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– Claro que queremos -se apresuró a responder Burden.

Ulrike Ranke se hallaba a cierta distancia del grupo de comensales risueñas y fuera del alcance de las luces del establecimiento, pero sin lugar a dudas se trataba de ella. La chaqueta que llevaba podía ser marrón, gris o incluso azul marino, pero los vaqueros eran negros. Contra el tejido oscuro de la blusa o el jersey se recortaba una vuelta de perlas. La bolsa de lona y cuero que llevaba colgada del hombro derecho parecía muy cargada y pesada. En su rostro se dibujaba una expresión angustiada.

– Cuando vi esa foto en el Courier le dije a la parienta que buscara la foto, y en cuanto le eché un vistazo supe que era ella.

– ¿A qué vino? ¿A tomar algo?

– Le dije que no podía tomar nada -replicó Dickson con toda dignidad-. Ya había cerrado la barra, y de todas formas, no quería una copa, me dijo, sino llamar por teléfono. Hablaba de una manera muy rara, con acento o algo, y no le salían algunas palabras, pero aquí vemos de todo.

A Burden no cesaba de sorprenderle el hecho de que los británicos, la inmensa mayoría de los cuales no hablaba ninguna lengua extranjera, no tuvieran reparos en burlarse de las personas cuyo dominio del inglés no era del todo perfecto. Preguntó a Dickson si Ulrike había llamado.

– A eso voy. Me preguntó si podía efectuar una llamada, eso sí que no lo había oído en mucho tiempo, y dijo que quería pedir un taxi. Aquí se piden muchos taxis, claro. Le dije que encontraría un número junto al teléfono, porque tenemos una tarjeta en el tablón de la cabina, y que tendría que utilizar el de monedas… ¡No iba a dejarle usar el mío!

– ¿Llamó?

– Sí, señor, y luego volvió a la barra. Todos los clientes se habían marchado, y la mujer y yo estábamos limpiando. La chica nos contó que había llegado desde Dover en camión. El camionero se había ofrecido a llevarla hasta donde él iba y la dejó aquí, porque tenía intención de pasar la noche en un estacionamiento de camiones. Le dije a la mujer que menos mal que el hombre la había dejado aquí, porque con una chica tan guapa nunca se sabe.

– De menos mal, nada -terció Burden.

Dickson alzó la mirada con sobresalto.

– Bueno, ya me entiende.

– ¿Pidió un taxi? ¿Sabe de qué empresa?

– Contemporary Cars. La tarjeta que tenemos es suya. Había otros números escritos en trozos de papel, pero la única tarjeta que tenemos es la de Contemporary Cars.

– ¿Y el taxi vino?

Por primera vez en la conversación, la imagen de orgullo, rectitud e integridad de Dickson se tambaleó un ápice.

– La verdad es que no lo sé. Dijo que tardarían como un cuarto de hora, que Stan llegaría al cabo de un cuarto de hora, y media hora más tarde, cuando subí a acostarme, miré por la ventana y la chica ya no estaba, así que supongo que el taxi vino a buscarla.

– ¿Quiere decir que no esperó aquí dentro? -preguntó Burden-. ¿Que la hizo esperar fuera?

– Oiga, esto es un hotel, no un albergue juvenil…

– Es una fonda -puntualizó Vine.

– Mire, la parienta ya se había acostado porque había tenido un día muy duro, y yo estaba acabando de limpiar. Había sido un día muy largo. Fuera no hacía demasiado frío. Ni siquiera llovía…

– Tenía diecinueve años -espetó Burden-. Era una chica joven, una turista, y usted la hizo esperar un taxi a la intemperie a las once de la noche.

– La próxima vez me lo pensaré dos veces antes de llamarles -masculló Dickson al tiempo que les daba la espalda.

Aquel mismo día, tras vanas horas de interrogatorio, Stanley Trotter, taxista de Contemporary Cars y socio de Peter Samuels en la empresa, fue detenido por el asesinato de Ulrike Ranke.

