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Un año después, durante su segunda visita al Algarve, Doug dobló una rodilla, pidió a Sally que se casara con él y le regaló un anillo con un diamante del tamaño de una bellota; era un tipo tradicional.

Varias personas, aparte de su joven esposa, se preguntaban cómo podía Doug llevar ese tren de vida si solo ganaba veinticinco mil libras al año. «Primas en metálico por las horas extras», respondía él siempre que Sally le preguntaba. Esto sorprendía a la señora Haslett, porque sabía que su marido solo trabajaba un par de días a la semana. Tal vez no habría descubierto jamás la verdad, si otra persona no hubiera tenido interés en averiguarla.

Mark Cainen, un funcionario de aduanas joven y ambicioso, decidió que había llegado el momento de descubrir qué estaba importando exactamente Doug, después de que un soplón le insinuara que tal vez no eran solo plátanos.

Cuando Doug regresaba de uno de sus viajes semanales a Marsella, el señor Cainen le pidió que parara y aparcara el camión en la nave de aduanas. Doug bajó de la cabina y entregó su hoja de trabajo al funcionario. En el manifiesto solo constaba una entrada: cincuenta cajas de plátanos. El joven funcionario se puso a abrirlas de una en una, y al llegar a la treinta y seis empezó a preguntarse si le habían tomado el pelo. Cambió de opinión cuando abrió la caja número treinta y siete, que estaba llena de cigarrillos: Marlboro, Benson & Hedges, Silk Cut y Players. Cuando el señor Cainen abrió la quincuagésima caja, ya había calculado que el valor en la calle del tabaco de contrabando sobrepasaría las doscientas mil libras.

– No tenía ni idea de lo que había en esas cajas -aseguró Doug a su esposa, y ella le creyó.

Repitió la misma historia a su equipo de abogados defensores, los cuales quisieron creerle, y por tercera vez al jurado, que no le creyó. El abogado defensor de Doug recordó a su señoría que era el primer delito del señor Haslett, y que su esposa estaba embarazada. El juez escuchó en un silencio glacial, y condenó a Doug a cuatro años.

Doug pasó su primera semana en la prisión de alta seguridad de Lincoln, pero en cuanto hubo rellenado el formulario de entrada, donde marcó todas las casillas correctas (nada de drogas, nada de violencia, ninguna condena anterior), fue trasladado a una cárcel abierta.

En North Sea Camp, como ya he dicho, Doug decidió trabajar en la biblioteca. Las opciones eran la cochiquera, la cocina, los almacenes o limpiar los retretes. Doug no tardó en descubrir que, pese a haber más de cuatrocientos residentes en la prisión, trabajar en la biblioteca era un chollo. Sus ingresos descendieron de veinticinco mil libras a la semana a doce cincuenta, de las cuales gastaba diez en tarjetas telefónicas para llamar a su esposa embarazada.

Doug telefoneaba a Sally dos veces a la semana (en la cárcel solo puedes hacer llamadas, no recibirlas) para repetirle una y otra vez que, en cuanto quedara en libertad, no volvería a meterse en líos con la ley. Esta noticia tranquilizó a Sally.

Durante la ausencia de Doug, Sally, pese a lo avanzado de su embarazo, continuó trabajando en la agencia de bienes raíces y hasta consiguió alquilar el camión de su esposo durante el período de tiempo que este estaría fuera. Mientras otros presos recibían ejemplares de Playboy, Reader’s Wives y el Sun, Doug recibía Haulage Weekly y Exchange & Mart como lectura.

Estaba hojeando Haulage Weekly, cuando descubrió justo lo que buscaba: un camión American Peterbilt de segunda mano, con volante a la izquierda, de cuarenta toneladas, que ofrecían a precio de ganga. Dedicó mucho tiempo (pero a Doug le sobraba el tiempo) a meditar sobre las ventajas adicionales del vehículo. Sentado solo en la biblioteca, empezó a dibujar diagramas en la contraportada de la revista. Después midió con una regla el tamaño de una cajetilla de Marlboro. Se dio cuenta de que esta vez los ingresos serían menores, pero al menos no le pillarían.

