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– He pasado demasiados años de mi vida en la cárcel -empezó Malik. Hizo una pausa-. Acabo de cumplir cincuenta años, y le aseguro que no albergo el menor deseo de volver a pisarla.

El inspector jefe asintió, pero se reservó su opinión.

– La semana pasada, inspector -continuó Malik-, pronunció un discurso en la asamblea general anual de la Cámara de Comercio de Mumbai. Lo leí en el Times con gran interés. Explicó a los empresarios más importantes de esta ciudad que debían contratar a gente que había sido condenada a prisión, concederles una segunda oportunidad, pues, de lo contrario, se decantarían por lo más fácil y volverían a delinquir. Una idea que no pude por menos que aplaudir.

– Pero también indiqué -interrumpió el inspector jefe- que solo me refería a delincuentes sin antecedentes.

– A eso iba -repuso Malik-. Si usted considera que los delincuentes sin antecedentes tienen un problema, imagínese los que me encuentro yo cuando solicito trabajo.-Malik hizo una pausa y enderezó su corbata antes de continuar-. Si su discurso fue sincero, no pronunciado solo de cara a la galería, tal vez debería seguir su propio consejo y dar ejemplo.

– ¿En qué estás pensando?-preguntó el inspector jefe-. Porque no estás cualificado para el trabajo de policía, diría yo.

Malik hizo caso omiso del sarcasmo del inspector jefe y siguió hablando con osadía.

– En el mismo periódico que publicó su discurso, había un anuncio solicitando un archivero para su departamento de archivos policiales. Mi primer trabajo fue de administrativo en la compañía naviera P & O, en esta misma ciudad. Creo que, cuando consulte sus historiales, comprobará que llevé a cabo ese trabajo con entusiasmo y eficacia, y que me fui con un expediente sin mácula.

– Eso fue hace más de treinta años -repuso el inspector jefe, sin necesidad de consultar el expediente que tenía delante.

– Entonces, tendré que acabar mi vida profesional de la misma manera que la empecé -contestó Malik-, como archivero.

El inspector jefe permaneció un rato callado, mientras reflexionaba sobre la propuesta de Malik. Por fin se inclinó hacia él y apoyó las manos sobre el escritorio.

– Meditaré sobre tu petición, Malik. ¿Mi secretaria sabe cómo ponerse en contacto contigo?

– Sí, señor -contestó Malik, mientras se levantaba de la silla-. Por la noche se me puede localizar en el albergue de la YMCA de Victoria Street. -Hizo una pausa-. No tengo intenciones de mudarme en un futuro cercano.

Mientras almorzaba en el comedor de oficiales, el inspector jefe Kumar refirió a su ayudante la conversación que había mantenido con Malik.

Añil Jan estalló en carcajadas.

– Le ha salido el tiro por la culata, jefe -dijo con sentimiento.

– Así es -reconoció el inspector jefe, mientras se servía otra cucharada de arroz-. Cuando el año que viene me sustituya, este pequeño episodio le servirá para recordar las consecuencias de sus palabras, sobre todo cuando las pronuncia en público.

– ¿Significa eso que está pensando seriamente en contratar a ese hombre? -preguntó Jan mirando de hito en 'hito a su jefe.

– Es posible -contestó Kumar-. ¿No aprueba la idea?

– Es su último año de inspector jefe -le recordó Jan- y tiene una fama envidiable de honrado y competente. ¿Por qué se arriesga a echar por tierra una hoja de servicios excelente?

– Creo que exagera un poco -repuso Kumar-. Malik es un hombre destrozado, como usted mismo habría comprobado de haber estado presente en la entrevista de esta mañana.

– Un estafador siempre es un estafador -afirmó Jan-. Así que repito: ¿por qué se arriesga?

– Tal vez porque es lo correcto, dadas las circunstancias -contestó el inspector jefe-. Si rechazo a Malik, nadie volverá a molestarse en escuchar mi opinión.

– Pero el de archivero es un trabajo muy delicado -insistió Jan-. Malik tendría acceso a información que solo puede ver gente cuya discreción está fuera de toda duda.

