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Vaya torpeza de novato, se dijo Kennicott mientras se incorporaba. Estupendo. Al detective que se encargara del caso le encantaría aquello.

Sentado a la mesa, Brace echaba miel a la taza y removía el té como si nada hubiera sucedido.

Kennicott se encaminó hacia su arma, con cuidado de no resbalar otra vez.

– ¿Kevin Brace? -preguntó.

Brace evitó la mirada de Kennicott. Tenía los cristales de las gafas manchados. No dijo nada. Volvió a fijar la vista en la cucharilla, concentrado en remover, como un relojero suizo en su mesa de trabajo.

Kennicott recuperó el arma.

– Señor Brace, soy el agente Daniel Kennicott, de la policía de Toronto. ¿La mujer de la bañera es su esposa?

– Desde luego que lo es -intervino el indostano-. Y está bien muerta, no hay duda. He visto mucha muerte durante mis años de maquinista jefe en los Ferrocarriles Nacionales de la India, que es la mayor empresa de transporte del mundo.

– Entiendo, señor… -Kennicott se volvió hacia él.

El anciano se puso en pie de un salto, con tal rapidez que Kennicott dio un paso atrás.

– Gurdial Singh -se presentó-. Soy la persona que reparte el periódico matutino al señor Brace. Yo he llamado al servicio de policía.

«La persona que reparte el periódico», «el servicio de policía». Las frases sonaban tan extrañas que Kennicott tuvo que reprimir una sonrisa. Llevó la mano al transmisor.

– Llegué un minuto antes de mi hora habitual, a las cinco y veintinueve -continuó el señor Singh-, y llamé a las cinco y treinta y uno, una vez confirmada la defunción. El señor Kevin y yo hemos tomado el té mientras esperábamos su llegada. Ésta es nuestra segunda tetera, de un Darjeeling especial que traigo el primero de cada mes. Muy eficaz para el estreñimiento.

Kennicott miró a Brace, que estudiaba la cuchara como si fuese una antigüedad de gran valor. El agente guardó el arma en la pistolera y dio un paso hacia la mesa. Dio un ligero toque en el hombro a Kevin Brace y anunció:

– Señor Brace, queda usted detenido por asesinato.

Advirtió a Brace de su derecho a un abogado, pero el aludido no se inmutó. Se limitó a levantar la mano libre hacia el agente como un prestidigitador que se sacara algo de la manga. Entre los dedos ensangrentados apareció una tarjeta: Nancy Parish, Abogada, Exclusivamente CASOS CRIMINALES.

El agente pulsó el transmisor.

– Aquí Kennicott, cambio.

– Dame tu posición -respondió Bering.

– Estoy en la vivienda. -Kennicott no alzó la voz-. El sospechoso se encuentra aquí con el testigo, el señor Gurdial Singh, el… la persona que reparte los periódicos. El escenario está tranquilo. La víctima está en la bañera del baño del vestíbulo. Hallada muerta a mi llegada. He efectuado una detención.

Lo más importante, por encima de todo, era informar de que, al llegar a la escena de un crimen, la víctima ya estaba muerta.

– ¿Qué hace el detenido?

Kennicott miró a Brace. El canoso locutor echaba leche en su té.

– Bebe té -informó.

– Bien. Limítate a vigilarlo. Ya llegan refuerzos. Cambio.

– Recibido.

– Y, Kennicott, anota todo lo que diga.

– Entendido. Corto y fuera.

El agente guardó el transmisor en la funda del cinturón y notó que la descarga de adrenalina que llenaba su organismo empezaba a remitir.

¿Qué sucedería ahora? Estudió a Brace. Había dejado la cucharilla en la mesa y ahora sorbía su té de Darjeeling mientras miraba plácidamente por la cristalera. Kennicott sabía que un caso como aquél podía tomar el giro más inesperado pero, al observar la pequeña reunión en torno a unas tazas de té que se desarrollaba en la cocina, no tuvo la menor duda de que Kevin Brace no iba a decir una palabra.

