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Por todo esto regresamos al apartamento en la ciudad. Brillante lo desconocía, pues habíamos partido al campo cuando él era un bebé. Encontramos las cosas tal como las dejamos. En la repisa de la chimenea y al lado de la cama habían quedado sendas fotografías de mi marido muerto, el padre de Brillante, Juan Jacobo.

Me preparé a responder la inevitable pregunta del niño, ¿ése quién es?, porque en la casa del campo, por un inexplicable prurito de romper con el pasado y darle a mi hijo una vida totalmente nueva, separada, sin reminiscencia alguna, no había dispuesto ninguna foto que le permitiese a Brillante compararse con nadie sino sentirse normal.

Ahora, enfrentado de súbito al retrato de su padre, Brillante no se inmutó. Miró seriamente al hombre de mirada clara y sonrisa ausente. Inclinó la cabeza como se hace en un duelo y murmuró con suavidad,

– Hola, hijo.

No puedo comunicarles mi horror. La voz del hijo saludando la fotografía del padre era la voz del padre. ¿Cómo iba yo a desconocerle, si fue la voz con la que saludó por primera vez en una cena, la voz con la que contó anécdotas simpáticas, la misma voz con la que me enamoró, pidió mi mano, tomó mi cuerpo y me murmuró al oído, te quiero, Carolina, te querré siempre, hasta la muerte?

Quise desechar el temor. Recordé (y no supe por qué motivo pude, así fuese por un momento, olvidarlo) que Brillante era un gran imitador de voces. No, era inventor de voces, no podría imitar lo que no conocía. Y sin embargo, su voz ante la foto era la voz de la foto. La voz del padre.

Atribuí a una confusión pasajera el hecho de que, además, mi hijo llamase "hijo" a su padre.

– Es tu papá, Brillante, que Dios tenga en su gloria.

Brillante asintió con seriedad.

Acaso, ya al filo de los ocho años, la voz comenzaba a cambiarle a Brillante. Un chico tan particular, aislado en el campo y abandonado a las fuerzas de la imaginación, había desarrollado, como ya les conté, las dotes de la mímica de voces.

Si esta vez me sorprendí, fue porque Brillante, ante la fotografía de su padre muerto, por primera vez imitaba a la perfección la voz de mi marido Juan Jacobo.

¿Qué profundo impulso hereditario llevaba al hijo a reproducir con tal similitud la voz de su papá? Ustedes entienden por qué me sorprendí. También entenderán que al cabo de unos cuantos días, no habiéndose repetido el hecho y mediando el olvido, que pronto apacigua los eventos más extraordinarios, expulsándolos de la sensación inmediata, todo volvió a la normalidad.

Si así puede llamarse a la situación poco usual de mi hijo, su brillo permanente y no disimulable, acompañado de tarde en tarde por el vómito dorado. También entenderán ustedes que, como madre, yo amaba al niño y vivía acostumbrada a su rara condición. Brillante, en cambio, no parecía ni consciente ni extrañado de su brillo. No retiré los espejos de nuestro apartamento. Mi hijo no era un vampiro. Se reflejaba de manera normal en el agua. Se bañaba y se peinaba con tranquilidad. El hábito de ocultamiento que le impuse un día era eso, habitual en él, y hasta los siete años me las arreglé para ajustarle la ropa, prendiendo dobladillos a fin de descoserlos poco a poco y alargar el pantalón, desechando paulatinamente las ligas que le mantenían altas las mangas que poco a poco sus brazos alargaron.

Sólo que al filo de los ocho años, el propio Brillante me pidió que lo llevara a una tienda a comprarle ropa nueva. Fue nuestra primera disputa.

La ropa todavía aguanta, hijo.

Es que quiero escogerla yo mismo.

No te apures, yo te la traigo.

Estoy creciendo, mamá.

Siempre serás mi bebé.

Sonreí. Le acaricié la cabeza. Me rechazó por vez primera y me pregunté, ¿por qué sabía que existían tiendas, si nunca habíamos ido a una?

En el edificio de apartamentos me encontraba a los vecinos, quienes fieles a su tradición me hacían preguntas antipáticas sobre el niño.

¿Cuándo nos presenta al niño?

¿Por qué no sale a jugar?

