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El problema residía en que Barrett no recordaba sus actividades de la noche del tres de abril, sólo que había realizado carreras durante toda la noche, que había sido muy movida. De hecho, toda la semana había sido muy movida, seguramente debido a la Pascua. Sin embargo, estaba seguro de que, en los cinco meses que llevaba trabajando en Contemporary Cars, nunca había ido a buscar a nadie al Brigadier.

Burden anunció a Stanley Trotter que tendría que acompañarles a la comisaría de Kingsmarkham. Por entonces ya había descubierto que Trotter tenía antecedentes penales por delitos no insignificantes precisamente. El primero, perpetrado siete años antes, consistió en entrar por la fuerza en una tienda de Eastbourne, el segundo, de índole mucho más grave, en un atraco, hecho que por definición incluye la noción de asalto. Había asestado un puñetazo en la cara a una joven, la había arrojado al suelo, y una vez allí le propinó varios puntapiés y le robó el bolso. Era medianoche, y la mujer regresaba sola a casa por Queen Street. Trotter había acabado en la cárcel por ambos delitos y habría cumplido una sentencia mucho más larga por el segundo si su víctima hubiera presentado más que un cardenal en la mandíbula.

A Burden le bastaba aquel historial… o casi. Había conseguido que Trotter confesara haber ido al Brigadier a las once menos cuarto del tres de abril. Según reconoció, al principio estaba demasiado asustado para admitirlo. Llegó al pub poco antes de las once, pero la dienta había desaparecido, si es que alguna vez había estado allí.

Fue entonces cuando Trotter exigió la presencia de un abogado, y a Burden no le quedó más remedio que acceder. Al poco hizo su aparición un joven y astuto abogado del bufete Morgan de Clerk, de York Street. Cuando Trotter aseguró que no recordaba si había o no llamado al timbre del Brigadier, el abogado transmitió a Burden que su cliente afirmaba no poder recordarlo y que eso debería bastar.

– Dickson dice que la chica estaba fuera, así que Trotter no tendría que haber llamado al timbre -señaló Vine delante de la sala de interrogatorios.

– No, pero él no sabía que Ulrike estaba esperando fuera. Imaginaría, como todo el mundo, que estaría dentro, por lo que se vería obligado a llamar al timbre. ¿Me estás diciendo que apareció en el pub a las once de la noche, y al ver que no había nadie esperando, dio media vuelta y se marchó?

– Eso es lo que dice él -puntualizó Vine.

Siguieron interrogando a Trotter. El abogado de Morgan de Clerk rebatía las frases más insignificantes mientras proveía a su cliente de un suministro inagotable de cigarrillos pese a que él mismo no fumaba. Trotter, un hombre de unos cuarenta años, delgado, de hombros redondeados y aspecto enfermizo, se fumó veinte hasta el anochecer, y el aire de la sala de interrogatorios adquirió un tono azulado. El abogado se dedicaba a interrumpir una y otra vez la conversación preguntando cuánto tiempo pretendían retener a Trotter y si la policía pensaba acusarlo formalmente.

Con gran temeridad y casi sin aliento, Burden masculló un «sí». No obstante, no acusó a Trotter, sino que se limitó a retenerlo en la comisaría de Kingsmarkham. Al enterarse, Wexford dudó de que el asunto pudiera prosperar, pero Burden consiguió una orden para registrar la casa de Trotter, que se hallaba en Peacock Street, Stowerton. En el piso de dos habitaciones situado sobre el colmado de dos hermanos de Bangladesh, los detectives Archbold y Pemberton encontraron un collar de perlas de imitación y una bolsa de lona marrón envuelta en plástico verde oscuro.

En opinión de Wexford, no se parecía mucho a la bolsa que aparecía en la fotografía de Dickson ni encajaba con la descripción de la bolsa que Dieter Ranke había dado a la policía. La hallada en el piso de Trotter era de mala calidad y de color marrón y verde, no marrón y azul. Los Ranke eran una familia acomodada, ambos padres eran profesionales de éxito, y a Ulrike, su única hija, nunca le había faltado de nada. Su collar era de perlas cultivadas muy selectas, un regalo que sus padres le habían hecho al cumplir los dieciocho años y por el que habían pagado el equivalente de mil trescientas libras.

