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De esas manos no separó Carmen Rosa la mirada en las últimas horas. En ellas se había refugiado la vida de Sebastián como en un reducto postrero, como en un empeño desesperado por no apagarse. ¿Y si esa pequeña vida triunfaba en batalla desigual y heroica, reconquistaba el cuerpo vencido, echaba a andar de nuevo el recio corazón y devolvía la luz a los valientes ojos negros?

– Ya está agarrando las sábanas -dijo desconsoladamente a su espalda la señorita Berenice.

Las manos de Sebastián, cual las de un ciego, tanteaban temblequeantes los bordes de la sábana, tamborileaban con dos dedos sobre la costura blanca. Después de aquello, bien lo sabía la señorita Berenice, se escucharía el áspero estertor de la muerte.

El padre Pernía bendijo el cadáver y le cubrió la faz amarilla. Carmen Rosa rompió a llorar sin trabas, refugiada la frente entre las manos, curvada sobre la mesa donde la lámpara de la Virgen del Carmen consumía sus últimas gotas de querosén. Así se mantuvo horas enteras, estremecida por los sollozos, sin mirar a la gente que entraba y salía del aposento, a merced de la fluencia de las lágrimas tanto tiempo cautivas.

Sólo levantó el rostro cuando en la torre de la iglesia comenzaron a doblar las campanas.

Capítulo XII. Casas muertas

35

Por la frente de Carmen Rosa, como por el caudal del Paya cuando los aguaceros lo trasnformaban en torrentoso rugido de linfa y pantano, surcaban gabarras fugitivas: rostros y palabras, sonidos y aromas, tiernas ramas tronchadas, el perfil indeleble de Sebastián. Ortiz había sido la capital del Guárico, la rosa de los Llanos, con hermosas casas enteras de dos pisos y fuegos artificiales que se desgajaban en estrellas verdes y rojas sobre la procesión de Santa Rosa. Su padre, don Casimiro Villena, la llevaba de la mano a ver bailar a Maruka, una osa triste que saltaba torpemente al son de la pandereta de un italiano vagabundo. Estaba sentada en un banco de la escuela de la señorita Berenice y oía cantar a un arrendajo entre las hojas del guayabo y a la maestra, pálida flor de tiza, decir: «Bolívar se casó, antes de cumplir 18 años, con María Teresa Rodríguez del Toro». Cuatro hombres zafios, de pantalones arremangados hasta la rodilla, hediondos a aguardiente, arrancaban las puertas de una desvalida casa sin dueño y dejaban apenas un boquete por donde se miraban desde la calle los verdes del patio abandonado. A la sombra de los airosos túmulos blancos del viejo cementerio lloraba Martica cuando le mostraron una calavera. El arcángel de la espada llameante se escapaba del Purgatorio para besarla en la boca mientras dormía. No, no era el arcángel, era Sebastián quien la besaba al pie del cotoperí, quien la apretaba contra su pecho, quien le ponía a latir el corazón locamente, como el corazón de los conejos. Por las calles desoladas de Ortiz pasaban, en un autobús amarillento, dieciséis estudiantes presos. Sebastián estaba ahí, con el mechón sobre la frente, ofreciendo a un estudiante negro su sombrero pelo de guama y diciendo: «Hay que hacer algo». Llovía de día y de noche sobre las ruinas, sobre los techos carcomidos y se desplomaban las paredes en el fango. Sebastián estaba de nuevo ahí, tendido en la cama del señor Cartaya, esculpido en la piedra más fría, dibujado en amarillo y silencio, en amarillo y muerte…

De vuelta del entierro de Sebastián, refugiada en el corredor de ladrillos, Carmen Rosa miraba entre lágrimas hacia las matas del patio, escuchaba trajinar a doña Carmelita en la tienda, advertía imprecisamente la presencia de Olegario que venía desde el río con el burro y murmuraba con el sombrero entre las manos:

– Buenas tardes, niña Carmen Rosa. La acompaño en su sentimiento.

Sonaron las campanas del atardecer y madre e hija recitaron la oración del ángelus. Bajaban bandadas de sombra a posarse sobre la armazón rota de la casa vecina. Doña Carmelita volvió a la tienda en busca de una lámpara. Olegario permanecía parado junto al pretil, borrándose lentamente en el flujo de penumbra, con el sombrero de cogollo entre las manos.

– Este pueblo se nos va a caer encima, Olegario -dijo Carmen Rosa tras el largo silencio.

– Sí, niña -respondió Olegario-. Se nos va a caer encima.

– Aunque ya no queda gente a quien caerle encima, Olegario. Si se murió Sebastián que era el más fuerte, ¿qué nos espera a nosotros, a ti, a mí, a los cuatro fantasmas que andan todavía por la calle?

– Sí, niña. Nos vamos a morir todos.