3

Sheila Wexford tenía intención de dar a luz en casa. Los partos en casa estaban de moda, y Sheila, como aseguraba su padre con una mezcla de afecto y amargura, siempre había seguido con entusiasmo los dictados de las modas. A él le habría gustado que ingresara en la mejor clínica obstétrica del mundo, dondequiera que estuviese, cuatro semanas antes del parto. Una vez aparecieran los dolores, habría preferido contar con la presencia del mejor obstetra del país, así como un par de asistentes de postín y un puñado de las comadronas más excelsas de la nación. Deberían administrarle la epidural a la primera contracción y, en caso de que los dolores duraran más de media hora, practicarle una cesárea de pocos milímetros de longitud.

En cualquier caso, eso era lo que Dora afirmaba respecto a sus preferencias.

– Tonterías -espetó Wexford-. Simplemente, no me gusta la idea de que lo tenga en casa.

– Hará lo que le venga en gana, como siempre.

– Sheila no es egoísta -afirmó el padre de Sheila.

– No he dicho que sea egoísta, sino que hace lo que le viene en gana.

Wexford reflexionó un instante sobre aquella contradicción.

– Irás a su casa para estar con ella, ¿no? -preguntó por fin.

– No lo había pensado. Al fin y al cabo, no soy comadrona, pero iré en cuanto nazca el bebé.

– Es curioso -murmuró Wexford-. Hemos avanzado en la educación sexual, la igualdad entre hombres y mujeres, nos hemos deshecho de las doctrinas anticuadas, los hombres están presentes en el nacimiento de sus hijos, las madres amamantan a sus bebés en público, las mujeres hablan sin pudor de toda clase de temas ginecológicos que antaño habrían callado hasta la muerte… Pero en cambio, creo que nadie dejaría de sorprenderse, por no decir otra cosa, ante la idea de que un padre presencie el parto de su hija, ¿no te parece? Mira, ya te has ruborizado.

– Pues claro que me he ruborizado, Reg. ¿No querrás estar presente en el…?

– ¿En el parto de Sheila? Claro que no. Lo más probable es que me desmayara. Sólo digo que es curioso que tú puedas ir y yo no.

Sheila vivía en Londres con el padre de la criatura, un actor llamado Paul Curzon, en una callejuela cerca de Welbeck Street. El bebé nacería allí. Wexford, que no conocía Londres demasiado bien, consultó el atlas y descubrió que Harley Street no quedaba muy lejos. Harley Street estaba llena de médicos, como todo el mundo sabía, y seguramente también había algunos hospitales.

La sede de Contemporary Cars era un módulo prefabricado de apariencia efímera instalado en un solar, por lo demás desierto, de Station Road. Años antes se erigía en aquel lugar el Railway Arms, un pub cada vez menos frecuentado, pues sus parroquianos hallaban el precio de la cerveza exorbitante y las leyes sobre bebidas alcohólicas, draconianas. El Railway Arms cerró y al cabo de un tiempo fue derribado. Desde entonces, no se había construido nada en aquel solar, y algunas personas en Kingsmarkham consideraban que el solar siempre barrido por el viento, salpicado de basura, rodeado de ortigas y flanqueado de árboles escuálidos hacía daño a la vista. En su opinión, la llegada del módulo no contribuía precisamente a mejorar la situación, pero sir Fleance McTear, presidente de KCCCV y de la Sociedad Histórica de Kingsmarkham, afirmó que, en comparación con la carretera de circunvalación prevista, la nueva empresa no representaba problema alguno.

Peter Samuels, supuesto consejero delegado de Contemporary Cars, aseguró a todo el mundo que no tardaría en trasladar la empresa a una sede más permanente, pero hasta entonces no se había observado indicio alguno de ello. El antiguo solar del Railway Arms disponía de mucho espacio para estacionar taxis y se hallaba convenientemente cerca de la estación. Fue en aquella oficina dotada de mesas plegables, ducha portátil y plegatines, donde Burden entrevistó por primera vez a Stanley Trotter.

En un principio, Trotter negó conocer siquiera a Ulrike Ranke. Cuando Vine le refrescó la memoria citando las palabras de William Dickson y mencionando el acento extranjero de la joven alemana, Trotter recordó haber contestado al teléfono cuando llamó Ulrike… Reconoció haber contestado al teléfono, pero no haber ido a buscarla al Brigadier. Quería ir personalmente, pero tenía que ir a buscar a alguien a la estación a la hora del último tren procedente de Londres, por lo que encargó a otro conductor, Robert Barrett, que fuera a buscar a Ulrike.