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«Emilie -pensó Yngvar-. Aquí de lo que se trata es de salvar a Emilie. Está en algún sitio y está viva.»

– Ay, mierda -exclamó el más joven de ellos.

Sigmund Berli emitió un largo silbido.

Fuera se oían más coches, gritos, conversación. Yngvar se acercó a la ventana y apartó un poco las cortinas. Habían llegado los periodistas, claro, y se habían aglomerado allí abajo, en torno a la puerta de entrada. Cuando dos de ellos miraron hacia arriba, Yngvar soltó la cortina. Se volvió hacia la habitación donde los demás estaban reunidos alrededor de Hermansen, que sostenía una carpeta de plástico roja en una mano, y un montoncito de papeles en la otra. Cuando levantó el papel para que lo viera Yngvar, a éste no le resultó difícil leer las palabras escritas en él, incluso desde la distancia a la que se encontraba.

AHÍ TIENES LO QUE TE MERECÍAS.

– Está escrita a máquina -objetó Yngvar.

– Déjalo -dijo Sigmund-. Tienes que dejarlo ya, Yngvar. ¿Cómo iba a saber este tipo que…?

– Las notas de los niños están escritas a mano. ¡Escritas a mano, compañeros!

– ¿Vas a hablar tú con los de ahí fuera? ¿O lo hago yo? -preguntó Hermansen mientras metía las hojas en la carpeta con mucho cuidado-. No es que tengamos gran cosa que decir, pero en realidad lo más natural sería que lo hiciera yo… Ya que estamos en Bærum y esas cosas.

Yngvar Stubø se encogió de hombros. Guardó silencio mientras se abría paso entre la multitud que se había agolpado frente a aquel edificio bajo de Rykkin. Por fin consiguió llegar hasta el coche y subir a él. Cuando ya casi había perdido la esperanza de que apareciera Sigmund Berli, su colega llegó, jadeando, y se sentó en el asiento del copiloto. Apenas se dirigieron la palabra durante el trayecto de regreso a Oslo.

42

– No comprendo cómo consigues hacerlo todo -comentó Bente, entusiasmada-. ¡Esto estaba sencillamente delicioso!

Kristiane dormía. Solía inquietarse cuando Inger Johanne esperaba invitados. Ya a media tarde solía entrar en una larga fase de incomunicación: deambulaba por la casa, no quería comer, no quería dormir. Hoy, en cambio, se había metido en la cama con la tripa llena, con Sulamit bajo un brazo y Jack, que babeaba contento, bajo el otro. El Rey de América había obrado cierto efecto en Kristiane, a Inger Johanne no le quedaba más remedio que admitirlo. Por la mañana su hija había dormido hasta las siete y media.

– La receta -dijo Kristin-. Tienes que darme la receta.

– No hay receta -repuso Inger Johanne-. Me lo he inventado.

El vino le estaba sentando bien. Eran las nueve y media del miércoles por la tarde. Se sentía alegre y no le dolían los hombros. Las chicas charlaban sin parar. La única que no había venido era Tone, quien no se había atrevido a dejar a los niños tal y como estaban las cosas. Sobre todo después de lo ocurrido esa mañana.

– Siempre ha sido muy aprensiva -dijo Bente derramando vino sobre el mantel-. Al fin y al cabo los niños tienen padre. ¡Huy! ¡La sal! ¡Gaseosa! Tone tiene un… un miedo exagerado a todo tipo de cosas. Quiero decir que… ¡no podemos encerrarnos en casa sólo porque ese tipo ande suelto!

– Ahora lo van a pillar -aseveró Line-. Ya saben quién es. No puede esconderse eternamente y no podrá llegar muy lejos. ¿Habéis visto que la policía ha enviado un comunicado con la foto del tipo y todo? ¡Pero no tires toda la gaseosa, mujer!

Yngvar no había vuelto a telefonear después de que Inger Johanne no hubiera contestado a su llamada la noche anterior. No sabía si se arrepentía. No tenía idea de por qué no había querido hablar con él. Ahora no le habría importado. Él podía llamar, venir unas horas después, cuando las chicas hubieran acabado de reírse y se fueran a casa tambaleándose. Entonces podía venir Yngvar. Podían sentarse a la mesa de la cocina y comer sobras mientras bebían leche. Si se daba una ducha podía dejarle una camiseta de fútbol vieja de Estados Unidos. Inger Johanne podría mirarle los brazos cuando se inclinara hacia delante, apoyándose sobre ellos; llevaba una camisa de manga corta y tenía rubio el vello de los brazos, como si ya fuera verano.