– Y cuando se acaba un pueblo, Olegario, ¿no nace otro distinto, en otra parte? Así pasa con la gente, con los animales, con las matas.

– Y también con los pueblos, niña. He oído decir a los camioneros que, mientras Ortiz se acaba, mientras Parapara se acaba, en otros sitios están fundando pueblos.

– ¿En dónde?

– Yo no sé, niña. Pero he visto pasar gente en camiones. Dicen que hay petróleo en Oriente, que al lado del petróleo nacen caseríos.

– ¿Y a ti nunca se te ha ocurrido irte con ellos, salir huyendo de estas ruinas, ayudar a fundar un pueblo?

– ¿Para qué, niña? Ya yo estoy viejo. Además, no me puedo separar de ustedes. Don Casimiro, que en paz descanse, no me dijo nada antes de morirse porque se había quedado sin luz en la cabeza. Pero si hubiera podido decirme algo, me habría dicho eso, yo estoy seguro, niña, que no las dejara solas…

– ¿Y cómo se funda un pueblo, Olegario?

– Yo qué sé, niña..

– Debe ser maravilloso, Olegario. Ir levantando la casa con las propias manos en medio de una sabana donde solamente hay tres casas más, que mañana serán cinco, pasado mañana diez y después un pueblo entero. Mucho más maravilloso que sembrar las matas de un jardín.

– Sí, niña, así debe ser.

– No como esto, Olegario, de ver caerse todo. Cada día una casa menos, un techo más en el suelo. ¿Queda muy lejos el petróleo, Olegario?

– Yo no sé, niña. Es más allá de Valle de la Pascua, más allá de Tucupido, más allá de Zaraza. En Anzoátegui, en Monagas, qué sé yo…

– ¿Y cómo es la gente que pasa en los camiones?

– De todas clases, niña. Van conuqueros que se quedaron sin conuco y hombres con grasa de mecánicos. Pero pasan también otros con caras de bandoleros y a veces mujeres…

– ¿Mujeres?

– Sí, niña, pero mujeres malas, pintadas como disfraces, diciendo malas palabras y cantando canciones sucias.

– Todas las mujeres que pasan son mujeres malas?

– ¡Qué sé yo, niña! Al menos las que yo he visto.

– A mí me gustaría ir a fundar un pueblo de esos.

– ¿Usted, niña? ¡Ave María Purísima!

– ¿Y por qué no, Olegario? ¿Te parece mejor quedarnos aquí, a esperar que el techo nos caiga encima, que nos nazca una llaga horrible en una pierna, que nos lleve la perniciosa?

– Pero es que usted no sabe lo que está diciendo, niña. Aquello es para hombres bragados y mujeres malas.

– Mentira, Olegario. Aquello es también para la gente que no se quiere morir. ¿Tú te irías con nosotras?

– Tranquilícese, niña. Usted no sabe lo que está diciendo. Lleva una semana sin dormir, una semana llorando, no sabe lo que está diciendo…

– Tú te irías con nosotras, Olegario?

– Yo me iría con ustedes aunque ustedes no me quisieran llevar. Pero eso no pasará, niña. Entre la gente de los camiones van también ladrones y criminales. ¡Figúrese usted!

Regresó doña Carmelita, añadida a la luz triste de la lámpara. Carmen Rosa había hablado demasiado después de tantas horas de llanto silencioso. Olegario se movió en la sombra, preocupado. Dejó caer con fuerza la mano abierta sobre el anca del burro. El animal sorprendido dio un salto hacia lo más oscuro del patio.

– ¡Arre, burro! -gritó Olegario.

Y ya esfumados, hombre y jumento, tras de las ramas de los árboles, entre los pliegues de la noche recién nacida, se oyó de nuevo la voz:

– Buenas noches, doña Carmelita.

– Buenas noches, niña Carmen Rosa.

Las dos mujeres no respondieron. Desde las ramas del tamarindo chilló un murciélago y doña Carmelita se hizo en la frente la señal de la cruz.

36

Carmen Rosa se asomó muchas veces a la puerta de la escuela para verlos pasar. Iban en automóviles andrajosos, inverosímiles, de capotas cruzadas por costurones mal zurcidos o en camiones enclenques, despatarrados, con una rueda a punto de salirse del eje, una rueda que bailoteaba grotescamente al andar. Atravesaban aquel pueblo derrumbado, hablando a gritos, cantando retazos de canciones tabernarias, escupiendo salivazos oscuros de nicotina. Eran hombres de todas las vetas venezolanas, mulatos y negros, indios y blancos, en franela o con el tórax desnudo, defendiéndose del sol con sombreros de cogollo o con pañuelos de colorines anudados en las cuatro puntas. No saludaban nunca a aquella linda muchacha enlutada que los veía pasar desde la puerta de una escuela sin niños y cuyo dolor, cuando la miraban, imponía más respeto que las mismas casas muertas de aquella ciudad desintegrada.