El teléfono emitió un leve chasquido antes de sonar, lo que no había sucedido en las llamadas anteriores, o en cualquier caso no habían reparado en ello. El timbre se les antojó desproporcionadamente ruidoso, un sonido agudo y penetrante. Audrey recitó su número de teléfono con voz monótona, tal como le habían indicado.
Otra vez el prometido. Burden deseó haberle pedido a Audrey que le dijera que no volviera a llamar ese día. Se lo pidió entonces; la mujer asintió, pero no lo hizo. En cuanto colgó el auricular, el teléfono volvió a sonar.
Karen se acercó a ella de un salto cuando descolgó. De nuevo recitó el nombre con voz monótona.
Se oyó la voz de un chico, una voz adulta desde hacía tiempo, pero temblorosa y aguda, tal vez a causa del nerviosismo.
– Hola, mamá, soy yo.
23
– ¿Has transmitido el mensaje, mamá?
– Claro que sí, Ryan, tal como me dijiste.
Audrey Barker era una actriz pésima; su voz sonaba falsa, como si se hubiera aprendido de memoria el texto de una obrita de teléfono blanco.
– Tienen que desviar la carretera, ¿lo has entendido?
– Sí, Ryan, y ya se lo he dicho.
La voz forzada de su madre lo inquietó.
– ¿Hay alguien en casa contigo? -preguntó con suspicacia.
– ¡Claro que no, claro que no! -casi gritó Audrey.
– El gobierno tiene que anunciarlo oficialmente. De lo contrario, la señora Struther morirá. ¿Lo has entendido? O lo anuncian mañana antes de la puesta de sol, o la señora Struther morirá.
– Oh, Ryan…
– Creo que hay alguien contigo en casa, así que voy a colgar. No volveré a llamar. Recuerda que nuestra causa es justa. Es la única forma, mamá, la única forma de salvar el mundo. Y cuando se trata de salvar el mundo, la vida de una sola mujer no importa. Voy a colgar. Adiós.
Ésta fue la conversación que Karen Malahyde oyó directamente. Más tarde, Wexford escucharía la cinta grabada, pero antes de eso se enteró de que habían localizado la llamada.
La habían efectuado desde la fonda Brigadier, situada en la antigua carretera de circunvalación de Kingsmarkham.
Había empezado a llover. La lluvia, augurada por los pesimistas desde hacía días, caía con rapidez de los nubarrones que de repente se cernían sobre la tierra. Al cabo de un rato diluviaba, lo que demoró un poco su llegada a la fonda. En circunstancias normales habrían recorrido el trayecto en un cuarto de hora, el tiempo mínimo, pero la tormenta no era de las que hacen aminorar la velocidad, sino pararse en la cuneta y esperar a que amaine.
Pemberton, que conducía el coche en que viajaban Burden y Karen, se vio obligado a parar en un apartadero. Era como hallarse al pie de una catarata, comentó, tal vez las cataratas del Niágara. Barry Vine y Lynn Fancourt, que los seguían en el siguiente coche, los alcanzaron y se detuvieron tras ellos. Transcurrieron veinte minutos antes de que la tormenta amainara un poco y quedara reducida a una lluvia torrencial corriente. En total tardaron media hora en llegar al Brigadier, en cuyo sendero de grava irrumpieron como policías de Los Angeles en una persecución.
Eran las seis menos veinticinco, y William Dickson había abierto el local hacía treinta y cinco minutos. Estaba en la taberna, sirviendo una pinta de Guinness y una ginebra con grosella negra a una pareja cuando los cinco policías entraron… o más bien irrumpieron en el establecimiento. Vine se dirigió a la coctelería seguido de Pemberton.
– ¿Quién más hay aquí? -espetó Burden.
– La parienta. Yo -repuso Dickson-. ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
En aquel momento reapareció Vine.
– No hay nadie en la coctelería.
– Pues claro que no hay nadie, ya se lo he dicho, sólo estos señores, yo y la parienta arriba. ¿De qué va todo esto?
