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Algunos de los detenidos vivían en los campamentos, pero los encapuchados, que llevaban medias con orificios para los ojos y la boca, eran forasteros. Habían llegado durante el día para instalar el séptimo campamento en la ruta de la nueva carretera. Se habían solicitado más órdenes de desahucio.

El día después de lo que se dio en llamar el Caos de Kingsmarkham, Mark Arcturus, portavoz de la sección de campañas de Amigos de la Tierra, pidió públicamente que la protesta se mantuviera dentro de los límites de la ley.

– Todo lo que podamos conseguir quedará en agua de borrajas si la opinión pública asocia la protesta con actos violentos y delictivos, lo que nos arrebatará el apoyo de que hasta ahora hemos disfrutado y que tanto nos ha alentado. La movilización fue pacífica y civilizada hasta el día de ayer; procuremos que siga así.

Sir Fleance McTear aseguró que KCCCV se ceñía a la protesta pacífica.

– No perdonamos la violencia por muy válida que sea la causa.

El Kingsmarkham Courier fue el único periódico que publicó las declaraciones de un hombre llamado Conrad Tarling, según el cual, las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas, por lo que a la opinión pública no le quedaba otro remedio que adoptarlas si el gobierno hacía caso omiso de la voz del pueblo. Tarling se autocalificaba de Rey del Bosque y jefe de la representación de Especies en el lugar previsto para la construcción de la carretera. Al ver su fotografía en el periódico, Wexford lo reconoció de inmediato; era el hombre de la capa que había visto desfilar por Kingsmarkham.

Un grupo de trabajadores acudió entre contundentes medidas de seguridad para retirar los clavos y alambres de los troncos. Los habitantes de los campamentos los observaron y esperaron pacientemente hasta que los guardias de seguridad, que durante un tiempo protegieron a los trabajadores día y noche, por fin se marcharon a sus casas.

Patrick Young, de Naturaleza Inglesa, anunció en New Scientist el descubrimiento en el río Brede de un frígano muy poco frecuente, la Psychoglypha citreola, cuya larva era un gusano diminuto envuelto en un capullo que recordaba un mosaico, y cuya forma adulta era una mosca de alas amarillas y alrededor de dos centímetros y medio de longitud. Como consecuencia de ello, los asesores medioambientales del gobierno abrieron un debate sobre la posibilidad de declarar ciertas partes del no zonas de especial interés científico.

– De acuerdo con la directiva sobre Hábitats y Especies Europeos -señaló Young-, la categoría de superreserva confiere el nivel más alto de protección. La Psychoglypha aún podría salvar esta zona de belleza y especies incomparables. Su descubrimiento pone de manifiesto la incapacidad del departamento de Transporte de efectuar una evaluación medioambiental adecuada del Brede y la Marisma de Stringfield.

Una de las cabañas del campamento de Elder Ditches ardió una calurosa tarde a finales de mes. Sus ocupantes, un hombre y una mujer, eran miembros destacados de Especies. La cabaña y el árbol quedaron arrasados por las llamas, pero tras la alarma inicial se concluyó que el incendio había sido fortuito y causado al volcarse un hornillo de alcohol que utilizaban para preparar el té.

– Esta gente destruye más naturaleza de la que salva -confió Burden a Wexford.

– ¡Por un árbol! No seas ridículo.

– A veces los que tienen razón parecen ridículos al principio -lo sermoneó Burden-. ¿Cómo está Sheila?

– Bien. Le quedan tres semanas… Preferiría mil veces que tuviera el niño en el hospital – se interrumpió y prosiguió al cabo de un instante, sobre todo para sulfurar al inspector-. Un amigo suyo participa en la protesta. Se llama Jeffrey Godwin, es actor y dueño del teatro Weir.

– ¿Ese molino transformado de Stringfield? Debería darle vergüenza.

– La semana que viene estrena una obra de protesta en el Weir. Se titula Extinción.

