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Quiero decir a mi favor que yo, como madre, jamás le negué a Brillante el poder de pensar, de sentir, de imaginar. Lo que sucede es que hasta ahora, esos poderes de mi hijo se manifestaban fuera de mí. Aun diría: lejos de mí. Eran los juegos de la infancia. Incluso su demanda de comprar ropa nueva me pareció normal. El chico crecía y era consciente de que usaba siempre la misma ropa, arremangada y cosida para las edades infantiles. Quería ser él. Quería ser distinto. Quién sabe: ¿quería ser elegante?

No tuve tiempo de llevarlo a un almacén de ropa. En el fondo, mi reticencia era explicable, al menos para mí misma.

"Que no crezca."

Tal era mi voto más secreto. Cada día me demostraba la imposibilidad de mi deseo. Me ofrecía, también, la oportunidad de aplazar al adolescente que sería mi hijo. Este fue mi grave error. Al filo de los ocho años, yo debí decirle: Brillante, ya es hora de que duermas en tu propio cuarto. Ya no eres un niño. Ya vas a ser un hombre.

No me atreví. La costumbre se había vuelto obligación. El sentimiento maternal de proteger a un hijo extraño, solitario, sin más apoyo que el de su madre, venció al impulso racional de mudarlo a una cama suya. De imponerle la libertad.

¿De qué me iba, entonces, a sorprender? ¿No sabía desde siempre lo que me esperaba cuando el niño creciera?

Una noche, mientras Brillante se rasuraba en el baño, yo me arropaba en la cama y me hacía preguntas que todas las madres se hacen. ¿Cómo revelarle al niño que ya no lo es? ¿Cómo darle a entender que se vuelve un hombrecito? ¿Debo darle tratamiento de hombre a un niño, para irlo acostumbrando? Y de allí, a medida que escuchaba el rumor de mi hijo en la sala de baño, surgían las preguntas ociosas pero fatales. ¿Cuál de los dos va a morir antes? ¿Moriremos al mismo tiempo, madre e hijo? Si muere el niño, ¿se convertirá en hombre? Si muere el hombre, ¿se convertirá en niño? Si muero yo, ¿quién lo cuidará?

"Que no crezca", murmuré con fuerza cuando la silueta de Brillante apareció en el marco de la puerta, el chico se aproximó a la cama y, como era su costumbre, se metió entre las sábanas y se acurrucó con su madre.

La memoria puede ser una trampa que, creyéndose reminiscencia, en realidad es premonición. Hay momentos en que confundimos nuestros recuerdos con nuestros deseos. No hay un tiempo más peligroso para el alma que éste. Una parte de nosotros nos está diciendo, no te detengas nunca, muévete. Eres,

Carolina, demuestra qué eres moviéndote. Pero otra parte me dice detente, Carolina, no te dejes empujar. Recuerda, recapacita. No sólo eres lo que serás sino lo que has sido.

Lo malo de ambos impulsos, señores que me escucháis, es que si imaginaba el futuro, lo desconocía todo y si imaginaba el pasado, lo preveía todo. Eso era lo habitual. Hasta esta noche en que la fuerza de las cosas me obligó a imaginar el pasado para entender el futuro.

Brillante salió del cuarto de baño y se dirigió a nuestro lecho. Siempre dejaba entreabierta la puerta del baño porque le temía a la oscuridad total de nuestra recámara sin ventanas, así diseñada por mi marido Juan Jacobo para asegurar un sueño profundo. Brillante rompió la regla por un explicable temor infantil al misterio de la noche. Crecemos y le robamos peligro a las vísperas, porque son eso: promesa alegre de un día mejor. Un día más de victoria, ¿eh, Juan Jacobo?, de triunfo, de ambición cumplida, de desdén hacia lo incomprensible, de aceptación de la seriedad de la vida y el cumplimiento de las obligaciones, ¿no es esto lo que tú me decías, Juan Jacobo, no era ésta tu cantinela habitual al dejar la recámara a oscuras y acercarte a mi cuerpo disculpándote del placer que tú sentías y yo deseaba con una lista de obligaciones perentorias para la jornada siguiente?

Cómo detestaba ese acoplamiento de la carne y el deber, de las obligaciones matrimoniales y las obligaciones laborales, nunca las separaste, como si una eyaculación en la cama equivaliese a una inversión en la bolsa, como si tu sexo fuese una moneda de oro y el mío una alcancía, admítelo, Juan Jacobo, nunca me tomaste por mí misma, por el gusto, sino como una inversión necesaria para calmar tus apetitos y estar libre de congojas sexuales al día siguiente, convertido en el robot de la bolsa de Ginebra, una máquina calculadora pero castrada.

