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Battle movió negativamente la cabeza con decisión.

—No podemos hacer eso, señora Oliver. Tiene que darse cuenta de que esto es un asunto oficial y yo estoy encargado de él. Debo investigar todas las pistas. Me parece muy bien eso de seguir nuestra propia inspiración. Pero dos de nosotros pueden sentir la misma. El coronel Race no ha dicho que sospechaba del mayor Despard. Y monsieur Poirot tal vez no apueste por la señora Lorrimer.

La señora Oliver exhaló un suspiro.

—¡Era un plan tan estupendo! —dijo con pesadumbre—. ¡Tan claro!

Luego cobró un poco más de ánimo y preguntó:

—Pero usted no tendrá inconveniente en que yo efectúe unas cuantas investigaciones por mi cuenta, ¿verdad?

—No —respondió Battle—. No puedo oponerme a ello. Después de haber asistido usted a esta reunión, está en libertad de hacer lo que su curiosidad o interés le sugieran. Pero deseo advertirle, señora Oliver, que será preferible tenga cuidado.

—Seré la discreción en persona —dijo la mujer—. No se me escapará una palabra acerca de... de nada —terminó la frase como si le faltara decisión.

—No creo que el superintendente Battle se refiera a eso precisamente —observó Hércules Poirot—. Quiere decir que posiblemente trate usted con una persona que según suponemos, ha cometido ya dos asesinatos. Una persona, por lo tanto, que no dudará en matar por tercera vez... si lo considera necesario.

La señora Oliver lo miró con aspecto pensativo. Luego sonrió; con una sonrisa simpática parecida a la de un niño descarado.

—«QUEDA USTED ADVERTIDA» —citó—. Muchas gracias, monsieur Poirot. Tendré cuidado con lo que haga, pero no pienso abandonar este caso.

Poirot hizo una ligera reverencia.

—Permítame que le diga que tiene usted un espíritu deportivo, madame.

—Supongo —dijo la señora Oliver irguiéndose y hablando con los ademanes que emplearía en la reunión de un comité feminista— que toda la información que consigamos se facilitará a los demás... es decir, que nadie guardará para sí lo que sepa. Nuestras propias deducciones e impresiones podremos retenerlas, desde luego.

El superintendente suspiró.

—Esto no es una intrigante novela de detectives, señora —observó.

Race intervino.

—Como es natural, todos los informes deben ser entregados a la policía.

Y después de haber dicho esto, con el tono que emplearía al dar una orden en la sala de banderas, añadió, mientras un ligero destello brillaba en sus ojos:

—Estoy seguro de que jugaré limpio, señora Oliver. El guante manchado; las huellas digitales en el vaso de los cepillos de dientes; el fragmento de papel quemado... todo esto lo entregaré a Battle.

—Ríase usted —dijo la mujer—. Pero la intuición de una mujer...

Hizo un vigoroso gesto afirmativo con la cabeza.

Race se levantó.

—Haré que investiguen todo lo referente a Despard. Se necesitará un poco de tiempo. ¿Puedo hacer algo más?

—No lo creo. Muchas gracias, señor. ¿No tiene usted alguna sugerencia qué hacer? Apreciaría cualquier cosa que me dijera en este aspecto.

—¡Hum! Bueno... yo prestaría una especial atención a los disparos, a los venenos y a los accidentes; pero me parece que ya habrá pensado usted en ello.

—Sí; ya lo tengo presente, señor.

—Muy bien, Battle. No necesita que yo le enseñe lo que debe hacer. Buenas noches, señora Oliver. Buenas noches, monsieur Poirot.

Y haciendo una final inclinación de cabeza a Battle, el coronel Race salió del comedor.

—¿Quién es? —preguntó la señora Oliver.

—Tiene una excelente hoja de servicios en el ejército —contestó Battle—. Ha viajado mucho. Habrá pocos rincones del mundo que él no conozca.

—Del Servicio Secreto, supongo —contestó la mujer—. Ya sé que no puede usted decírmelo; pero si no fuera así, no le hubieran invitado esta noche. Los cuatro asesinos y los cuatro «sabuesos»... Scotland Yard, Servicio Secreto, Investigación Privada y Literatura Policíaca. Una idea genial.

