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Quizás fue la esperanza que vi en sus miradas y escuché en sus palabras lo que me movió a llenar el vacío con una mentira que acaso era la verdad. En mi ánimo inmediato era una mentira. En el alma ausente de mis recuerdos, podría ser la verdad.

Es bueno regresar al hogar, dije entonces, muy bueno.

Ellos rieron primero, se llevaron las manos a la boca, sus ojos brillaban con lágrimas de felicidad. El viejo me abrazó. La mujer me tomó una mano y en la suya sentí una frialdad de estatua. Miré sus ojos y busqué en vano una chispa de calor. Ojos azules, tan azules como el mantel y el servicio de té de la casa de seis muros.

Ella no sólo notó mi persistente mirada. La reciprocó.

No te preocupes, dijo, mis ojos han llorado mucho esperando tu regreso, muchacho.

Los cerró un instante y confirmó: De ahora en adelante, los verás recuperar la luz, gracias a tu presencia.

La mirada del anciano estaba oculta por la lluvia blanca de sus cejas. Supe entonces que jamás vería la verdad de ojos tan antiguos; más que la piel de los párpados, parecía cubrirlos el velo de los siglos.

Pero ven, hijo, vamos a llevar la buena nueva al pueblo, dijo el viejo, en cuya habla comencé a distinguir giros anticuados, como sólo se encuentran ya en los libros de cuentos de nuestras abuelas: Ven, mozalbete, anda, pilludo…

Albricias, subrayó la vieja, hundiéndome aún más en una extraña anacronía que, sin embargo, me procuraba consuelo sin fin. Estaba ahora en un mundo que era el reverso de la brutalidad que abandoné en mi vieja ciudad. Paradoja que no me escapó: la ciudad que dejé era tan vieja como la triste historia de su paso por el tiempo; la ciudad a la que llegaba era tan reciente como anacrónica su manera de hablar y sentir.

Ciudad vieja, comunidad nueva. La pareja de ancianos que me recibió tomó sendas campanas y me condujo fuera de la casa, a la calle de la aldea donde ellos comenzaron a hacer sonar las campanas y a dar voces: voces que eran recias con esfuerzo, pues las puntualizaban sofocos, toses, falsetes.

¡Ha regresado!

¡Está aquí!

¡Se cumplió la promesa!

Cuando se reunieron unas dos docenas de personas en la plaza en torno a una fuente de grifones que esparcían agua, el anciano tomó aire y gritó:

¡Ha vuelto el hijo pródigo!

Todos gritaron vivas.

Recorrí los rostros en la plaza.

No había un solo joven.

Y yo no reconocí a nadie.

Miento. La pareja de ancianos me condujo de regreso a su casa. El hombre dijo que seguramente yo tenía hambre después de un tan largo viaje, como si ya hubiese olvidado que hace unos minutos, cuando llegué, me dieron de cenar… La mujer, como si despertase de un sueño, se apresuró a añadir sí, sí, todo está preparado y desapareció por una puerta de doble faz y con sendos vidrios a la altura de la mirada, como se acostumbra en los restoranes para que los meseros no tropiecen unos con otros y los platones no caigan al suelo.

Aunque esto era raro en una casa privada, la existencia de las puertas me obligó a pensar que acaso me encontraba en una posada y que la pareja que me recibió eran, simplemente, los administradores del albergue. Que tenían, sin embargo, una presencia importante en el pueblo me lo acababan de demostrar en plena plaza.

Que el pueblo no era un asilo de ancianos lo demostró ahora la muchacha que pasó de la cocina al comedor con una bandeja colmada de platos humeantes: sopas, carnes hervidas, purés de papa y zanahoria…

La muchacha -supuse- era la sirvienta de esta posada o quizás era la nieta de mis anfitriones. Vestía un delantal blanco sobre un vestido azul. Cargaba la bandeja e iba a tropezar. Le dije: Cuidado y miré sus medias azules, sus zapatillas del mismo color.

Levanté la mirada y admiré su rostro enmarcado por bucles cobrizos que no necesitaban un peine, pues caían con naturalidad sobre una nuca que adiviné tibia, recogida y ansiosa por recibir mis besos: olí desde ya el perfume de ese secreto nacimiento (¿o sería extinción?) de su cabellera.

