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—Muchos.

—¿Eh? —El superintendente pareció sobresaltarse.

—Para aborrecerlo... no para matarlo —dijo Despard—. No tenía el menor deseo de matarlo, pero creo que me hubiera gustado darle un buen puntapié.

—¿Por qué quería darle un puntapié, mayor Despard?

—Porque era uno de esos dagos que lo están pidiendo a gritos. Cada vez que lo veía sentía una comezón extraña en la punta de mi zapato.

—¿Sabe usted algo de él...? Que lo desacredite, quiero decir.

—Iba demasiado bien vestido... llevaba el pelo demasiado largo.., y olía a perfume.

—Y, sin embargo, aceptó su invitación para cenar —apuntó Battle.

—Si cenara solamente en las casas cuyo dueño es de mi completo agrado, temo que no saldría mucho de noche, superintendente —replicó Despard con sequedad.

—Le gusta a usted la vida de sociedad, pero no la aprueba, ¿verdad? —sugirió el otro.

—Me gusta, pero por períodos cortos. Sí; me gusta volver de la selva para encontrar habitaciones iluminadas, mujeres vestidas con ropas encantadoras; para comer bien, bailar y reír... pero sólo por poco tiempo. Luego, la insinceridad de todo me produce náuseas y quiero marcharme otra vez.

—Debe ser una vida muy peligrosa la que lleva usted, mayor Despard, recorriendo parajes tan apartados.

El joven se encogió de hombros y sonrió ligeramente.

—El señor Shaitana no llevaba una vida peligrosa... y, sin embargo, ha muerto, mientras yo estoy vivo.

—Puede ser que fuera más peligrosa de lo que usted cree —dijo Battle intencionadamente.

—¿Qué quiere decir?

—El difunto señor Shaitana era una especie de metomentodo.

Despard se inclinó hacia delante.

—¿Quiere dar a entender que se entrometía en la vida de los demás... que descubría...? ¿A qué se refiere?

—Quiero decir que, tal vez, era un hombre de los que gustan entrometerse en... ejem... bueno... en la vida de las mujeres.

Despard se reclinó en la silla y lanzó una risotada divertida aunque indiferente.

—No creo que las mujeres tomaron en serio a tal charlatán.

—¿Quién cree usted que lo mató, mayor Despard?

—Pues no lo sé. La señorita Meredith no fue. Y no puedo imaginarme a la señora Lorrimer haciendo tal cosa... me recuerda a una de mis tías más temerosas de Dios. Queda, por lo tanto, el caballero médico.

—¿Puede describirme lo que hicieron usted y sus compañeros durante la velada?

—Me levanté dos veces. Una de ellas para coger un cenicero y atizar el fuego. Y después para servirme una copa.

—¿Recuerda a qué hora fue eso?

—No puedo decírselo. La primera vez pudo haber sido alrededor de las diez y media y la segunda a las once, pero son meras suposiciones. La señora Lorrimer fue en una ocasión hacia la chimenea y habló con Shaitana. No sé si él le contestó, pues no presté mucha atención. No podría jurar si lo hizo o no. La señorita Meredith dio una vuelta por la habitación, pero no creo que se acercara a la chimenea. Roberts estuvo levantándose continuamente... tres o cuatro veces, por lo menos.

—Voy a preguntarle algo por cuenta de monsieur Poirot —dijo Battle sonriendo—. ¿Qué opina usted de los otros tres, como jugadores de bridge?

—La señorita Meredith es una buena jugadora. Roberts carga la mano ignominiosamente y merecía perder más de lo que pierde. La señora Lorrimer es una jugadora estupenda.

—¿Alguna cosa más, monsieur Poirot?

El detective hizo un gesto negativo.

Despard facilitó su dirección, en el Hotel Albany, deseó buenas noches a todos y salió de la habitación.

Cuando cerró la puerta, Poirot hizo un ligero movimiento.

—¿Qué ocurre? —preguntó Battle.

—Nada —contestó el detective—. Se me ha ocurrido que Despard camina como un tigre... sí, eso es... elásticamente, con suavidad, como se mueve esa fiera.

