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Pero había obrado como una estúpida, embarullándose de aquella forma. Si se hubiera conducido mejor, a estas horas estaría tomando el té con Despard, en su club o en cualquier otro sitio.

Se sentía molesta con Rhoda. Era un estorbo. ¿Y por qué había ido a visitar a la señora Oliver?

En voz alta preguntó:

—¿Por qué has ido a ver a la señora Oliver?

—Nos dijo que viniéramos.

—Sí; pero no creí que dijera en serio. Supongo que siempre lo dice.

—Pues hablaba en serio. Ha sido muy amable... no podía haberlo sido más. Me regaló una de sus novelas. Mira.

Rhoda sacó a la luz su trofeo.

Anne preguntó suspicazmente:

—¿De qué habéis hablado? ¿No sería de mí?

—¡Miren qué presunción tiene la chica!

—Nada de eso. ¿Hablasteis de mí? ¿Hablasteis del... asesinato?

—Hablamos acerca de los asesinatos. Está escribiendo sobre uno, en que el veneno está disimulado en un relleno de salvia y cebolla. Es asombrosamente humana... dice que el escribir es un trabajo pesadísimo y me contó de qué forma se encuentra muchas veces en unos embrollos terribles al planear la trama de sus novelas. Tomamos café y tostadas calientes con mantequilla —terminó Rhoda con acento triunfal.

Y luego añadió:

—Anne. Querrás tomar el té, ¿verdad?

—No. Ya lo he tomado. Me invitó la señora Lorrimer.

—¿La señora Lorrimer? ¿No es la que... la que estaba allí?

Anne asintió.

—¿Dónde la has encontrado? ¿Fuiste a verla?

—No. La encontré en Harley Street.

—¿Qué aspecto tenía?

Anne contestó con lentitud:

—No sé cómo decirte. Estuvo... algo rara. No parecía la de la otra noche.

—¿Sigues creyendo que lo hizo ella? —preguntó Rhoda.

Su amiga permaneció silenciosa y al cabo dijo:

—No lo sé. ¡No hablemos más de esto, Rhoda! Ya sabes de qué forma aborrezco el hablar de estas cosas.

—Está bien. ¿Qué tal es el abogado? ¿Muy seco y legalista?

—Es de aspecto altivo y algo judío.

—Eso parece ser lo indicado —esperó un momento y después preguntó—: ¿Cómo se portó el mayor Despard?

—Estuvo muy amable.

—Se ha enamorado de ti, Anne; estoy segura.

—No digas tonterías, Rhoda.

—Bueno; ya lo verás.

Rhoda empezó a canturrear por lo bajo mientras pensaba:

«Está enamorado de ella, desde luego. Anne es muy bonita. Pero un poco sosa... Nunca lo acompañará en sus viajes. ¿Y cómo tenía que hacerlo si estoy segura de que chillará a la vista de una serpiente?... Los hombres siempre se vuelven locos por mujeres que no sirven para nada.»

Luego dijo en voz alta:

—Ese autobús nos llevará a Paddington. Tenemos el tiempo justo para tomar el tren de las cuatro cuarenta y ocho.

Capítulo XIX

 

Deliberación

Sonó el timbre del teléfono en la habitación de Poirot y una voz respetuosa sonó en el auricular. —Habla el sargento O'Connor. El superintendente Battle le saluda y desea saber si el señor Hércules Poirot tendría inconveniente en pasar por Scotland Yard a las once y media.

Poirot contestó afirmativamente y el sargento colgó.

Faltaba un minuto para las once y media cuando el detective descendió de un taxi frente a la puerta de New Scotland Yard... y se dio de bruces con la señora Oliver.

—Monsieur Poirot. ¡Qué estupendo! ¿Quiere ayudarme?

Enchanté, madame. ¿En qué puedo servirla?

—Págueme el taxi. No sé lo que me ha pasado, pues he cogido el bolso donde llevo el dinero cuando viajo por el extranjero y el taxista se ha empeñado en no admitir francos, liras o marcos.

Poirot sacó galantemente unas monedas y luego, junto con la escritora, entró en el edificio.

