Выбрать главу

—No —dijo—. Era propiedad del señor Shaitana. Estaba encima de la mesa situada cerca de la puerta, entre gran cantidad de cachivaches.

—Entonces, el criminal se aprovechó de las circunstancias. Tuvo suerte de encontrar por casualidad un utensilio como éste.

—Bueno... es una forma de considerar el asunto —comentó Battle con lentitud.

—Desde luego; no fue tanta suerte para el pobre Shaitana.

—No me refería a esto, doctor Roberts. Quería decir que existe otro punto de vista respecto a la cuestión. Me figuro que la vista de este puñal despertó la idea del asesinato en la mente del criminal.

—¿Opina usted que fue una inspiración momentánea... que el asesinato no fue premeditado? ¿Que concibió la idea una vez estuvo en la casa? Ejem... ¿hay algo que le sugiera esa suposición?

Miró a Battle escrutadoramente.

—Es solamente una idea —dijo el superintendente con aire impasible.

—Bien; pudo ser así, desde luego —asintió Roberts lentamente.

Battle tosió para aclararse la garganta.

—No quiero entretenerle más, doctor. Muchas gracias por su colaboración. ¿Hará el favor de facilitarme su dirección?

—Naturalmente. 200 Gloucester Terrace, W. 2. El número de mi teléfono es, Bayswater 23896.

—Muchas gracias. Seguramente tendré que verle dentro de poco.

—Me encantará hablar con usted cuando guste. Espero que la Prensa no dará mucha publicidad al asunto. No quiero que se preocupen mis enfermos nerviosos.

El superintendente se volvió hacia Poirot y dijo:

—Perdone, monsieur Poirot. Si desea hacer usted alguna pregunta, estoy seguro de que el doctor no tendrá inconveniente en contestar.

—Claro que no. No faltaba más. Soy un gran admirador de usted, monsieur Poirot. Las pequeñas células grises... el orden y el método. Estoy enterado de todo ello. Presiento que habrá usted pensado en hacerme una pregunta verdaderamente intrigante:

Hércules Poirot extendió las manos con un ademán de pura raíz latina.

—No. No. Sólo necesito fijar con claridad en mi pensamiento todos los detalles. Por ejemplo, ¿cuántos rubbers jugaron?

—Tres —respondió Roberts rápidamente—. Íbamos a terminar el primer game del cuarto cuando llegaron ustedes.

—¿Y quién jugó contra quién?

—En el primero, Despard y yo contra las señoras. Nos dieron un buen vapuleo, por cierto. No pudimos hacer nada, pues no cogimos ninguna carta que valiera la pena. En el segundo, la señorita Meredith y yo, contra Despard y la señora Lorrimer —prosiguió—, y en el tercero, la señora Lorrimer y yo, contra la señorita Meredith y Despard. Sorteamos cada vez, pero salió la cosa de forma que en cada rubber cambiamos de compañero. En el cuarto volví a jugar con la señorita Meredith.

—¿Quiénes ganaron?

—La señora Lorrimer ganó en todos los rubbers. La señorita Meredith ganó en el primero y perdió en los dos siguientes. Yo gané un poco y la muchacha y Despard debieron perder algo.

Poirot dijo sonriendo:

—Nuestro buen amigo el superintendente le ha preguntado acerca de su opinión sobre sus compañeros de juego, como probables asesinos. Ahora le ruego que me diga cuál es la que ha formado de ellos como jugadores de bridge.

—La señora Lorrimer es una jugadora de primera categoría —replicó Roberts sin titubear—. Apuesto cualquier cosa a que obtiene unos buenos ingresos anuales jugando al bridge. Despard es también un buen jugador... lo que yo llamo un jugador cabal... un individuo que sabe emplear la cabeza. A la señorita Meredith se la puede describir como una jugadora muy segura. No comete equivocaciones, pero sus jugadas no revisten brillantez alguna.

—¿Y qué opina de usted mismo, doctor?

Los ojos de Roberts chispearon.

—Me gusta cargar la mano un poco, según dicen. Pero me he dado cuenta de que siempre da buenos resultados.