– Ya he pensado en eso -dijo el inspector jefe-.Tenemos dos departamentos de archivos policiales: uno en este edificio, que, como acaba usted de indicar, es muy delicado, y otro situado en las afueras de la ciudad, que solo alberga casos cerrados, es decir, que ya se han resuelto o se han dejado de investigar.

– De todos modos, yo no me arriesgaría -aseguró Jan, mientras dejaba el cuchillo y el tenedor sobre el plato.

– He reducido los riesgos al mínimo -afirmó el inspector jefe-.Tendré a Malik a prueba durante un mes. Habrá un supervisor que no le quitará ojo y después me informará directamente a mí. Si Malik se pasa un pelo, volverá a la calle el mismo día.

– De todos modos, yo no me arriesgaría -repitió Jan.

El primer día del mes, Raj Malik se presentó a trabajar en el departamento de archivos policiales sito en el número 47 de Mahatma Drive, en las afueras de la ciudad. Su jornada laboral era de ocho de la mañana a seis de la tarde, seis días a la semana, con un salario de novecientas rupias al mes. La responsabilidad diaria de Malik consistía en trasladarse en bicicleta a todas las comisarías de policía del distrito exterior para recoger expedientes de casos cerrados. Después los entregaba a su supervisor, el cual los guardaba en el sótano, pues era poco probable que alguien quisiera consultarlos alguna vez.

Al final del primer mes el supervisor de Malik informó al inspector jefe, tal como habían acordado.

– Ojalá tuviera una docena de Maliks -dijo a su jefe-. A diferencia de los jóvenes de hoy día, siempre llega puntual, jamás alarga los descansos y nunca se queja cuando le pido algo que no entra en las atribuciones de su puesto de trabajo. Con su permiso -añadió el supervisor-, me gustaría subirle el sueldo a mil rupias al mes.

El segundo informe del supervisor fue todavía más entusiasta.

– La semana pasada, un empleado estuvo de baja; Malik asumió varias de sus responsabilidades y consiguió cubrir ambos puestos sin problemas.

El informe del supervisor al finalizar el tercer mes fue tan favorable que, cuando el inspector jefe pronunció un discurso en la cena anual del Rotary Club de Mumbai, no solo animó a sus miembros a tender una mano a los ex presidiarios, sino que además aseguró a los oyentes que había seguido su propio consejo y demostrado una de sus teorías predilectas: si se concede una verdadera oportunidad a un ex presidiario, no vuelve a delinquir.

Al día siguiente los titulares del Mumbai Times rezaban:

EL INSPECTOR JEFE DA EJEMPLO

Se informaba con todo detalle de las opiniones de Kumar, acompañadas de una foto de Raj Malik con el siguiente pie: «Un personaje reformado». El inspector jefe dejó el artículo sobre el escritorio de su ayudante.

Malik esperó a que su jefe se marchara a comer. Este siempre iba a casa después de las doce y pasaba una hora con su mujer. Malik aguardó a que el coche de su jefe desapareciera antes de bajar al sótano. Depositó una pila de papeles que había que archivar en un extremo del mostrador, por si alguien se presentaba sin anunciarse y le preguntaba qué estaba haciendo.

Después, se acercó a los viejos archivadores de madera, apilados unos encima de otros. Se agachó y abrió uno. Al cabo de nueve meses había llegado a la letra P, y aún no había descubierto al candidato ideal. Durante la semana anterior había examinado docenas de Patel y desechado a la mayoría por ser irrelevantes o de poco fuste para lo que tenía en mente; hasta que llegó a uno con las iniciales H. H.

Malik extrajo el grueso expediente del archivador, lo dejó sobre el mostrador y empezó a pasar las páginas despacio. No necesitó leer los datos por segunda vez para saber que había sacado el premio gordo.

Anotó el nombre, la dirección y el número de teléfono en una hoja de papel y devolvió el expediente a su lugar. Sonrió. Durante el descanso del té Malik llamaría al señor H. H. Patel para concertar una cita.