– Ese pobre hombre tendrá que echar un vistazo a la bolsa -suspiró Wexford, refiriéndose a Ranke y pensando en sí mismo y sus hijas-. Sigue en el país por causa de la investigación.

– Peor será identificar el cadáver -comentó Burden.

– Sí, Mike -suspiró Wexford sin querer decir algo de lo que más adelante pudiera arrepentirse-. Tengo entendido que el departamento de Transporte ha solicitado al Tribunal Superior permiso para desalojar los campamentos de los árboles.

Burden adoptó una expresión complacida. La idea de la carretera de circunvalación siempre lo había atraído, sobre todo porque estaba convencido de que acabaría con los atascos en el centro de la población y en la antigua carretera.

– No se armaban semejantes escándalos en los viejos tiempos -dijo-. Si el gobierno decretaba que había que construir una carretera, la gente lo aceptaba. Creían con toda la razón que si votaban a sus representantes en el parlamento ya habían cumplido con sus deberes democráticos y por tanto debían obedecer las decisiones del gobierno. No construían cabañas en los árboles ni iban a la huelga. No cometían delitos ni mutilaban a leñadores que se limitan a hacer su trabajo. Comprendían que las carreteras se construían por su bien.

– «No sabía en qué se estaba convirtiendo el mundo» -declamó Wexford-. Eso es lo que pondrán en tu lápida -miró a Burden de soslayo-. Mañana habrá una gran manifestación, con el KCCCV, el Comité pro Fauna de Sussex, Amigos de la Tierra y Planeta Sagrado, todos ellos bajo la batuta de Sir Fleance McTear, Peter Tregear y Anouk Khoori.

– Más trabajo para nosotros, eso es lo único que conseguirán. La carretera se construirá de todas formas.

– ¿Quién sabe? -se preguntó Wexford.

El inspector jefe no interrogó a Trotter. Burden, acosado por Damian Harmon-Shaw, de Morgan de Clerk, consiguió prolongar doce horas el tiempo de retención estipulado. Sabía que cuando se le acabara el tiempo, se vería obligado a presentar cargos contra Trotter o soltarlo, ya que, con toda probabilidad, el tribunal no se dejaría convencer para conceder otra prolongación del período de retención.

La policía examinó los tres Vauxhall y los tres VW Golf de Contemporary Cars. Peter Samuels no interpuso objeción alguna. La empresa había lavado a conciencia todos los vehículos al menos diez veces desde el tres de abril, y cada uno de ellos había llevado a cientos de clientes. Si en uno de ellos había existido alguna prueba de la presencia de Ulrike Ranke, a buen seguro había desaparecido o quedado inservible.

– No tienes pruebas, Mike -dijo Wexford tras escuchar la cinta del interrogatorio-. Sólo tienes sus condenas anteriores y el hecho de que fue al Brigadier y, al no encontrar a nadie esperándolo, dio media vuelta y se marchó.

– Conoce el Gran Bosque de Framhurst. Ha reconocido que iba a la zona de picnic cuando sus hijos eran pequeños.

El hecho de que Trotter hubiera abandonado a su mujer y sus hijos pequeños antes de divorciarse, volver a casarse con otra mujer y divorciarse de nuevo al cabo de muy poco tiempo no había hecho más que agudizar los prejuicios del Burden contra él.

– Conoce el sendero que se adentra en el bosque y los lugares donde se aparca. El cadáver fue encontrado a doscientos metros de allí.

– La mitad de los habitantes de Kingsmarkham conoce ese lugar. Yo llevaba a mis hijas allí cuando eran pequeñas, y tú hacías lo mismo. La verdad, me parece una muestra de sinceridad que haya admitido conocer el lugar. No estaba obligado a decirlo.