Ella se recuperó del accidente que mis palabras evitaron, dijo "gracias" o "perdón" (sus labios se unieron de ambas maneras) y colocó la bandeja sobre la mesa, me ocultó la cercanía de su cuerpo más abajo de la cintura…

Los viejos no la miraron. Como si no estuviera allí. No notaron la alegría de mis ojos. Yo acababa de reconocerme en una aldea donde todos parecían saber quién era yo, salvo yo mismo. ¿Por qué me reconocí a mí mismo?

Ahora reposa, dijo Fosca la vieja, induciéndome a un sueño profundo en la alcoba que me ofrecieron. Caí dormido sobre la cama empotrada a la pared.

Cuando desperté, miré por la ventana, atraído por un cambio misterioso que se comenzaba a agitar en mi ánimo.

Vi un paisaje de montaña, cimas nevadas y laderas de hielo punteadas por ejércitos de pinos. Abrí la ventana para sentir el aire frío y seco del invierno. Sentí algo semejante a la nostalgia del hogar. Recordé que mi antigua habitación era peligrosa y fea y que lo que deseaba revivir era mi llegada a esta aldea benigna.

¿Cuánto tiempo había pasado desde mi arribo en plena primavera -el campo, el jardín de rosas, la niña corriendo con un aro, la casa de ventanas cerradas, el chico enfermo atendido por dos mujeres y un camarero?

La puerta se abrió y entró a la recámara una muchacha con una bandeja colmada de platos humeantes. Vestía un delantal blanco sobre un vestido azul. Medias azules, zapatillas del mismo color. Rostro enmarcado por bucles cobrizos.

Depositó la bandeja en una mesa. Iba a retirarse. Me levanté y la detuve, tomándola de un brazo. Me miró con ojos salvajes y me gruñó, soltándose con fuerza de mi mano.

Escuché los rumores en la planta baja de la posada. Alisé las arrugas de mi camisa y mi pantalon, calcé mis zapatos y bajé con cautela al primer piso.

Había una gran animación. La reunión de viejos del pueblo discutía con voces altas y carcajadas un poco insanas para quien, como yo, desconocía el motivo de la alegría. Unos empujaban jarras de cerveza, otros fumaban pipas. No había ninguna mujer en la reunión.

Al verme, los hombres olvidaron sus quehaceres y gritaron vivas, ha regresado el hijo pródigo, bienvenido, albricias…

Se levantaron, fui tomado de los brazos y sentado a una de las mesas. En seguida comenzó un verdadero tiroteo de preguntas -¿dónde estuviste todo este tiempo, por qué te olvidaste de nosotros, qué te trajo de nuevo?- que yo no podía contestar porque ellos mismos -la asamblea de ancianos difíciles de distinguir entre sí por la edad compartida, pero poco a poco disímiles en peso y estatura, calvicie o melenas, barbas o rostros lampiños, ojos alertas o adormecidos, párpados atortugados o asombrados, idénticos sólo en la fraternidad de las manos manchadas, nervudas, impacientes- se respondían a. sí mismos,

Fue en el año seis, lo tengo presente.

Te equivocas, fue antes, en el noventa y seis.

Mi memoria es infalible.

El caso es que se fue.

Di más bien que nos abandonó.

No discutan. Den gracias de que regresó.

Faltaba más. Nos lo prometieron.

¿Qué pasará ahora?

¿Qué prueba tenemos de que la promesa se cumplirá?

Dios protegerá a su pueblo.

Viajaremos a la tierra prometida…

Estas últimas palabras provocaron una riña inmediata entre quienes gritaban "ya estamos allí" y quienes reiteraban "viajaremos, viajaremos".

Al cabo los ánimos se serenaron, aunque un anciano peleonero insistió, lo que importa es el pueblo, a lo que un viejo no menos combativo contestó, el pueblo y su señor, y de allí otra batahola sobre si era "señor", "rey", "hombre", etcétera…

Me di cuenta, ustedes me comprenden, de que el grupo de ancianos me estaba informando sobre lo que yo debía saber por mi cuenta. Y acaso así era. Acaso yo había olvidado lo que ellos recordaban. No se me ocurrió entonces -de tal forma me sentía festejado, agradecido de la atención- que eran ellos los que habrían olvidado o ignoraban mi existencia anterior en la ciudad de donde huí para llegar, por mero azar, hasta aquí.