Uno de los problemas que comporta ganar veinticinco mil libras a la semana y no tener que pagar impuestos es que, cuando sales de la cárcel, esperan que busques un empleo por tan solo veinticinco mil libras al año, antes de los impuestos; un problema común para muchos delincuentes, sobre todo para los traficantes de drogas.

Cuando le faltaba menos de un mes de condena por cumplir, Doug telefoneó a su esposa y le pidió que vendiera el Mercedes último modelo como parte del pago del enorme camión Peterbilt de segunda mano y dieciocho ruedas que había visto anunciado en Haulage Weekly.

Cuando Sally vio el camión, no entendió por qué su marido quería cambiar su magnífico vehículo por semejante monstruosidad. Aceptó la explicación de que podría viajar desde Marsella a Sleaford sin tener que parar a repostar.

– Pero lleva el volante a la izquierda.

– No olvides que la parte más larga del viaje es desde Calais hasta Marsella -le recordó Doug.

Doug resultó ser un preso modélico, de manera que solo cumplió la mitad de su condena de cuatro años.

El día que quedó en libertad, su esposa y su hija de dieciocho meses, Kelly, le esperaban ante la puerta de la prisión. Sally condujo su viejo Vauxhall de vuelta a Sleaford. Al llegar, Doug se sintió satisfecho al ver el mamotreto aparcado en el campo contiguo a la casa.

– ¿Por qué no has vendido mi viejo Mere? -preguntó.

– No recibí ninguna oferta aceptable -admitió Sally-, de modo que lo cedí en alquiler durante un año más. Al menos así obtenemos algo a cambio.

Doug asintió. Le gustó comprobar que los dos vehículos estaban impecables, y después de inspeccionar los motores descubrió que también se encontraban en buen estado.

Doug se reincorporó al trabajo a la mañana siguiente. Aseguró repetidas veces a Sally que nunca más volvería a cometer la misma equivocación. Llenó el camión con coles de Bruselas y guisantes de un agricultor vecino y reanudó sus viajes a Marsella. Regresó a Inglaterra cargado de plátanos. El receloso Mark Cainen, recién ascendido, le paró para inspeccionar lo que traía de Marsella. Pero, por más cajas que abrió, solo encontró plátanos. El funcionario no se quedó convencido, pero tampoco descubrió qué se traía Doug entre manos.

– Déjeme en paz -dijo Doug cuando el señor Cainen le ordenó parar de nuevo en Dover-, ¿No ve que he pasado página?

El funcionario de aduanas no le dejó en paz, porque estaba convencido de que Doug seguía en la misma página, aunque no podía demostrarlo.

El nuevo sistema de Doug funcionaba a las mil maravillas y, aunque ahora solo sacaba diez mil libras a la semana, al menos esta vez no podían pillarle. Sally mantenía al día los libros de ambos camiones, de modo que las declaraciones de renta de Doug siempre eran correctas y se pagaban a tiempo, además de cumplir cualquier nueva norma de la UE. No obstante, Doug no había explicado a su esposa los detalles del nuevo plan para obtener beneficios sin pagar impuestos.

Un jueves por la tarde, justo después de dejar atrás la aduana de Dover, Doug entró en la siguiente estación de servicio para llenar el depósito antes de continuar viaje hacia Sleaford. Detrás de él se detuvo un Audi, cuyo conductor le siguió, y el conductor empezó a maldecir y a quejarse del tiempo que tendría que esperar hasta que llenaran el depósito del enorme camión. Para su sorpresa, camionero solo tardó un par de minutos. Cuando Doug salió a la carretera, el coche ocupó su lugar. Cuando el señor Cainen vio el nombre pintado en el costado del camión, se sintió picado por la curiosidad. Echó un vistazo al surtidor y descubrió que Doug solo había gastado treinta y tres libras. Siguió con la mirada el enorme monstruo de dieciocho ruedas que se alejaba por la autopista, consciente de con aquella cantidad de gasolina Doug solo podría recorrer unos cuantos kilómetros más antes de tener que repostar de nuevo.