Poirot sonrió.

El doctor Roberts se levantó.

—¿Alguna cosa más? —preguntó.

El detective hizo un gesto negativo.

—Bien, entonces, buenas noches. Buenas noches, señora Oliver. Debiera tomar nota de lo que ha ocurrido. Es mucho mejor que esos venenos que no dejan traza, ¿no le parece?

El médico salió de la habitación, caminando otra vez con su habitual vivacidad.

Cuando la puerta se cerró tras él, la señora Oliver comentó con sorpresa:

—¡Tomar nota...! ¡Tomar nota! Hay que ver la poca inteligencia que tiene la gente. Si quiero, puedo inventarme cada día un asesinato mucho mejor que cualquier crimen real. Nunca me han faltado ideas. ¡Y mis lectores prefieren los venenos que no dejan huella!

Capítulo V

 

¿El segundo asesino?

La señora Lorrimer entró en el comedor con el aire de una gran dama. Parecía un poco pálida, pero tranquila.

—Siento mucho tener que molestarla —le dijo el superintendente Battle.

—Debe usted cumplir con su deber —respondió ella tranquilamente—. Convengo en que es desagradable encontrarse en una situación como ésta, pero el querer eludirla no conduce a nada. Me doy perfecta cuenta de que uno de los cuatro que estábamos en aquella habitación tiene que ser el culpable. Supongo que no me creerá si le digo que yo no soy esa persona.

Aceptó la silla que le ofrecía el coronel Race y tomó asiento frente al superintendente.

Los inteligentes ojos grises de la mujer se fijaron en los del policía. Esperó atentamente a que él hablara.

—¿Conocía usted a fondo al señor Shaitana? —preguntó Battle.

—No mucho. Me lo presentaron hace algunos años, pero nunca lo traté íntimamente.

—¿Dónde le conoció?

—En un hotel, en Egipto, el Winter Palace, de Luxor, según creo recordar.

—¿Qué opinión tenía de él?

La señora Lorrimer se encogió ligeramente de hombros.

—Lo consideraba, puede decirse así, como una especie de embaucador.

—¿Tenía usted, y perdone la pregunta, algún motivo para desear su muerte?

La mujer pareció divertida.

—En realidad, superintendente Battle, ¿cree usted que lo admitiría si lo hubiera tenido?

—Debería hacerlo. Una persona inteligente debe estar persuadida de que estas cosas se saben tarde o temprano.

La señora Lorrimer inclinó pensativamente la cabeza.

—Así es, desde luego. No, superintendente Battle; no tenía ningún motivo para desear la muerte del señor Shaitana. Con franqueza, me es indiferente el que esté vivo o muerto. Lo consideraba como un poseur algo teatral y algunas veces me irritaba. Ésta es... o mejor dicho, fue... mi actitud hacia él.

—Está bien. Y ahora, señora Lorrimer, ¿puede usted decirme algo acerca de sus compañeros de juego?

—Temo que no. Esta noche conocí por primera vez al mayor Despard y a la señorita Meredith. Ambos parecen ser buenas personas. Al doctor Roberts lo conocía superficialmente. Según creo, goza de bastante popularidad.

—¿Le atiende a usted en el aspecto profesional?

—No.

—¿Podría decirme en cuántas ocasiones se levantó usted de la mesa y describir, asimismo, los movimientos de los otros tres?

La señora Lorrimer se detuvo a pensar.

—Supuse que me lo preguntaría y he estado recapacitando sobre ello. Me levanté una sola vez, cuando hacía de «muerto». Me acerqué al fuego. El señor Shaitana estaba vivo todavía y le hice observar unos instantes lo bonito que resultaba ver un buen fuego de leña.

—¿Le contestó?

—Sí. Me dijo que aborrecía los radiadores.

—¿Oyó alguien más su conversación?

—No lo creo. Bajé la voz para no molestar a los que estaban jugando.

Con tono seco añadió:

—Al fin y al cabo, tiene usted mi palabra, tan sólo, de que el señor Shaitana estaba vivo y habló conmigo.