La mujer continuó mirándolo con la misma fijeza durante un momento y después dijo con determinación:
—Sí.
—¿No planeó usted el crimen anticipadamente?
—Claro que no.
—Entonces... entonces... me está mintiendo... ¡debe estar mintiéndome!
La voz de la señora Lorrimer reprochó, fría como el hielo:
—Verdaderamente, monsieur Poirot, parece haber olvidado sus buenos modales.
El hombrecillo se levantó de un salto. Paseó de un lado a otro por la habitación, murmurando por sí mismo y lanzando imprecaciones.
De pronto dijo:
—¿Me permite?
Se dirigió hacia el interruptor de la luz y le dio la vuelta.
Volvió otra vez a su asiento, puso las manos sobre las rodillas y se quedó mirando a la señora Lorrimer.
—Y yo me pregunto —dijo—: ¿Puede equivocarse Hércules Poirot?
—Nadie puede tener razón siempre —comentó la mujer con frialdad.
—Pues yo sí —replicó Poirot—. Yo siempre la tengo. Es una cosa tan invariable que hasta me estremece. Pero ahora parece como si estuviera equivocado y eso me trastorna. Es de presumir que sepa usted lo que está diciendo. Al fin y al cabo usted lo hizo. Resulta fantástico entonces que Hércules Poirot sepa mucho mejor que usted de qué forma cometió el asesinato.
—Fantástico y absolutamente absurdo —dijo la señora Lorrimer con la misma frigidez de antes.
—Entonces estoy loco. Decididamente, estoy loco. No... sacré nom d'un petit bonhomme... ¡No estoy loco! Tengo razón. Debo estar en lo cierto. Estoy dispuesto a creer que usted mató al señor Shaitana... pero no pudo usted hacerlo de la forma en que me ha dicho. Nadie puede realizar una cosa que no esté dans son caractère.
Calló y la señora Lorimer aspiró el aire con aspecto colérico, como si fuera a hablar. Pero Poirot se le adelantó.
—O el asesinato de Shaitana se planeó de antemano... ¡o usted no lo cometió!
La mujer replicó bruscamente:
—En realidad, creo que está usted loco, monsieur Poirot. Si estoy dispuesta a confesar que yo cometí el crimen, no creo que deba mentir sobre la forma en que lo llevé a cabo. ¿Qué objeto tendría una cosa así?
Poirot se levantó de nuevo y dio una vuelta por la habitación. Cuando volvió a sentarse, sus modales habían cambiado. Otra vez era cortés y amable.
—Usted no mató a Shaitana —dijo con suavidad—. Ahora me doy cuenta. Me doy cuenta de todo. Harley Street y la pequeña Anne Meredith desamparada, en la acera. Veo también a otra muchacha... hace mucho tiempo; una muchacha que también tuvo que ir sola por la vida... terriblemente sola. Sí, lo veo perfectamente. Pero hay una cosa que no acabo de entender... ¿por qué está usted tan segura de que lo hizo Anne Meredith?
—Realmente, monsieur Poirot...
—Es inútil que proteste... que siga mintiéndome, madame. Le aseguro que conozco la verdad. Conozco las emociones que experimentó el otro día en Harley Street. No lo hubiera hecho por el doctor Roberts... ¡no! Ni tampoco por el mayor Despard... non plus. Pero Anne Meredith es diferente. Tuvo usted compasión de ella, porque había hecho lo que hizo usted en cierta ocasión. No sabía usted, según creo, ni la razón que tuvo ella para cometer el crimen. Pero estaba usted segura de que lo hizo la joven. Estaba usted segura de ello desde la misma noche en que ocurrió, cuando el superintendente Battle le invitó a que expusiera su opinión sobre el caso. Sí, ya ve que lo sé todo. No ganará nada si sigue usted mintiéndome. Me comprende.
Calló, esperando una respuesta, pero no llegó ninguna. Hizo un gesto afirmativo de satisfacción.
—Sí, es usted razonable. Esto está mejor. Ha llevado a cabo una acción muy noble, achacándose la culpabilidad para que la muchacha escapara.