– ¿No?

Inger Johanne sonrió de pronto.

– ¿Qué?

– Que ahora lo van a pillar, ¿no?

– ¡Y yo qué sé!

– Pero el tipo ese -insistió Line-, el tipo que me encontré aquí el sábado, ¿no trabaja para la policía? Eso dijiste, ¿no? Que sí, mujer… ¡En Kripos!

– ¿No nos habíamos reunido para hablar de un libro? -preguntó Inger Johanne y se fue a la cocina a buscar una botella de vino. Como siempre, las chicas habían traído demasiado.

– Un libro que evidentemente tú no te has leído -señaló Line.

– Yo tampoco -reconoció Bente-. Sencillamente no he tenido tiempo, lo siento.

– Yo tampoco -admitió Kristin-. Si quieres que la sal sirva de algo tienes que frotarla contra la tela. ¡Así! -Se inclinó sobre la mesa y metió el dedo índice en la mezcla pastosa de sal y agua mineral.

– ¿Por qué llamamos a esto una tertulia literaria? -Line levantó el libro con ademán acusatorio-. Si yo soy la única que lee… Decidme, ¿qué os pasa a las que tenéis hijos? ¿Dejáis de tener ganas de leer?

– Lo que dejamos de tener es tiempo -respondió Bente entre dientes-. El tiempo, Line. Es el tiempo lo que desaparece.

– ¿Sabes lo que te digo? Que me hace gracia eso que dices -empezó Line-. Siempre estáis hablando de que es lo único que realmente vale la pena… Como si en cuanto se tienen hijos se tuviera derecho a…

– ¿No sería mejor que nos contaras algo sobre el libro? -intervino Inger Johanne rápidamente-. A mí me interesa, de verdad. Cuando era más joven leí todos los libros de Asbjørn Revheim. De hecho, había pensado comprarme un ejemplar de… ¿cómo se llama? -Extendió la mano para agarrar el libro, pero Line se lo quitó.

– Revheim. Crónica de un suicidio anunciado -dijo Halldis-. Además a mí no me has preguntado, de hecho, yo sí que lo he leído.

– Grotesco -farfulló Bente-. Tú no tienes hijos, Halldis.

– Un título bastante vago -dijo Line, todavía algo enfurruñada-. Todo lo que escribió e hizo destila una cierta… nostalgia por la muerte. Sí. Una atracción hacia la muerte.

– Suena a novela policiaca -comentó Kristin-. ¿No sería mejor que quitáramos el mantel?

Bente había vuelto a derramar el vino. En vez de echar aún más sal, puso torpemente su servilleta sobre la mancha roja, que se ensanchaba rápidamente porque la copa seguía volcada.

– No pasa nada -aseguró Inger Johanne levantando el brazo-. No pasa nada. ¿Cuándo murió?

– En 1983. La verdad es que me acuerdo de cuando ocurrió.

– Mmm. Yo también. Claro que también se le ocurrió una manera muy llamativa de quitarse la vida.

– Por decirlo con suavidad.

– Contádmelo -dijo Bente dócilmente.

– Quizá vendría bien un poco más de agua mineral.

Kristin fue a la cocina por más agua. Bente toqueteaba la mancha que había dejado. Line servía vino. Halldis hojeaba la biografía de Asbjørn Revheim.

Inger Johanne se sentía a gusto.

No había tenido fuerzas más que para pasar la aspiradora, meter las cosas de Kristiane en la caja que tenía en su cuarto y limpiar el baño. Preparar la comida le había llevado media hora. No le apetecía celebrar la reunión, pero había decidido no anularla. Las chicas se lo estaban pasando bien. Incluso Bente sonreía feliz con los párpados entrecerrados. Inger Johanne pensó en llegar tarde al trabajo mañana, en pasar un par de horas en casa, con Kristiane, en zapatillas, y tomárselo con calma. Se alegraba de ver a las chicas y no protestó cuando Kristin volvió a llenarle la copa.