—¡Hum! —refunfuñó Battle—. Bien... —miró a sus tres compañeros—. ¿Cuál de ellos lo hizo?

Capítulo VIII

 

¿Cuál de ellos?

Battle miró a la cara de cada uno de los circunstantes. Sólo uno de ellos contestó la pregunta. La señora Oliver, siempre dispuesta a dar su parecer, empezó a hablar.

—La muchacha o el médico.

El superintendente miró inquisitivamente a los otros dos. Pero ambos no parecían dispuestos a formalizar ninguna declaración. Race sacudió la cabeza y Poirot alisó cuidadosamente las hojas del carnet.

—Uno de ellos lo hizo —comenzó Battle con aspecto pensativo—. Uno de ellos está mintiendo descaradamente—. Pero, ¿cuál? Éste no es un asunto fácil... no; no es fácil.

Calló durante unos momentos y después dijo:

—Si hemos de fiarnos de lo que nos han dicho, el médico cree que Despard es el culpable; Despard cree que lo hizo el médico; la muchacha piensa que fue la señora Lorrimer... y ésta no quiere decir nada. En resumen, ningún indicio que aclare la cuestión.

—Tal vez no —dijo Poirot.

Battle le dirigió una rápida mirada.

—¿Cree usted que hay algo en lo que nos han contado?

Poirot hizo un ademán con la mano.

—Es el matiz de las declaraciones... nada más. Nada sobre lo que se puedan sacar definitivas conclusiones.

El superintendente continuó:

—Por lo visto, ustedes dos, caballeros, no quieren decir lo que piensan de esto...

—No existen pruebas —dijo Race brevemente.

—¡Oh! ¡Hombre! —suspiró la señora Oliver, como si despreciara tal reserva en una opinión.

—Examinemos las posibilidades en términos generales —observó Battle.

Meditó un momento.

—Yo pondría al médico en primer lugar —dijo al fin—. Es un sospechoso bastante plausible. Sabe el punto exacto donde introducir un puñal. Pero aparte de ello, no tenemos nada más contra él. Después está Despard; un hombre de nervios bien templados. Acostumbrado a tomar decisiones rápidas y a dejar su hogar para acometer empresas peligrosas. ¿La señora Lorrimer? También posee buenos nervios y es una mujer de las que pueden tener un secreto en su vida. Da la impresión de saber lo que son las desgracias. Por una parte, yo diría que es lo que podríamos llamar una mujer de buenos principios... una mujer que podría ser directora de un colegio de señoritas. Es difícil imaginársela apuñalando a una persona. Realmente, no creo que lo haya hecho ella. Y, por fin, tenemos a la pequeña señorita Meredith. No conocemos sus antecedentes. Parece una muchacha corriente, de aspecto atractivo, aunque algo tímida. Pero, como ya he dicho, no sabemos nada más acerca de ella.

—Sabemos que Shaitana estaba enterado de que cometió un asesinato —observó Poirot.

—La máscara angelical ocultando el demonio —musitó la señora Oliver.

—¿Nos conduce esto a algún lado, Battle? —preguntó el coronel Race.

—¿Cree usted que son especulaciones sin ningún valor, señor? En un caso como éste, es natural que se hagan suposiciones.

—¿No sería mejor investigar todo lo que se relacione con esa gente?

Battle sonrió.

—No se preocupe. Dedicaremos a ello nuestro mejor interés. Creo que usted nos podría ayudar.

—Claro que sí. ¿Cómo?

—Respecto al mayor Despard. Ha pasado mucho tiempo en el extranjero. En Sudamérica, en el este y sur de África... tiene usted medios de reunir información acerca de ese joven.

Race asintió.

—¡Oh! —exclamó la señora Oliver—. Tengo un plan. Somos cuatro... cuatro «sabuesos», como ha dicho usted... y ellos también son cuatro. ¿Qué pasaría si cada uno de nosotros nos encargáramos de uno de ellos? ¡Sigamos nuestra inspiración. El coronel Race que se encargue del mayor Despard; el superintendente Battle del doctor Roberts; yo me ocuparé de Anne Meredith, y monsieur Poirot de la señora Lorrimer. ¡Que cada uno de nosotros siga su propia pista!