– Qué chorrada -espetó Burden-. Desde luego, yo no pienso comprar una sola entrada.

El último lunes del mes, Concreation sacó su maquinaria de construcción del prado de Pomfret Monachorum, y la primera excavadora hundió su pala dentada en la tierra cubierta de hierba.

Wexford llevaba seis meses un poco preocupado. Algunas noches se despertaba sobresaltado e imaginaba el vacío helado, el inmenso abismo que se abriría a sus pies si Sheila moría en el parto. No conocía de cerca ningún caso, ya que el único que se había producido en su entorno a lo largo de su vida era el de una tía suya cuando él contaba tan sólo cuatro años. Sin embargo, no lograba dejar de preocuparse. También pensaba en el niño, pero no específicamente en él, sino en el efecto que surtiría en Sheila si no era del todo perfecto, en el dolor que experimentaría su hija y que se convertiría de forma irremisible en su propio dolor.

Pero durante todos aquellos meses supo que la angustia que lo atenazaba no sería nada en comparación con el sufrimiento que se apoderaría de él cuando llegara el día señalado para el parto y en los días siguientes, pues como suele decirse, los primeros bebés nunca nacen a tiempo, y con el pánico de que sería presa cuando dieran comienzo los dolores, algo que le resultaba insoportable de considerar siquiera. Sin embargo, aquella preocupación no llegaría hasta el cuatro de septiembre. Se dijo que debía dejar de pensar en el asunto, que de nada servía preocuparse dos veces, una de verdad y otra por la perspectiva de la preocupación futura.

– La mayoría de las cosas por las que te has preocupado a lo largo de tu vida no han sucedido -aleccionó a Dora la noche del 1 de septiembre.

– Lo sé… Fui yo quien te enseñó ese axioma -replicó Dora.

En aquel instante sonó el teléfono, y Wexford contestó.

– Hola, papá -lo saludó Sheila desde el otro extremo de la línea-. Acabo de tener el bebé.

Wexford se vio obligado a sentarse; por fortuna, la silla estaba allí.

– ¿Me oyes, papá? Acabo de tener a la niña, y es fantástica. Se llamará Amulet. Tiene el pelo negro y los ojos azules. ¿Y sabes qué? No ha sido ni mucho menos tan horrible como imaginaba.

– Oh, Sheila… -se volvió hacia Dora-. Sheila ya ha dado a luz.

– ¿No me felicitas?

– Felicidades, cariño.

– Pesa tres kilos y cuatrocientos cuarenta gramos. No sé cuánto es en libras, tendrás que consultarlo en una tabla de conversión. Podría haberos llamado cuando empezaron los dolores, pero sabía que no haría más que preocuparos, y luego ha pasado todo tan deprisa…

– Te paso a tu madre -dijo Wexford-. Cuéntaselo todo.

Dora habló con su hija un cuarto de hora. Tras colgar anunció a su marido que iría a Londres al cabo de dos días.

– Me ha pedido que vaya mañana.

– ¿Y por qué no vas mañana?

– Porque tengo demasiadas cosas que hacer aquí. No puedo irme así por las buenas. Además, creo que conviene darle un día o dos para que se acostumbre a la niña. De todos modos, no tendré nada que hacer aparte de estar con ella; tiene una enfermera particular.

– Amulet -musitó Wexford-. Supongo que acabaré por acostumbrarme.

– No te preocupes. Todo el mundo la llamará Amy.

Cierta noche, Especies y los moradores de los árboles sabotearon la maquinaria de construcción, robando piezas metálicas, cortando cables, inmovilizando motores y mezclando limaduras de hierro con gasóleo. Se efectuó una serie de detenciones, se asignó un guardia para vigilar las excavadoras, y James Freeborn, jefe adjunto de la policía de Mid-Sussex, solicitó una subvención gubernamental de dos millones y medio de libras para proteger la nueva carretera con fuerzas policiales.