Выбрать главу

Volvió la mirada al cristal que tenía delante. Estaba repleto de hojas de instrucciones, recortes de prensa graciosos y notas adhesivas multicolores. El protocolo exigía que el encargado del despacho anotara las cosas humorísticas que oyera durante sus escuchas en plena noche y las pegara en el cristal. Amankwah repasó algunas de las más graciosas:

29 dic., 2.12 h: Operador: «¿Ha dicho baklava?». Agente de la División 21: «Oh… he tenido un turno muy largo. El hombre llevaba una balaclava, un pasamontañas».

Agente de la División 43: «No conozco todas las bandas de Scarborough, pero estoy bastante seguro de que no hay ninguna que se llame los Pezones». Operador: «No importa, tiene que fotografiarlos a todos».

Operador: «No estoy seguro de qué hay que poner cuando un ciclista borracho arrolla un coche».

En la sala de la radio hacía calor. Amankwah se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. Cada quince minutos escribía una anotación detallada en el cuaderno con su pulcra caligrafía. Aunque aquel empleo fuera un asco, él seguía siendo un buen reportero. Hacía bien su trabajo.

La noche había sido tranquila. Los días previos a Navidad eran una zona muerta para las noticias y un rato antes los de redacción lo habían estado acosando para que buscara alguna información local para la primera página.

Amankwah no tenía una buena noticia que ofrecer. En un barrio residencial, un par de jóvenes asiáticos había atracado a punta de navaja a un taxista iraní, ex profesor de historia. Los asaltantes no eran demasiado inteligentes. Por la noche había caído una pequeña nevada en las afueras y la policía sólo había tenido que seguir las huellas del coche en la nieve, que los había llevado a la casa de uno de ellos. En el centro de la ciudad, un grupo de universitarios paquistaníes había sacado los bates de criquet en una tienda de donuts y le había dado una somanta a un ex colega. En el distrito de los locales nocturnos, un conductor borracho le había pisado el pie a un agente con una rueda. Todo muy trillado. Nada de aquello era material para la primera página.

A la una de la madrugada, había parecido que tendría un poco de acción. Un acaudalado médico de Forest Hill había sorprendido a su esposa en la cama con el mejor amigo de su hijo adolescente y había atacado al muchacho con un cuchillo de cocina. Al principio, había dado la impresión de que le había rebanado el miembro. Amankwah llamó a redacción y se produjo un revuelo. Esperaban que el médico fuera cirujano pero, una hora más tarde, resultó que era un simple dermatólogo y que había empleado un cuchillo de untar mantequilla. El adolescente sólo tenía un rasguño en el dorso de la mano.

Un maldito cuchillo de untar, pensó Amankwah. Qué miseria.

Consultó en el reloj de pared la hora de Toronto: las 5-30. Miró si había alertas de noticias recientes en los teletipos. Nada. Escuchó el boletín de cada media hora de la radio. Nada aprovechable. Sintonizó la emisora de los taxistas y prestó oído durante un minuto entero. No hubo suerte. Por último, hizo una escucha de la emisora policial.

Captó la cháchara habitual. Luego, oyó que alguien decía «código rojo» y subió el volumen. Los agentes cambiaban el código cada semana, pero no había que ser un lince para deducir que «código rojo» significaba algo urgente. Un homicidio, probablemente.

Escuchó la dirección: el edificio Market Place Tower, en Front Street, número 85a, apartamento 12A. Amankwah dio un respingo. Él había estado en aquel ático. Era la casa de Kevin Brace, el famoso presentador de radio. Unos años antes, él y Claire habían participado en el programa y habían recibido una invitación para la fiesta de Navidad que Brace y su joven segunda esposa ofrecían cada año a principios de diciembre. En esa época, Amankwah y Claire eran la glamurosa pareja de moda de la ciudad: culta, negra y guapa. Por entonces, él, un joven y brillante reportero del latir de la ciudad, era el rostro negro que protagonizaba todos los anuncios promocionales del periódico.

