropa para un niño de siete años. Doblé y cosí las mangas y los pantalones. Él se iría adaptando a los tamaños, sin necesidad de salir de compras. Fuera de la anomalía, Brillante era un chico amable que empezó a desarrollar muy pronto aficiones peculiares por los mapamundis que copiaba en sus cuadernos, sólo que primero les inventaba nombres nuevos a los países y al cabo, al filo de los ocho años, empezó a dibujar mapas de continentes imaginarios, dotándolos de fronteras tan provisionales como el tiro de dados a los que Brillante sometía el destino bélico de sus naciones de papel. Yo le escuchaba mientras jugaba. Acompañaba sus movimientos con voces divertidas, imitando a sus imaginarios generales y soldados, a reyes y a princesas. Podía hablar con la humildad de un recluta, la soberbia de un general, la difidencia de un rey, el soborno de un camarero…

Tras el nacimiento de Brillante, yo me trasladé de la gran urbe donde había vivido con mi marido a un paraje del campo bastante aislado adonde sólo llegaban, de vez en cuando, excursionistas que me pedían agua. Yo bajaba sola al pueblo a comprar comida, recibir y enviar el correo indispensable, cobrar en el banco mi pensión de viuda y dejar la administración de mis pocos -muy pocos- bienes urbanos a los abogados.

Brillante crecía en un mundo propio, aislado pero satisfactorio. Yo le enseñé a leer y a escribir. Desterré los periódicos, las revistas, la radio. Me propuse liberar a mi hijo a la pureza de su imaginación y a creer que el mundo era el mapa del mundo, más real en el atlas que en la vida.

Todo estaba en orden hasta que, cerca de los ocho años, Brillante vomitó oro.

Regresé, alarmada, a la ciudad. ¿Qué debería hacer? El ataque de oro se repitió dos, tres veces. Brillante arrojaba su vómito dorado sin inmutarse, sin convulsiones. Pero en su mirada, si no había alarma, sí cabía la interrogación. Mi hijo no necesitaba hablar para preguntarme,

– ¿Qué me pasa, mamá?

y mirarme fríamente cuando yo, su madre, no podría decirle sino algo idiota, es algo pasajero, hijo, es normal a tu edad, sabiendo que me mentía mí misma al mismo tiempo que a él. El alarmante suceso que nos devolvió a la ciudad me empujaba de regreso a la proximidad de médicos y clínicas. Sobre todo, me movía una urgente aunque misteriosa necesidad de volver a las habitaciones que compartí con mi marido, antes del nacimiento de Brillante.