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Era esto lo que ellos, implícitos, negaban con sus comentarios y su algarabía. La verdad asentada por los viejos era que yo había estado aquí, me había ido y ahora regresaba. Todo tan simple, tan feliz, tan oportuno como esto.

La noche se alargó y yo no hice nada para acortarla. Yo era el centro de atención. Yo era el celebrado, aunque en medio de la oferta de felicidad, una extrema melancolía se insinuaba en mi espíritu.

Quise darle forma.

¿Dónde estaba la muchacha de pelo cobrizo y nuca secreta?

¿Por qué no servía las mesas?

Me acostumbré en ese tiempo -me refiero al fin del invierno, al cual desperté- a caminar por las calles de la aldea y a aventurarme por las montañas pinas de los alrededores.

En la población, todos me saludaban con amabilidad y se acostumbraban a mi presencia. Me di cuenta de que ya no era "el hijo pródigo" de los primeros días. Me convertía, ¡ay!, en parte del paisaje. Ya no era novedad. Era costumbre y no me quejaba. Ser extraordinario es, por definición, un estado pasajero. Es la excepción de la norma, que es ser ordinario.

Mis anfitriones -Nicolás y Fosca- me atendían con cortesía y afecto, de tal suerte que yo me acomodaba a una situación de normalidad sin sobresaltos.

Hasta una mañana en que me aventuré por los senderos montañosos a la hora en que las sombras se ausentaban con los vapores del día en espera de la veloz cortina nocturna de la alta montaña.

Era tal mi confianza en la nueva bondad de mi existencia, que todo temor había huido de mi espíritu. Si recordaba mi vida anterior en la ciudad -un recuerdo cada día más lejano-, no podía sino agradecer el misterioso giro de la fortuna que me había traído hasta aquí.

Es cierto que, a pesar de ello, yo tomaba cuidado en limitarme a recorrer los parajes montañosos, evitando todo deseo de regresar -así fuese con la mirada- al llano, al jardín y a la casa de batientes cerrados habitada por el muchacho inválido y su servidumbre a la vez abyecta y tiránica.

Cada día más seguro de mí mismo y agradecido de mi nueva vida, empecé a escalar la montaña con la ligereza y alegría de una existencia prometedora. Es cierto que mi audacia iba creciendo sólo porque mi prevención había sido tan grande.

Ahora ascendía, pero también exploraba. En los ombligos de la montaña había cuevas avaras que no me atrevía a visitar. La mejor prueba de mi nueva seguridad es que cierto día decidí, con ánimo exaltado, explorar una de ellas.

Dice el dicho que más vale no agitar las cosas estables; no despertar al perro dormido. Lo recordé porque al apenas entrar a una de las muchas cuevas de la montaña -¿por qué ésta precisamente, por qué no otra cualquiera?- el gruñido hostil de un perro me retó a detenerme, irme o seguir adelante. Supongo que a cada instante de la vida, estos tres caminos se nos presentan, colocándonos eternamente en la encrucijada. Esta vez, mi ánimo sereno y victorioso era tal -tan grande mi seguridad en mí mismo- que decidí avanzar, adentrándome en la caverna, dispuesto a enfrentar y vencer cualquier peligro…

No tardé en acostumbrarme a la oscuridad y en distinguir la forma del ser que me amenazaba. Estaba en cuatro patas, pero era un ser humano. El movimiento de la cabeza, el brillo irreprimible de la mirada más temerosa que amenazante y mi propio sentimiento de seguridad vencían al temor y me aproximaban al hombre, que se alejaba de mí hasta el momento en que le toqué la cabeza calva, la acaricié como a un animal o a un antepasado y al cabo reconocí en él a uno de los celebrantes de la cena de bienvenida en el albergue. Flaco, calvo, lampiño, ojos alertas, párpados asombrados…

No eres el mismo, alcanzó a decir antes de que los perros -éstos en verdad mastines hambrientos- se le echaran encima y el viejo se debatiese por un instante e inútilmente mientras yo me echaba hacia atrás, impotente, temeroso de las bestias, ajeno a toda inteligencia de la situación, viendo al anciano perderse en las sombras, arrastrado hacia lo más hondo de la cueva por los perros que, sólo entonces me di cuenta, obedecían voces de orden venidas de una penumbra lejana.