¿Cómo no iba a celebrar que te murieras en mis brazos, después de tu última eyaculación? ¿Cómo no iba a gritar de gusto? Tu inversión final fue en mi cuerpo, tu acción terminal procrear a un niño, tu estertor mortal un aura dorada, como si todo el dinero que manejaste para otros hubiera venido a despedirte, Juan Jacobo, a nimbarte con una especie de aleluya macabro: tú sí puedes llevarte tu dinero a la tumba, Juan Jacobo, sólo tú…

Y se lo llevó, señoras y señores, en el sentido de que no dejó nada más que una pequeña pensión de burócrata del Crédit Suisse, una fortuna aún más pequeña disipada, qué sé yo, en inversiones fracasadas, las salas de juego de Evian, otras mujeres, cálculos errados…

Lo que dejó fue la semilla de un hijo. Mi hijo Brillante, cuya historia os he contado. Y aquí me detendría, si no supiera que no tendré otra ocasión de decir la verdad. O de dejar sentada la ficción. Eso depende de ustedes.

Cuando las cosas ya ocurrieron, uno intenta recordar su vida precedente y decirse: esto lo sabía desde entonces. Quieres saberte dueña de tu voluntad. Que nada nos empuje. Somos libres. Hasta el momento inevitable en que nuestra libertad se nos aparece limitada porque la realidad nos determina como seres materiales y perecederos. A la luz de esta verdad, nuestro albedrío pierde fuerza y se contenta con soluciones parciales, tristemente alejadas de la promesa que nos hicimos y que el mundo primero avaló y luego no destruyó, sino sólo limitó, volvió mediocre.

Una madre quiere que su hijo sea siempre niño, pero al mismo tiempo quiere que crezca, es decir, que se convierta en otro siendo el mismo. ¿Qué forma posee en potencia un niño? En la vida hay promesa y hay realización. Hay potencia y acto. Hay sustancia y accidente, decía mi marido egresado de la Universidad de Ginebra, muy orgulloso de sus títulos.

¿Qué significa esto que dices, Juan Jacobo?

Que todos tenemos un sustrato permanente a pesar de las mutaciones accidentales.

¿Y qué tal si las mutaciones son lo permanente y eso que llamas sustrato lo accidental?

Mi marido reía.

Eres una sofista, Carolina.

Sonrió al decirlo.

Luego la cara se le agrió.

Siempre me llevas la contraria. ¿No tienes otra manera de afirmarte? Pobrecita.

Brillante salió del baño y se dirigió a la cama. Hizo algo extraordinario. Se despojó de la bata. No lo vi. Escuché cómo caía al suelo la prenda. Luego él se metió al lecho y por algunos minutos ni él se acercó a mí ni yo a él.

Al cabo, toqué su pecho y me permití suspirar de alivio. Era el torso del muchacho, lampiño y suave. ¿Por qué no usaba camiseta? Acaricié su rostro. Brillante iba a cumplir ocho años. Sus quijadas un poco mofletudas no tenían más cerdas que las de mi imaginación.

Entonces él tomó mi mano y la llevó a su vientre. Hundió uno de mis dedos en su ombligo. Luego arrastró mi mano alarmada a su vientre velludo, erizado como un campo de púas inertes, luego hasta su pubis ondulante como si se estuviera ahogando en un río de algas y luego al sexo mismo, que no era sexo sino grito, grito de él y grito mío, un encuentro de mi mano y la suya, yo evitando lo que quería atestiguar, él ocultando lo que quería comprobar, yo abriendo los ojos en la oscuridad, penetrándolo, usando el rayo minúsculo de la luz infantil en los ojos de Brillante, sintiendo en la mano el pene erguido como una cresta de gallo y pesado como una talega de oro, un sexo que recordaba o imaginaba oscuro y que ahora brillaba, como una luz primero intermitente, ahora constante, un faro de carne levantada, brillante, ansiosa, pidiéndome lo que hice, arrasada, consciente, inconsciente, escuchando la voz siguiente de mi hijo, el gemido convertido en súplica, la súplica en llanto, el llanto en un grito terrible que resonó en la oquedad encerrada de nuestra recámara, mientras yo besaba el sexo de mi marido, lo besaba hasta beberlo y lo bebía hasta devorarlo, tragarlo, tragarme los testículos, y a través del sexo, comerme el cuerpo viril, del ombligo para abajo, nalgas y piernas y pies y uñas con la ilusión enajenada de que devorando al padre me quedaba con el hijo, sin darme cuenta de que eran un solo cuerpo, un cuerpo maldito que no saciaba mi horrible gula, devorando ahora el torso de mi hijo, desterrando el detestable brillo que corría aterrado del pecho a las axilas y de allí a los brazos, hasta las uñas devoré, sólo quedaba la cabeza de niño fuera de mi hambre, brillante, suplicante, tierna, asustada, adolorida, incomprensible, ausente de mi afán de matar al padre que lo engendró porque Juan Jacobo no tenía derecho a regresar, apropiarse del cuerpo y el alma de su hijo y volverme a esclavizar como lo hizo en vida hasta el preciso momento en que, al preñarme, murió derrumbado encima de mí.