—Olvida usted —observó la señora Lorrimer con aspereza— que no soy una mujer inocente. Hace años maté a mi marido, monsieur Poirot...
Se produjo un silencio momentáneo.
—Sí —dijo el detective—. Es justo. Después de todo, no es más que justicia. Tiene usted una mente lógica. Está dispuesta a sufrir las consecuencias del acto que cometió. El asesinato es un crimen... no importa quién sea la víctima. Madame, tiene usted valor y una clara visión de las cosas. Pero le pregunto una vez más, ¿cómo puede estar tan segura? ¿Cómo sabe usted que fue Anne Meredith quien mató al señor Shaitana?
La señora Lorrimer lanzó un profundo suspiro. Su última resistencia se había desmoronado ante la insistencia de Poirot. Contestó a sus preguntas con la naturalidad y simpleza con lo que haría un niño.
—Porque vi cómo lo hacía —dijo.
Capítulo XXVII
Testigo presencial
Poirot rompió a reír. No pudo contenerse. Echó la cabeza hacia atrás y su resonante risa gala inundó la habitación.
—Pardon, madame —dijo enjugándose los ojos—. No puedo aguantarme. ¡Hemos estado discutiendo y razonando! ¡Hemos hecho preguntas! Invocamos la psicología... y, mientras tanto, había un testigo ocular del crimen. Cuénteme, se lo ruego.
—Fue bastante avanzada la velada. Las cartas de Anne Meredith las jugaba su compañero y ella se levantó para ver el juego de él. Luego dio una vuelta por el salón. La mano no era muy interesante, pues se veía claro su final. Justamente cuando íbamos a hacer las últimas tres bazas, levanté la vista y miré hacia la chimenea. Anne Meredith estaba inclinada sobre el señor Shaitana. Seguí mirando; ella se incorporó... su mano había estado sobre el pecho de él... un gesto que despertó mi sorpresa. Ella se enderezó como he dicho; le vi la cara y la rápida mirada que dirigió hacia nosotros. Culpabilidad y miedo, eso fue lo que vi en su rostro. Entonces, como es natural, yo no sabía lo que había ocurrido. Me preguntaba solamente qué es lo que podía estar haciendo la chica. Después... lo supe.
Poirot asintió.
—Pero ella no sabía que estaba usted enterada de aquello. ¿Se dio cuenta de que la vio?
—Pobre niña —dijo la señora Lorrimer—. Joven asustada... teniendo que abrirse camino en el mundo... ¿Se extraña de que yo... me callara?
—No, no me extraña.
—Especialmente, sabiendo que yo... que yo misma... —terminó la frase con un estremecimiento— no podía, de ningún modo, convertirme en acusadora. Eso quedaba para la policía.
—Completamente de acuerdo... pero hoy ha ido usted mucho más lejos que eso.
La señora Lorrimer replicó agriamente:
—Nunca fui una mujer compasiva ni de corazón blando, pero supongo que esas cualidades crecen en una a medida que se hace vieja. Le aseguro que no he obrado muchas veces movida por la piedad.
—No resulta siempre conveniente esa forma de actuar, madame. La señorita Anne es joven, frágil y parece tímida y asustada... Sí; aparentemente es digna de compasión. Pero yo no estoy de acuerdo con ello. ¿Quiere que le diga por qué la señorita Anne Meredith mató al señor Shaitana? Porque él sabía que la muchacha mató previamente a una anciana que la empleó como señorita de compañía... Y la asesinó porque su señora la encontró cometiendo un pequeño robo.
—¿Es verdad eso, monsieur Poirot?
—No tengo ninguna duda. Se diría que es muy suave y muy dulce. ¡Bah! La pequeña Anne es peligrosa, madame. Cuando su propia seguridad o su comodidad se ven en peligro, es capaz de golpear con fuerza... a traición. Estos dos crímenes no hubieran sido el final para la señorita Anne. Hubieran acrecentado su confianza.
La mujer comentó vivamente:
—Lo que dice usted es horrible, monsieur Poirot. ¡Horrible!
El detective se levantó.
—Me marcho, madame. Reflexione sobre lo que le he dicho.