"No eres el mismo."

Descendí al pueblo con esas palabras agudas en mi oído -no eres el mismo-. ¿Quién era entonces "el mismo", el idéntico? Me di cuenta de que esto sólo lo sabían quienes me recibieron -Fosca y Nicolas- y también de que mi dilema consistía en hacerles la pregunta a ellos -o develar el misterio por mi cuenta-.

No sabía entonces cuál de las dos opciones era la más peligrosa.

Al caer la noche, regresé al pueblo. Mi corazón se debatía entre el conocimiento y la ignorancia y se resolvía en una angustiosa sensación de no saber nada. La muerte atroz del viejo de la caverna era más que un crimen, pues ser atacado por dos perros salvajes no comprobaba culpa alguna. Era un enigma: ¿quién sabía quién era yo? ¿Qué quiso decir el viejo antes de morir? ¿Quién era "el mismo "? ¿Sólo lo sabían quienes me recibieron y me llamaron "pródigo"? ¿Me atrevería a preguntarles a ellos quién soy yo, toda vez que ya lo habían dictaminado: el hijo pródigo? ¿Preguntarles lo que ya habían definido era un insulto?

Mi verdadero problema consistía, entonces, en aceptar lo que ellos -Nicolás y Fosca y la comunidad entera- decían que yo era o preferir la duda -y acaso el destino- del viejo de la cueva: yo no era el mismo.

Se preguntarán ustedes ¿qué hacía yo con mi tiempo? Ésta es una interrogante práctica pero también filosófica. Les he dado a entender que, desde que llegué a la aldea, mi tiempo era tan largo y tan breve como mi sueño. Sé que dormía mucho. No recuerdo bien qué cosa hacía durante la vigilia, salvo los hechos sobresalientes que aquí he narrado. No quiero llegar al extremo de decir que yo era una sola persona con dos tiempos distintos, uno de día y otro de noche, uno en el sueño y otro al despertar, porque podría opinar que también era dos personas distintas en un solo tiempo.

El hecho es que, en uno u otro caso, yo llegué a sentir que mi obligación consistía en renovarme cada día. ¿Por qué? Lo digo con la misma vergüenza que entonces sentí. Para no defraudar a mis anfitriones.

No esperaba otra cosa. Con el paso del tiempo, yo me volvía costumbre. Hacía las tres comidas en el albergue (la muchacha de pelo cobrizo no se volvió a aparecer). Dormitaba largo rato y a horas desacostumbradas. Salía a caminar por la única calle de la aldea. Evitaba regresar a la montaña o al río, los dos extremos de mi nueva vida. Sólo al considerarlos "extremos'' me apercibí, sin embargo, de que mi nueva existencia carecía de ellos. Es decir, carecía de tensión. Se volvía parte de la costumbre.

Un sentimiento básico de supervivencia me obligaba a callar lo sucedido en la cueva de la montaña. Quería evitar suspicacias. No me sirvió de nada. No sé si por este hecho u otros más insondables, el saludo de los aldeanos, durante mis cada vez menos excitantes recorridos por la callease volvía cada vez más distante, menos entusiasta, más frío…

Lo atestigüé, al cabo, en el albergue, hotel o pensión donde me alojaba en calidad de celebérrimo "hijo pródigo".

Una mañana, Fosca tocó a mi puerta con fuerza. Desperté desconcertado. Jamás habían interrumpido mi sueño. Abrí y la vi con cara agria. Me ofreció un papel cuadriculado y arrugado.

¿Señora?

La cuenta, señor.

Me dio la espalda y se fue. Yo miré con asombro el papel y leí los artículos de mi deuda: alojamiento, comida, lavandería, servicios de recámara, etcétera.

Estuve a punto de hacer un puño con la cuenta. Abrí la ventana para arrojar el papel a la calle. Vi a una nueva docena de ancianos detenidos bajo mi ventana, mirando hacia arriba, mirándome con franca enemistad.

Cerré la ventana.

Arrojé el papelucho a la chimenea.

Nicolás y Fosca me esperaban en el quicio de la puerta.