¿Por qué no va a la escuela?

¿Está enfermo?

Sí, les contestaba, está enfermo, no puede salir.

¡Ay! ¿No es algo contagioso?

No, de verdad que no, está lisiado, no puede caminar.

¡Ay! Entonces ¿qué hacía jugando en el parque con los otros niños?

Imaginen mi alarma. Por conversar con los vecinos en la azotea, dejé la puerta del apartamento abierta y desde allí, con la ropa mojada entre las manos, dirigí la mirada al parque vecino.

Tiré la ropa y quise arrojarme desde la azotea.

Una pequeña turba de monigotes rodeaba a mi hijo, le gritaba insultos, le lanzaba coros de burla y Brillante se protegía la cabeza con los brazos y su cabeza dorada brillaba como un sol ofendido por las nubes negras del recelo, la crueldad y la broma.

Bajé apresurada, sin aliento, atropellada, rodeé con mis brazos a Brillante, insulté a niños agresores, regresé consolando a mi hijo a nuestra casa.

Cerré la puerta.

Le miré a los ojos.

Nada alteraba la serenidad de su mirada.

Sólo dijo:

– Gracias, Carolina.

Lo dijo, qué duda cabe, con la voz de mi marido, su padre.

A partir de ese momento, evité lo más posible hablar con mi hijo. A veces, Brillante hablaba con voz de niño. En otras ocasiones, con la voz de su padre. Claro que yo no tenía explicaciones para este fenómeno y además no quería consultarlo con nadie. Una vez más, me rendí al paso del tiempo.

Todo se arreglará, me dije.

Brillante continuaba su vida de niño, jugando con bloques de madera, construyendo ciudades y castillos, librando batallas imaginarias en el papel, sacándoles punta a sus lápices de colores y hablando como siempre -solo, poco, nada-. Y a veces, también, regresaba a sus juegos con mapas militares y daba órdenes de sargento o emitía lamentos de monarca derrotado.

Yo no prestaba demasiada atención a sus juegos. Pasaba sonriendo, limpiando platos o sacudiendo el polvo, como una normal y grata ama de casa, hasta el día en que Brillante, con una voz que no era la suya, exclamó "¡coño!" y me obligó a detenerme alarmada. Brillante no iba a la escuela y no había tenido contacto alguno con la calle, salvo esa mañana malhadada en que se escapó y lo rodearon los pilluelos del parque; ¿había bastado ese instante para cambiar el lenguaje, tan pulcro, tan bien cuidado, de mi hermoso niño, crecido al amparo cortés de su madre?

Cuando dijo esa palabrota, me di cuenta súbita de que no sólo cambiaba, poco a poco, la voz del niño. Sus reacciones eran distintas. Si antes jugaba a la guerra con la tranquilidad de un menor que domina su inocente imaginación, ahora noté que Brillante se enojaba cuando el tiro de dados le daba la victoria a uno de los combatientes de su guerra lúdica. Gritaba, gruñía, arrojaba insultos idénticos a los que los pilletes le dirigieran a él en la calle y al cabo destruía con furia el mapa.

Yo no me atrevía a acercarme o calmarlo. Es normal, me dije. Está entrando a la guerra del mundo. Sólo que un día lo sorprendí lanzando epítetos mientras destruía el mapa. Y si antes sus países eran imaginarios y sus protagonistas ficticios, ahora tomaba partido e injuriaba a árabes, a judíos, a occidentales. Porque ahora parecía ver un enemigo en cada bando, donde antes veía a los amigos de su imaginación sin nombres ni razas.

Corrí a taparle la boca.

Me mordió la mano.

Me miró distinto.

Paso las noches en vela, recuerdo esa mirada insólita en mi hijo. La recuerdo como un enigma porque por primera vez vi en sus ojos la memoria. Hasta ese día, sus ojos infantiles no recordaban, sólo registraban los eventos, asaz repetitivos, de nuestra vida compartida.

¿De dónde sacaba ahora a judíos, árabes y occidentales? ¿En qué había fallado mi propósito de aislar a mi hijo de las contiendas estúpidas de nuestro mundo? ¿Y por qué -por qué- me pidió ir a una tienda a comprarse ropa, él, que nunca había ido a un almacén ni tenía por qué saber de su existencia?