Poirot sacudió la cabeza.

—Está usted en un error, madame. Fue una idea estúpida. El tigre se alarmó y... saltó.

—¿El tigre? ¿Qué tigre?

—Al decir tigre, me refiero al asesino —exclamó Poirot.

Battle preguntó bruscamente:

—¿Cuál es su opinión sobre la mejor línea de conducta a seguir, monsieur Poirot? Eso por una parte. También me gustaría saber qué es lo que piensa respecto a la psicología de esas cuatro personas. Está usted muy práctico en eso.

Poirot, que seguía alisando las hojas de carnet, replicó: —Tiene usted razón..., la psicología es muy importante. Sabemos qué clase de asesinato se ha cometido y la forma en que se llevó a cabo. Si tenemos una persona que, desde el punto de vista psicológico, no pudo cometer este tipo particular de asesinato, podemos desecharla de nuestros cálculos. Tenemos unos pocos antecedentes sobre esas cuatro personas. Hemos sacado nuestra propia impresión sobre ellas y conocemos la línea de conducta que ha elegido cada cual. Sabemos algo acerca de sus mentalidades y sus caracteres por lo que nos han dicho respecto a sus cualidades como jugadores y por lo que hemos deducido al estudiar su escritura en estas hojas de carnet. Pero por desgracia, no es fácil dar una opinión definida. Este crimen requería audacia y sangre fría... una persona que no dudara en correr un riesgo. Bien; tenemos al doctor Roberts... un «farolero»... un hombre que confía por completo en sus facultades para salir con bien de cualquier riesgo. Su psicología encaja perfectamente en este asesinato. Puede decirse entonces que ello elimina automáticamente a la señorita Meredith. Es tímida; se asusta de forzar la mano; es cuidadosa, económica, prudente y carece de seguridad en sí misma. La persona menos indicada para dar un golpe temerario y arriesgado. Pero una persona tímida puede matar si está asustada. Una persona nerviosa y asustada llega a la desesperación y puede revolverse como una rata acorralada. Si la señorita Meredith cometió un crimen en el pasado y creía que el señor Shaitana estaba enterado de ello y dispuesto a entregarla a la justicia, pudo enloquecer de terror... y decidirse a realizar cualquier cosa, sin ningún escrúpulo, con tal de salvarse. Tendríamos, pues, el mismo resultado, aunque producido por una reacción diferente... nada de sangre fría ni atrevimiento, sino pánico desesperado.

«Consideremos después al mayor Despard. Un hombre frío y de muchos recursos, que no dudaría en arriesgarse si lo creyera absolutamente necesario. Pudo pesar los pros y los contras y decidir que existía una posibilidad, aunque leve, a su favor. Es un tipo de hombre que prefiere la acción a la inactividad; que nunca desdeñará seguir un camino peligroso, si cree que hay una oportunidad razonable de éxito. Tenemos finalmente a la señora Lorrimer. Una mujer de cierta edad, pero en plena posesión de su juicio y facultades. Una mujer serena, de cerebro matemático. Posiblemente tiene el mejor cerebro de los cuatro. Confieso que si la señora Lorrimer cometiera un crimen, yo no dudaría de que se trataba de un crimen premeditado. Puedo verla en mi imaginación planeando un asesinato, despacio y con toda clase de cuidados, asegurándose de que no hay ningún fallo en su proyecto. Por dicho motivo, me parece ella menos sospechosa que los demás. Sin embargo, tiene una personalidad dominadora y cualquier cosa que emprenda la llevará a cabo sin una imperfección. Es una mujer eficiente en extremo, sin duda.

Hizo una pausa.

—Como ya ven ustedes, esto no sirve de gran ayuda. No... sólo hay un camino que seguir en este crimen. Debemos volver al pasado.

Battle suspiró.

—Usted lo ha dicho —convino.

—Según opinaba el señor Shaitana, cada uno de ellos había cometido un crimen. ¿Tenía pruebas? ¿O eran suposiciones? No podemos decirlo. Me parece difícil que pudiera tener pruebas fehacientes de los cuatro casos...