– Echaremos un vistazo -anunció Burden.
– Allá ustedes. Pero podrían pedirlo por favor, ¿no? Un poco de educación nunca viene mal. Tienen suerte de que no les pida una orden de registro.
La pareja del bar, la mujer desde la mesa y su compañero en la barra, a punto de pagar las copas, los observaban discretamente complacidos. El hombre clavó la vista en Burden mientras deslizaba un billete de cinco libras sobre la barra.
Vine fue al pasillo posterior, donde se encontraba el teléfono desde el que Ulrike Ranke había efectuado en abril la última llamada de su vida. Asomó la cabeza a varias habitaciones, un despacho con otro teléfono, una especie de saloncito… No se veía a nadie. Karen lo acompañó mientras Pemberton y Lynn Fancourt inspeccionaban el piso superior.
Volvía a llover a cántaros. Una cortina de agua caía sobre el aparcamiento vacío y tomaba casi invisible los contornos del lúgubre edificio que Dickson había denominado salón de baile. Burden anunció al hombre y la mujer del bar que era oficial de policía, les mostró su identificación y les preguntó cuánto tiempo llevaban en el pub.
– Oiga, un momento -protestó Dickson.
– Han ido a buscar a su mujer para que se ocupe del establecimiento -explicó Burden al tiempo que se volvía hacia él-. Le ruego que vaya a ese saloncito y me espere allí. Quiero hablar con usted.
– ¿De qué, por el amor de Dios?
– Lamento tener que hablar así delante de sus clientes, señor Dickson, pero o entra ahora mismo en esa habitación o lo detengo por entorpecerme en el cumplimiento de mi labor.
Dickson obedeció. Propinó un puntapié al tope de la puerta como un niño huraño, pero obedeció. Pemberton regresó con la mujer de Dickson, una rubia corpulenta de unos cuarenta años que llevaba mallas negras y sandalias de tacón. Burden la saludó con una inclinación de cabeza y preguntó a la pareja si les importaría que se sentara con ellos. El hombre meneó la cabeza con aire desconcertado. Dijo que se llamaba Roger Gardiner y que su amiga era Sandra Colé.
– Me gustaría hacerles unas preguntas -anunció Barry Vine antes de repetir la que Burden ya les había formulado.
– Hemos llegado cuando abrían -explicó Gardiner-. De hecho, cuando hemos llegado aún estaba cerrado, así que hemos esperado un momento en el coche.
– Había otras personas. ¿Un chico de unos quince años? ¿Con más gente?
– Tenía más de quince años -aseguró Sandra Colé-. Era más alto que Rodge.
– Ya habíamos entrado; llevábamos aquí un par de minutos -terció Gardiner-. De repente entraron corriendo un hombre y una mujer…, bueno, más bien una chica, acompañados del muchacho, y la chica preguntó al propietario o lo que sea si podían hacer una llamada.
– Dijo que el chico sufría un shock de algo, un ana-no-sé-qué, y que tenían que pedir una ambulancia.
– ¿Un shock anafiláctico?
– Exacto. Dijo que era urgente, y el propietario les indicó dónde estaba el teléfono…
– Les he dicho dónde estaba el teléfono -atajó Dickson-. No el público, sino el de mi despacho. Era una urgencia, ¿saben? La mujer decía que el chico podía morir si no ingresaba en un hospital, así que he pensado que no querrían preocuparse de las monedas y tal…
– Veo que ha desarrollado una conciencia desde lo de Ulrike Ranke.
– No sé qué insinúa. En cualquier caso, han entrado en el despacho y ya no los he vuelto a ver.
– Vamos, Dickson, no me tome el pelo. ¿Los deja llamar por teléfono, está preocupado por la posibilidad de que el chico muera y en cuanto le dan la espalda se olvida del asunto?
– He entrado al cabo de un rato, pero ya no estaban -se justificó Dickson-. He preguntado a la parienta si había oído llegar la ambulancia, porque yo no había oído nada, pero no sabía de qué le hablaba.
– Enséñeme el teléfono.