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– ¿Quinientos? -preguntó el subastador, al tiempo que se volvía hacia la empleada del teléfono. La joven susurró en el auricular y a continuación asintió con firmeza.

El subastador volvió de nuevo su atención hacia Max, quien levantó el catálogo antes incluso de que se anunciara un precio.

– Tengo una oferta de mil dólares -dijo el subastador mirando a la joven del teléfono-. Dos mil -aventuró, y se sorprendió al ver que la empleada asentía al instante-. ¿Tres mil? -sugirió a Max.

El catálogo se alzó de nuevo, y varios anticuarios sentados al fondo de la sala empezaron a murmurar entre sí.

– ¿Cuatro mil? -preguntó el subastador mirando con incredulidad a la empleada del teléfono.

Cinco mil, seis mil, siete mil, ocho mil, nueve mil y diez mil se sucedieron en menos de un minuto. El subastador intentaba con desesperación aparentar que aquello era exactamente lo que esperaba, mientras los murmullos aumentaban de intensidad. Al parecer todo el mundo se había forjado su propia opinión. Un par de anticuarios abandonaron sus asientos y retrocedieron a toda prisa hacia el fondo de la sala con la esperanza de encontrar una explicación a aquel frenesí de pujas. Algunos empezaban a extraer conclusiones, pero no estaban dispuestos a pujar en aquel ambiente febril, sobre todo porque las cantidades aumentaban de cinco mil en cinco mil dólares.

Max levantó el catálogo en respuesta a la pregunta del subastador.

– ¿Cuarenta y cinco mil? Ofrece cuarenta y cinco mil -dijo el subastador -mirando a la chica del teléfono.

Todo el mundo se volvió hacia ella para ver qué respondía. Por primera vez la empleada vaciló. El subastador repitió «cincuenta mil». La joven susurró la cifra en el auricular y tras una larga pausa asintió, pero sin el mismo entusiasmo de antes.

Cuando ofrecieron la pieza a Max, por cincuenta y cinco mil dólares, también titubeó, hasta que al final levantó el catálogo.

– ¿Sesenta mil? -preguntó el subastador a la empleada del teléfono.

Max esperó nervioso, mientras la chica ahuecaba la mano sobre el auricular y repetía la cifra. En la frente de Max empezaron a formarse gotas de sudor, mientras se preguntaba si James Kennington habría logrado reunir más de cincuenta mil dólares, con lo cual estaba a punto de arruinarse. Después de lo que se le antojó una eternidad (veinte segundos, en realidad) la empleada negó con la cabeza. Colgó el auricular.

Cuando el subastador sonrió en dirección a Max y dijo: «Adjudicado al caballero de mi izquierda por cincuenta y cinco mil dólares», Max se sintió mareado, triunfante, aturdido y aliviado al mismo tiempo.

Permaneció en su sitio a la espera de que el tumulto se calmara. Después de que se subastara una docena más de lotes salió con sigilo de la sala, ajeno a las miradas recelosas de los anticuarios, que se preguntaban quién era. Caminó por la gruesa alfombra verde y se detuvo ante el mostrador de compras.

– Quiero dejar un depósito por el lote 23.

La empleada consultó su lista.

– Un rey rojo -dijo, y comprobó el precio-. Cincuenta y cinco mil dólares -añadió, y miró a Max a la espera de que lo confirmara.

El asintió, mientras la empleada empezaba a rellenar las casillas del documento de compra. Un momento después, dio la vuelta al documento para que Max lo firmara.

– El depósito, pues, será de cinco mil quinientos dólares -dijo-. El resto ha de entregarse antes de veintiocho días.

Max asintió sin inmutarse, como si conociera bien el procedimiento. Firmó el contrato y extendió un talón por cinco mil quinientos dólares que vaciaría su cuenta. Lo empujó sobre el mostrador. La empleada le entregó la copia del contrato y se quedó con el duplicado. Cuando comprobó la firma, vaciló. Quizá se trataba de una coincidencia; al fin y al cabo Glover era un apellido corriente. No quería insultar a un cliente, pero sabía que tendría que informar de la anomalía al departamento de conformidad antes de que intentaran cobrar el talón.