Amankwah se mordió el labio. El edificio de Brace estaba a pocas manzanas. Bajó el volumen del receptor y acercó el oído al altavoz para captar las voces de los agentes en la calle. Aquellos policías no serían tan tontos como para mencionar el nombre de Brace por las ondas.

Imagina: Kevin Brace, el símbolo del canadiense de bien, según sus admiradores. La Voz de Canadá, lo llamaban. Los recién graduados que se encargaban de la sala de radio de los otros tres periódicos de la ciudad no pillarían aquello. Una noticia de última hora -incluso un asesinato en casa de Kevin Brace- no había sido detectada por el radar y él era el único que la tenía.

Amankwah echó un vistazo a la sala de redacción semidesierta. Sólo había un redactor que trabajaba en la página web y otro que repasaba un artículo. Tenía que avisarles enseguida. Sin embargo, sabía qué sucedería tan pronto les diera el soplo. Encargarían el asunto a alguno de los redactores de noche que estaban de guardia y él sólo recibiría, con suerte y como mucho, unas palmaditas de felicitación en el hombro.

Se puso en movimiento. Pronto, en cualquier momento, aparecería en los teletipos una alerta urgente y la noticia estaría en todas partes. Mantén la calma, se dijo mientras sacaba el billetero de la chaqueta y lo guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. Recogió la cámara digital, que estaba llena de fotos de sus hijos, y la ocultó en la palma de la mano. Aparentando indiferencia, salió del sofocante cubículo y soltó un bostezo exagerado.

– Bajaré a buscar un café -dijo al pasar junto al redactor más próximo, mientras hacía tintinear unas monedas en el bolsillo con la mano libre.

La mujer de la limpieza, una robusta portuguesa, esperaba junto a los ascensores del vestíbulo de redacción. Amankwah pulsó el botón de llamada para bajar y se apoyó en la pared, conteniendo otro bostezo. La cafetería estaba una planta más abajo. El botón de subida ya estaba encendido.

La puerta del ascensor de subida se abrió con un sonoro tilín. Amankwah fingió una mirada de absoluto desinterés. Tan pronto se cerró la puerta, corrió a la escalera situada junto a la pared acristalada del oeste del edificio y, con la vista puesta en la calle a oscuras, bajó a toda prisa cinco pisos, saltando los peldaños de cemento de dos en dos. Cuando llegó a la planta baja, asomó tranquilamente por la puerta de incendios, saludó al vigilante del puesto de seguridad y salió a Yonge Street por la entrada principal. A continuación, echó a correr en dirección norte, de cara al viento.

Tuvo que cruzar un paso subterráneo bajo la Gardiner Expressway, la fea autovía construida en la década de 1950 que separaba la ciudad del lago. Era evidente que, por esa época, los planificadores urbanísticos habían olvidado que la gente podía caminar. Como magra concesión al tráfico peatonal, en el lateral de la calzada había una estrecha acera protegida por una barrera de cemento. Por la mañana, la acera estaba llena de gente que se dirigía al trabajo; muchos de los transeúntes eran vecinos de las islas al sur de la ciudad que, normalmente, llegaban al centro en transbordador. Unas horas más y Amankwah se habría encontrado en un atasco.

Corriendo ahora a toda velocidad, apretando la cámara entre los dedos como si fuera un atleta con el testigo en la mano, emergió de la boca norte del túnel, llegó a Front y atajó hacia el este. Respiraba con esfuerzo y el viejo frío se le colaba por la espalda de la camisa.

Sólo le quedaba una manzana para llegar. Ya distinguía el rótulo de Market Place Tower.

«Necesito esta noticia, necesito esta noticia, necesito esta noticia», canturreó para sí, como el trenecito del cuento infantil La pequeña locomotora que sí pudo, el libro que le encantaba leer por la noche a los niños.»Necesito esta noticia, necesito esta noticia, necesito esta noticia.»