III

Deja de bostezar, maldita sea, murmuró para sí el detective Ari Greene mientras aparcaba su Oldsmobile de 1988 en el estrecho camino particular de la casa de dos plantas de su padre y recogía una bolsa de papel del asiento del acompañante. Bien, pensó mientras palpaba el contenido; los bagels todavía estaban calientes. Buscó en una segunda bolsa de papel y sacó un cartón de leche. Palpó bajo el asiento hasta encontrar una reserva de bolsas de plástico de la compra y sacó una a tirones, que resultó ser de la tienda de comestibles Dominion.

Ésta servirá, pensó Greene mientras metía el cartón de leche en la bolsa. Si su padre descubría que había comprado la leche en la bollería, pondría el grito en el cielo: «¿La has comprado en Gryfe’s? ¿Cuánto has pagado? ¿Dos noventa y nueve? Esta semana, en Dominion, está a dos cuarenta y nueve, y a dos cincuenta y uno en Loblaws. Y tengo un cupón por otros diez centavos». Las protestas resonarían en aquella mezcla única de inglés y yiddish que empleaba su padre.

Greene salía de su décimo turno de noche seguido y estaba demasiado cansado para hacer un segundo viaje a la tienda. Su padre ya había pasado por suficientes desgracias en su vida; sólo le faltaría descubrir que su único hijo superviviente no sabía comprar.

Por la noche había caído una ligera nevada. Greene tomó la pala de la valla metálica y despejó con cuidado los peldaños de cemento. Luego, recogió el ejemplar del Toronto Star de delante de la puerta e introdujo en la cerradura la llave que tenía de la casa de su padre.

Una vez dentro, le llegó el runrún del televisor del salón y suspiró. Desde la muerte de su madre, el año pasado, su padre detestaba acostarse en su cama y se quedaba a ver la tele hasta que se dormía en el sofá cubierto de plástico.

Se quitó los zapatos, guardó los bagels en la alacena y la leche en el frigorífico -asegurándose de quitarle la bolsa de Dominion- y se encaminó al salón sin hacer ruido. Su padre estaba acurrucado bajo una deshilachada manta afgana marrón y blanca que la madre de Greene había tejido para su setenta cumpleaños. La cabeza de su padre había resbalado del cojín y se apoyaba ahora en el grueso plástico.

Greene apartó la mesilla de teca y se arrodilló junto a su padre dormido. Como detective de Homicidios durante los últimos cinco años, y a lo largo de más de veinte de servicio como agente, había conocido a algunos tipos bastante duros, pero ninguno de ellos resistía la comparación con aquel pequeño judío polaco con el que ni los nazis, por mucho que lo intentaron, habían podido acabar.

– Soy yo, papá. Ari. Estoy en casa. -Greene sacudió suavemente a su padre por el hombro y se apartó rápidamente, alerta. No sucedió nada. Guardando la distancia todavía, volvió a sacudirlo con más fuerza y añadió-: Papá, he traído unos bagels y leche. Mañana traeré la crema fijadora para tu dentadura.

El padre abrió los ojos de repente. Aquél era el momento que Greene venía temiendo cada mañana desde que era un muchacho. ¿De qué pesadilla despertaba su padre? Sus ojos gris verdoso parecían desorientados.

– Papá, los bagels están calientes. Y la leche…

El padre se miró las manos. Greene se acercó de nuevo y colocó el cojín bajo la cabeza de su padre. Con la mano derecha, le acarició la mejilla. El padre murmuró «Mayn tocbter» en yiddish. Significaba «mi hija». Luego, pronunció su nombre: «Hannah». La hija que había perdido en Treblinka.

Greene lo incorporó hasta colocarlo sentado en el sofá. El padre pareció cobrar fuerzas, como un muñeco hinchable al que se insuflara aire lentamente.

– ¿Dónde has comprado la leche? -preguntó.

– En Dominion.

– ¿Daban cupones?

– Se habían terminado. Ya sabes lo que pasa en Navidades.

El padre se frotó el rostro con las manos.