Los condujeron al despacho del superintendente. El policía estaba sentado ante una mesa y su aspecto era más rudo que nunca. «Igual que una obra de escultura moderna», murmuró la señora Oliver al oído de Poirot.

Battle se levantó, estrechó la mano de sus visitantes y les invitó a sentarse.

—Creí que ya era hora de que tuviéramos un cambio de impresiones —dijo—. Les gustará saber lo que he averiguado y a mí me encantará enterarme de los progresos que han hecho ustedes. Esperaremos que llegue el coronel Race y luego...

En aquel momento se abrió la puerta y entró el coronel.

—Siento haberme retrasado, Battle. ¿Cómo está usted, señora Oliver? Hola, monsieur Poirot. Me sabe mal haberlos hecho esperar, pero me marcho mañana y tengo un sinfín de cosas que hacer.

—¿Hacia dónde va? —preguntó la señora Oliver.

—Una pequeña expedición de caza... al Beluchistán.

Poirot comentó, mientras sonreía irónicamente:

—Hay un poco de inquietud por esta parte del mundo, ¿verdad? Tenga cuidado.

—No se preocupe —replicó Race gravemente, aunque sus ojos parpadearon.

—¿Ha conseguido algo? —preguntó Battle.

—He reunido la información relativa a Despard. Aquí la tiene...

Sacó un fajo de papeles.

—Hay un revoltijo de fechas y lugares. Muchos de esos datos no tienen ninguna importancia, según creo. No hay nada contra él. Es un chico intrépido. Sus antecedentes no tienen ni una mancha. Le gusta la disciplina a rajatabla. Los nativos le aprecian y le respetan en todos los sitios. Uno de los nombres que le dan en África, adonde Despard va con mucha frecuencia, es: «El hombre que calla y juzga imparcialmente.» Los de raza blanca opinan, por lo general, que es un «Pukka Shaib». Buen tirador, con nervio y sangre fría. Sagaz y digno de confianza.

Sin conmoverse por estos elogios, Battle preguntó:

—¿No hay muertes violentas relacionadas con él?

—Dediqué especial atención a este punto. Existe una buena circunstancia a su favor. Uno de sus compañeros fue atacado por un león...

—Las circunstancias favorables no me interesan.

—Es usted un hombre perseverante, Battle, Sólo he podido enterarme de un incidente que tal vez cuadre con lo que busca. En un viaje al interior de Sudamérica, acompañaron a Despard el profesor Luxmore, célebre botánico, y su esposa. El profesor murió de fiebres y fue enterrado en la zona del alto Amazonas.

—Fiebres... ¿seguro?

—Fiebres. Pero voy a jugar limpio con usted. Uno de los porteadores nativos (que por cierto fue despedido por ladrón) propaló la historia de que el profesor no murió de fiebres, sino de un tiro. Este rumor no se tomó nunca en serio.

—Tal vez sea ahora la ocasión de hacerlo.

Race sacudió la cabeza.

—Le he proporcionado los hechos. Quería usted saberlos y de ello tendrá que ocuparse, pero por mi parte tengo la impresión de que Despard no fue el autor del trabajito de la otra noche. Es un hombre blanco, Battle.

—¿Quiere decir que por ello es incapaz de cometer un asesinato?

—Incapaz de realizar lo que yo llamo un asesinato... sí.... desde luego.

—Pero no de matar a un hombre, basándose en lo que para él pudieran ser buenas y suficientes razones, ¿verdad?

—De ser así, tenían que ser muy buenos dichos motivos.

Battle hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No se puede permitir que un ser humano juzgue a un semejante y se tome la justicia por su mano.

—Pero eso ocurre, Battle... ocurre a veces.

—Pues no debe ocurrir... ése es mi criterio. ¿Qué dice usted, monsieur Poirot?

—Estoy de acuerdo con usted, Battle. Siempre reprobé el asesinato.

—¡Qué forma más divertida de tratar el asunto! —exclamó la señora Oliver—. Como si se hablase de cazar zorras o matar pájaros. ¿No cree usted que hay personas a las que debiera asesinarse?

—Posiblemente.

—Y entonces, ¿qué?

—No me ha comprendido. No es la víctima lo que tanto me interesa. Es el efecto sobre el carácter del homicida.