Max salió de la casa de subastas y se dirigió hacia el norte, en dirección a Park Avenue. Entró con paso seguro en Sotheby Parke Bernet y se encaminó al mostrador de recepción. Preguntó si podía hablar con el jefe del departamento oriental. Solo tuvo que esperar unos minutos.

En esta ocasión Max no perdió el tiempo con preguntas preliminares, que solo habrían sido una cortina de humo para disimular sus verdaderas intenciones. Al fin y al cabo, como la empleada de ventas de Phillips había subrayado, solo disponía de veintiocho días para completar la transacción.

– Si el Juego de Ajedrez Kennington saliera a la venta, ¿qué cantidad esperaría recaudar? -preguntó.

El experto le miró con cierta incredulidad, si bien ya estaba al corriente de la venta del rey rojo en Phillips y del precio final.

– Setecientos cincuenta mil dólares, y hasta es posible que un millón -fue la respuesta.

– Si yo pudiera entregar el Juego Kennington, y usted estuviera en situación de autenticarlo, ¿qué cantidad adelantaría Sotheby´s sobre una futura venta?

– Cuatrocientos mil dólares, tal vez quinientos mil, si la familia pudiera confirmar que se trataba del Juego Kennington.

– Me pondré en contacto con ustedes -dijo Max, con todos sus problemas inmediatos y a largo plazo solucionados.

Max pagó la cuenta del pequeño hotel del East Side aquella misma noche y fue en un taxi al aeropuerto Kennedy. En cuanto el avión despegó, se durmió como un tronco, por primera vez desde hacía días.

El 727 aterrizó en Heathrow justo cuando el sol salía sobre el Támesis. Como no tenía nada que declarar, Max tomó el expreso a Paddington y llegó a su piso a la hora del desayuno. Empezó a fantasear sobre un futuro en el que comería cada día en su restaurante favorito y siempre iría en taxi, en lugar de tener que esperar al autobús.

Una vez terminado el desayuno, Max puso los platos en el fregadero y se arrellanó en una cómoda butaca. Empezó a pensar en su siguiente movimiento, convencido de que, ahora que el rey rojo había encontrado su lugar en el tablero, la partida acabaría en jaque mate.

A las once (una hora apropiada para telefonear a un lord del reino), llamó a Kennington Hall. El mayordomo pasó la llamada a lord Kennington, cuyas primeras palabras fueron:

– ¿Lo ha conseguido?

– Por desgracia no, señoría -contestó Max-. Un postor anónimo nos ganó la mano. Cumplí sus instrucciones al pie de la letra y dejé de pujar cuando se llegó a los cincuenta mil dólares. -Hizo una pausa-. El precio final fueron cincuenta y cinco mil dólares.

Siguió un largo silencio.

– ¿Cree que el otro licitador pudo ser mi hermano?

– No hay forma de saberlo -respondió Max-. Solo puedo decirle que pujó por teléfono, sin duda con el deseo de mantener el anonimato.

– Pronto lo averiguaré -dijo Kennington, y colgó.

– Desde luego que sí -admitió Max, y empezó a marcar un número de Chelsea-. Felicidades -dijo en cuanto oyó la voz engolada del honorable James-. He comprado la pieza, de manera que ahora se encuentra en situación de reclamar la herencia, según las cláusulas del testamento.

– Buen trabajo, Glover-dijo James Kennington.

– En cuanto usted entregue el resto del juego, mis abogados le extenderán, según les he indicado, un cheque por valor de cuatrocientos cuarenta y cinco mil dólares -dijo Max.

– Pero habíamos acordado medio millón -farfulló James.

– Menos los cincuenta y cinco mil que pagué por el rey rojo. -Max hizo una pausa-. Lo encontrará especificado en el contrato.

– Pero… -empezó a protestar James.

– ¿Prefiere que llame a su hermano? -preguntó Max, justo cuando sonaba el timbre de la puerta-. Porque todavía estoy en posesión de la pieza. -James no dijo nada-. Piénselo -añadió Max-, mientras voy a abrir la puerta.